LAS FATIGAS DEL PAN

Es verdad que estaba yo apollardao en la puerta de entrada a la fortaleza de la Alhambra, sentao en un poyete de piedra, a la sombra de un tejo. Harto de hambre cuando vi llegar al caballero extranjero montao en un caballo alazano. Conti coneso le ofrecí mis servicios como guía, pos soy buen conocedor de la ciudad. No se dejó engañar por mi aspecto zarrapastroso y aceptó después de responderle a algunas preguntas sobre mis conocimientos del lugar. Al parecer, quedó convencío de que yo no era un baldragas y mucho menos un mendrugo. Soy alto y escuchimizao; un ganapán más de los muchos que vivimos en esta tierra. Aunque más feo que Picio —cada uno es como Dios le hizo—, no me faltan alegrías por donde hay pelo. Mi nombre es Mateo Jiménez y me llaman «hijo de la Alhambra». Por varios días el extranjero me empleó pa que le mostrara la ciudad, que de todo eso lo sabía yo mu bien.

Al pasar por la Iglesia de Santa Ana, varios desgraciaos estaban sentaos en el suelo vestidos con andrajos llenos de mugre y sucieda, rodeados de rampojos secos, por lo que pudimos adiviná que su almuerzo había sido unas uvas robás de algún descuidao huerto. Mientras caminábamos, se nos acercó a trompicones un tullido extendiendo su único brazo. Daba regomello verle tan mísero.

—No sea engurruñío; lavíen compae. Dame una mihilla de pan pa alivar el hambre, por caridá, que estoy enmallao —suplicaba lastimero.

El caballero le dio unas moneas. Otro cipollo malencarao, al verlo, se acercó.

—Una caridad… y que Dios le ampare…¡Qué malafollá, ioputa! —gruñó con bordería al ver que el extranjero le ignoraba dándose la vuelta sin hacerle caso. Se alborotó al no conseguir lo que buscaba. Entonces empujó al manco hasta que lo dejó tumbao en el suelo con un calamonazo, y comenzó a hurgarle en el bolsillo al tullido para arramplar los pocos cuartos de su miseria.

—Mejor alejarnos de este arbolote —le aconsejé.

—Hay que perdonar las envidias que provoca la miseria —decía con pena—. En ocasiones, movidos por la piedad, pretendemos hacer un bien y, al actuar con caridad, provocamos un mal peor… —seguía cavilando el caballero mirando el suelo al caminar.

—No se pué echar margaritas a los puercos… Jesucristo se metió a redentor y lo crucificaron —añadí para calmarle su conciencia.

Atravesamos el río Genil para llegar a una aceña situada adentro del cauce del río.

—Tenga cuidao con los lapacheros al cruzar, no meta los pies en el agua sucia.

—No entiendo algunas palabras que dices, Mateo.

—Es una forma de decir. Nuestra lengua es la mejor para hablar con Dios…; eso lo aseguró Carlos Quinto —precisé sin saber si era verdad.

—Leyendo los libros de Miguel de Cervantes he aprendido que eso que dices es cierto —me contestó—. Tú, como Sancho, te vales del humor y de la sabiduría del refranero para decir las cosas con sencillez para que yo las entienda.

—Los refrancicos no dejan de ser verdades al ser hijos de la experiencia; por eso yo los uso a mi acomodo. Sin andar rascando en el lenguaje me hago entender a la perfección —aseguré con orgullo y satisfecho.

Mientras caminábamos, intenté explicarle lo que era para un granaíno una mihilla, después de que se llevara un chasco cuando me preguntó a qué distancia estaba el molino.

—Ahí, a una mihilla —le indiqué señalando con el dedo hacia el lugar.

—¡¿A una milla?! —respondió sorprendido.

—No. Una mihilla es… a poca distancia —le expliqué con algo de guasa—. Son… ¡chuminás nuestras! —exclamé; pero creo que no me entendió.

Antes de llegar, nos cruzamos por el camino con un añacal muy moreno que, con fatiga y charramuscao, acarreaba el cereal desde el abrasadero de los campos lejanos hasta el molino.

—¿Onde vas? —le pregunté alzando la voz.

—Voy en una volá y vengo —resopló camino de la molienda.

—Tah aviao tú con esa carga… —señalé viendo los esfuerzos que hacía.

—Zi ehto zale mal, no vuervo má al azaero del campo, noniná —iba rezongando enfurruñao.

Pasaban campesinos cargando costales de trigo con la fuerza de sus lomos camino de la noria. Otros labradores zangolotinos, delgaos como juncos, cargaban costales en alforjas desde los lejanos campos hasta el molino. Tierras que no les pertenecen y que antes eran terrenos llenos de abrojos por falta de labranza, o adehesao para pasto del ganao; pero ahora eran fértiles vegas gracias al esfuerzo de sus riñones y de sus manos.

—Pesa más de una arroba cada fanega de trigo obtenida en los cientos de marjales que poseen sus amos —le expliqué al caballero con detalle—. Además, cada uno debe pagar la maquila al molinero por la molienda con una porción del grano o de harina por su trabajo.

—Con tantos esfuerzos y tan pocas ganancias… ¡Áspera es la vida de esta buena gente! —afirmó compadecío mientras se quitaba el sombrero para limpiarse el sudor de la frente con un moquero.

Dentro del molino el caballero palpaba el polvo abalado de la farina, resultao de la molienda del trigo candeal. Se admiraba por su blancor y finura. Afuera, unos arrieros trajinaban con las albardas de sus acémilas descargando los costales de trigo pa la molienda. Los más viejos cargaban la harina en una carreta, donde el yugo sujetaba a una pobre bestia mal nutrida. Los más cansaos y sudorosos sacaban agua del pozo con un balde pa beber.

—Yo, a pesar de que vivo ahíto de estrecheces y pa no aumentar la riqueza de otros, solo trabajo lo justo para vivir, pué pa dormir me sobra espacio en un chiscón, y pa comer me basta con una alcubilla de aceite y un cuartal de pan moreno con corteza —precisé con orgullo.

Mientras caminábamos por la agrandada Plaza Nueva, le expliqué la industria de cómo esos hombres obtienen el grano que antes había visto moler. Empecé po contarle, que durante la siega es cuando la gente del campo lo pasa peor; porque el labraor apenas tien ná pa comer. Trabajan lejos del frescor de la vega, en campos abrasaos y a pleno sol durante to el día…; lo hacen con ahínco y mal alimentaos…

—Forzoso es trabajar en esta vida, pero sin esclavitud —interrumpió apenao el caballero.

—… Por la noche, ahítos, duermen sobre almocelas, que son arpilleras rellenas de paja traídas del almiar; porque no hay colchones en las alquerías de labranza. Los campesinos pa aumentar sus ganancias y sin que lo sepan sus amos, hacen acopio espantando a los pájaros en la disputa por el poco trigo que quea esparcío en la tierra después de cada cosecha. De ese modo podrían después comer en sus casas un acemite, un potaje de muy poca sustancia hecho con el salvao. Ese poco trigo lo obtienen de la ahechadura, que es el desperdicio que quea después de cribao el grano —. Todo eso le explicaba mientras él me escuchaba en silencio mirándome con mucha fijeza y atención.

—Aluego, durante la madrugá, los panaderos amasan y cuecen la harina pa hacer hogazas de pan, que es el único alimento que no perjudica al pobre, y ademá: impide que nos muramos de hambre.

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