Siempre ahí, al pie del cañón. Malabarista de fin de mes, real y consecuente con las circunstancias, la modernidad, el tiempo y sus ausencias. Veraz como una onza de chocolate en un trozo de pan. Espectacular y soberbia, sazonaba cada madrugada con una promesa de delicia solo con sonreír como ella sonreía, siendo de verdad como ya lo era su madre y como ya lo fue su abuela. Pero ya no está. El correr del tiempo la diluyó como solo el tiempo sabe diluir las cosas. Rompió el estándar al que obliga la vejez y ahora todo es mate y limpio y brillo y neón. Pero  no ella y su sonrisa y esa forma de saludar, tan de calle pero tan natural, tan mimosa de su trabajo y su historia y ambos haciéndose uno y dejando que todo fluya y sea sencillo pero complejo como tiene que serlo la paternidad o el rencor o por qué no, el amor. Y degustabas eso que es como siempre, el recuerdo impreso en la masa de esas muchas vidas que se saborean en cada masticar, porque todos lo comemos y porque nos iguala y porque es equidistante, unilateral y  democracia. 

Pero ya nada es igual. Ya nada vale nada aunque nos da un poco igual, porque ya no es real y ya, por más que digan, esa mierda ya no es pan.

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