Todavía dolía el corazón. Solo habían pasado unos días desde que mi amada abuela Lucia partió. Todavía la recuerdo tan vívidamente, casi como si la estuviera viendo en este preciso momento, en la cocina con su delantal blanco por la harina, sus dulces manos tan débiles y fuertes a la vez amasando con tanto ímpetu el pan de cada semana. Ese delicioso olor al pan en el horno… Lloro. Un rayo de sol empieza a iluminar mi rostro, como si su mano me acariciara, y a la vez en mi mente la escucho diciéndome vamos hija, ¡no exageres! Cierro los ojos y suspiro largo y profundo, liberando la angustia anclada en mi garganta. Inmediatamente nuevos recuerdos vienen a mi mente, como si ella me los susurrara. La veo amasando junto con mi mama y yo de chiquita estoy viéndolas. Esa hermosa imagen me da tanta ternura. Mis ojos, aunque ellas no lo notaran expresaban mi admiración por ellas. Las veía tan bellas, riendo, hablando como si nada, invitándome a amasar con ellas. Enseñándome algo que parece tan simple, pero a la vez con un aire sagrado. La importancia del correcto equilibrio de los ingredientes, el respeto por cada etapa de la preparación, el necesario descanso de la masa, dejar que el tiempo y calorcito hagan su magia haciendo crecer esa masa mas y más. Para mis ojos de niña, eso era increíble. Todo era magia. Recuerdo que ella y mi mama me decían que así era la vida, así como el pan. Había que mantener un equilibrio, un poco de ingenio, otro poco de chispa, otro de seriedad, y dedicación. Mucho trabajo y después un poco de descanso. Todo era necesario. Y luego el calor, el calor del amor, de la esperanza, del cuidado, y de la paciencia. El tiempo de cocción, como el tiempo de gestación, de un hijo, de un proyecto, una idea, no pueden apresurarse. El amor sostenido en el tiempo da como resultado algo delicioso, maravilloso, puede no ser perfecto, pero aun así puede valer mucho. Al fin y al cabo, es resultado de nuestro esfuerzo, de nuestra dedicación. Y siempre se puede volver a empezar aprendiendo de los errores. Esto también me lo enseñaron ellas, mis grandes maestras. Solo amasando el pan. Y junto con ellas, todas las mujeres que las antecedieron. Nuevamente un profundo suspiro, pero esta vez termina con una sonrisa. Me levanto, voy a la cocina y continuo con su legado. Amaso un nuevo pan, lleno de dolor, pero también de memorias, sabiduría, dulzura y amor, mucho amor. Mis lagrimas caen, agradeciéndole a Ella y a mi mama, como así también a todas las mujeres de mi árbol, por su legado, por su presencia en mi vida. Gracias abuela querida por todos los panes que has cocinado y compartido. Y por la madre que has parido. Su legado sigue conmigo, para siempre.
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