A las seis café y pan. Es todo. A las seis café y pan caliente sobre la mesa de una cocina chiquita como un botón, un botón de nácar que cierra una camisa blanca de algodón con forma de mantel.

Una cocina chiquita como un botón es la parte más tibia de una casa pequeña como las manos de un niño que pide pan.

Dispuesta a todo por amor, Joaquina estira las piernas antes de las cuatro y se envuelve en un reboso para aguantar el primer rocío. Sabe que sus hijos tendrán hambre y sólo puede darles pan, su pan que se cuece al rescoldo de un fogón de hierro ardiente que la hipnotiza mientras mueve y atiza las brasas rojas y ardientes. Le arden las mejillas como cuando andaba enredada en amores con Rodríguez. 

Rodríguez el marido débil muerto de melancolía.

Entre las cuatro y las seis pasan mucho más que dos horas. Pasan años de recuerdos de tiempos buenos, de frutas cayendo de los árboles del patio, de carne friendose en grasa abundante, de buñuelos de viento. Sin hambre no se entiende el miedo .

Los  hijos le jalan el mandil sucio de engrudo pidiendo pan, mientras la mujer reparte las últimas gotas de leche en cuatro jarros de lata y remueve lentamente el café caliente.

Se quema las manos pero no se queja, sería inútil. 

La masa crece a una velocidad alarmante mientras se abren sobre ella, grietas profundas hechas a cuchillo.

El olor la abraza y la consuela , la bendice, la complace, la alcanza, la eleva. 

No es de todos la esperanza ni la espera, ni la levadura leuda si hay frío en la mesa, ni hay pan de miseria si hay pan de abundancia.

Amanece afuera y canta Joaquina para sus tres hijos de sal y de harina: » en una calle del pueblo se ha perdido un panadero, con una cesta de panes y un poquito de dinero».




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