Pan de calabaza

Pan de calabaza

Carlawings

15/06/2024

Pan de calabaza

Cuando fuimos a vivir al campo, pude ver a las verduras en la tierra, distintas a como las exhiben en la feria o en los libros del colegio que disfrutaba en las clases o en casa. Parecían más complejas y no tan perfectas como esas imágenes en color que pasaban por mi mente. Recuerdo las primeras calabazas que vi. Me parecieron tan inmensas y un poco apocalípticas porque la mayor cosecha ya había pasado y algunas de ellas seguían ahí, entre hojas amarillentas, tierra y raíces. Se mantenían imponentes por su tamaño y esa cáscara gris verdosa que me miraba como un verdadero caparazón.

Una de las primeras tardes, en que aún nos estábamos instalando, el horno ya estaba listo para que mi madre preparara el pan que a todos nos encantaba comer. Cuando dijo “pan de calabaza”, inmediatamente mis ganas se evaporaron porque en ese momento todo lo que fuese distinto a nuestra vida en la ciudad me parecía una burla que adornaba este cambio obligado.

La casa aún no estaba lista, por lo que se instaló un campamento en el que las camas se ubicaron en la carrocería del camión del esposo de mi madre. Todo me parecía difícil: no teníamos baño, ni electricidad, ni muebles. Mamá había decidido que nos fuéramos de la ciudad. Junto a mis hermanos mellizos, mi gato Minino, su esposo y ella, formaríamos un nuevo hogar en el medio del campo. El pan de calabaza es uno de los recuerdos que guardo con cariño en esas primeras semanas que fueron tan inhóspitas. Junto al té por la tarde, todos disfrutábamos de esa masa dulce, y de un amarillo que realmente parecía oro, que tenía poderes porque hacía que el extraño campamento pasara a ser solo un espacio indeterminado.

Para esos pancitos dorados había tareas que debíamos cumplir: reunir leña porque el horno era un tarro adaptado que debajo llevaba brasas, que luego se tapaba con otra lata que tenía un fuego con cierta llama. Además de la leña, necesitábamos, por supuesto, a doña calabaza que sería el centro de esta preparación en que las manos fuertes y decididas de mi madre amasarían en la mesa improvisada que habíamos traído y que limpiábamos detenidamente para la preparación encantada.

Pronto fue mi turno de ir a recoger una nueva calabaza. Me dieron las indicaciones de dónde encontrarla y cómo arrancarla de la tierra. Recuerdo el calor de ese día y que concentrada en la tarea, salí del campamento para cruzar la línea del tren, entrar en el terreno vecino y encontrar la preciada verdura que antes era simplemente una compra en el almacén de la esquina. Así llegué al terreno indicado. Cuando puse mis piernas en ese lado del alambrado, la pureza del paisaje se vio totalmente nublada, zumbidos y aleteos me rodeaban hasta que comenzaron a usar mis piernas y brazos como paradero o como simple mirador extraño. No podía creer que estaba en el medio de una especie de mar de langostas de campo, eran unos bichos como saltamontes amarillos, ruidosos y en zafarrancho.

La calabaza ya no importaba, yo solo quería estar a salvo. El sudor recorría mi cuerpo y por un momento no podía pensar para salir del lugar y que todo pasara rápido. Los insectos siempre me han producido un rechazo que es mayor a la cordura de cómo podemos alejarlos, era el zumbido, el movimiento, la cantidad y la forma en que sus patas paraban en mis brazos, como si se burlaran de mi miedo porque sabían que era absurdo que una niña se paralizara por el vuelo en círculos de sus bandos.

Me obligué a recordar que era fuerte y que, si bien sentía pánico, lo que debía hacer era correr y volver al lado de mamá para que los alejara y la calma retornara como si nada hubiese pasado. Me di media vuelta y sabía que estaba cerca, pero que con el tren había que tener cuidado; corrí gritando como si un grupo de asesinos quisiera atraparme. En la corrida despavorida, tropecé y la caída fue justo a tiempo para la pausa porque el tren se acercaba con la carga de las minas, solo con el conductor a cargo.

Me quedé por un momento sentada en el piso como si fuera una película o unos dibujos animados en los que la protagonista esperaba la resolución pactada para que todo volviese a estar calmo. El paso del tren era muy ruidoso y estar tan cerca de las vías hacía sentir el peso de los vagones que producían un chirrido chisposo. Ese peso tan grande ante mis ojos y la caída que hizo sangrar las rodillas me dieron la fuerza para devolverme y cortar la calabaza para la receta que esperaba otra vez regalarnos un exquisito momento junto al fuego, escuchando historias o recuerdos, junto a la radio a pilas y luego a dormir porque en un campamento aislado no hay más que hacer que dedicar buenas horas al descanso.

Puse mis pies en el terreno de las calabazas con fuerza y ya pude ver cómo el grupo de langostas amarillas se alejaba en busca de otras hojas y hortalizas para saborear y quién sabe si otra niña aparecía para que juguetearan un rato y así lograr nuevas aventuras.

Escogí una bella calabaza mediana, la cargué cómodamente y emprendí el camino de regreso para entregársela a mamá, quien la cortaría en cubos para luego llevarla al agua hirviendo por el tiempo que fuese necesario hasta que se volviera blanda. Por otro lado, se preparaba una montaña de harina, agua con sal, una taza de azúcar y un trozo de manteca derretida. Todos estos ingredientes en un contenedor amarillo que mi mamá utilizaba para mezclar y luego llevaba a la mesa para estirar. Una vez lista la masa, con mis hermanos hacíamos bolitas, que después se moldeaban para que tuvieran esa forma circular que nos encantaba. El pan aún no cocido reposaba por un par de horas a la espera de que la levadura hiciera lo suyo y la masa subiera, lo que nos garantizaría un pan blando y de forma agradable.

La tarde caía, el esposo de mi madre traía un gran tarro con agua limpia en una carretilla. El fuego era constante y hervía la tetera del agua y un tarro adaptado se usaba para poner hojas de té y hacerlas hervir también. Ya todos tomábamos asiento alrededor y esperábamos los 25 minutos que el pan de calabaza estaba en el horno, luego abríamos un saco de tela blanca y ahí el pan caliente se quedaba hasta que cada uno con su té estaba listo y ya disfrutábamos de la masa amarilla con oro que en nuestras bocas placer nos daba. Esa tarde pude haber contado la historia de las langostas y su juego conmigo, pero me guardé el relato porque el campo empezaba a parecer un lugar para querer aunque tuviera que aprender con gritos y desesperación al lado de un tren que pasaba majestuoso sin importarle nada.

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