Repartí los trozos de pan, había cortado la barra en tajadas finas, casi del tamaño de las que se ajustan a la tostadora. No sabía si habría pan para todos y no era cuestión de andar yendo ahora a por otra, si de milagro quedase alguna. Se trataba de una cena importante y quizás la abundancia del vino fuera suficiente para distraer el hambre hasta la llegada del cordero. Habían acabado ya con el pequeño plato de olivas. En ese momento se sumó al grupo Mateo que venía de Hacienda (una inspección que se ha alargado, comentó). Era fácil discernir el habitual aire descreído de Tomás al fondo de la mesa sopesando con la yema del dedo la textura rugosa de un hueso de aceituna. Pedro se arrancó entonces con un par de chistes gruesos como dando a entender que estrenaba la noche y la parranda. Quizás debí dejarlo pasar, que fuera una noche de tantas, entre viejos camaradas de larga amistad. Quizás debí callarme, como hice otras noches. Pero al fin y a la postre estaban ya acostumbrados a que, con la lengua suelta por el vino, tomara alegremente la palabra. Desde luego no había bebido tanto aquella noche, el motivo también era hoy otro, así que me levanté y lo solté sin más, como dejándolo caer:

«En verdad os digo que uno de vosotros me va a traicionar» (Mateo 26:21)

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