El sueño de Leocadia

El sueño de Leocadia

En el pueblo de Pedrosillo, muy cerca de Salamanca, los más ancianos cuentan que hace muchísimos años había una gran laguna de aguas transparentes a la orilla de la carretera que iba a la ciudad. Nadie sabía la razón del porqué la laguna se encontraba siempre llena en aquel páramo castellano en donde apenas llovía. Se pensaba que las aguas subterráneas procedentes de las montañas emergían en ese lugar. Pero los estudiosos de aquel fenómeno nunca se pusieron de acuerdo, pues la sierra distaba setenta kilómetros, y los campos eran puro secano que solo permitían recoger raquíticas cosechas de avena y de centeno.

También afirman que hace muchos años una mujer murió en el parto de una criatura que quedó al cuidado de su padre y de su abuela, y que eran de trato agradable, aunque bastante reservado. Con el pasar del tiempo, la joven a la edad de catorce años quedó nuevamente huérfana, y fue por aquel entonces cuando empezó a coser para ayudar a su abuela en el mantenimiento de la casa. Se llamaba Leocadia y aunque vestía pobremente, su cabellera y la perfección de sus rasgos ya daban mucho que hablar entre el mocerío de toda la comarca.

Cuentan los más ancianos que dos años después, una tarde en que la muchacha acudió a la llamada de un viudo para recoger unas camisas a las que había que dar la vuelta a los cuellos y rehacer los puños, se enamoró al instante cuando vio al caballero y tocó sin querer su mano mientras él se probaba una de las camisas.

El hombre, que merodeaba la cuarentena, había sido el alcalde de Pedrosillo hasta que perdió a su esposa en el parto de su único hijo, Jacobo, que era de la misma edad que Leocadia. Con la viudedad se volvió taciturno y apenas pisaba las calles del pueblo. Vivía de las rentas que le procuraba el alquiler de unas cuantas tierras de su propiedad, y de la administración de una magra herencia que recibió de un pariente lejano. Entretenía su tiempo con la lectura de viejos libros y, en contadas ocasiones, se iba a pasear con su lebrel por los alrededores de la laguna cuando el aire estaba en calma.

Leocadia se aplicó en la labor todo cuanto pudo, pero demorándose en el arreglo de las camisas. Visitó con frecuencia aquella casa con la excusa de probar el resultado de su costura en el arreglo y medición de la anchura de los puños. El caballero, con paciencia, la dejaba hacer. Una tarde en que su hijo había salido para enseñar unas parcelas de labranza a un posible arrendatario, su sangre todavía joven se revolvió con la cercana presencia de la muchacha, la tibieza del aire y el olor de su pelo le hizo perder la cabeza y, en un arrebato de pasión, la deshonró.

Arrepentido, no supo de qué manera arreglar aquella bajeza y consintió que la muchacha visitara a su antojo la casa con la intención de decepcionar, poco a poco, aquel amor adolescente.

Sin embargo, la joven se presentaba en la vivienda cada día más hermosa. En sus manos siempre llevaba, hoy unos bollitos horneados por ella misma, mañana unas flores silvestres que como al olvido dejaba en la cocina y que Jacobo, ajeno a la realidad, creía que eran para él.

No demoró mucho el joven en caer rendido ante su belleza, pero sus pretensiones de salir a pasear con Leocadia eran hábilmente rechazadas, y solo conseguía verla en la sala de estar y siempre acompañados por la presencia de su padre.

Ocurrió que por aquella época, el panadero se tuvo que trasladar a la ciudad y en su lugar una mujer forastera arrendó la tahona, que era comunal, para proporcionar el servicio que el pueblo necesitaba.

El caballero tardó poco tiempo en fijarse en su plenitud, en la sazón de esta guapa mujer, y a escondidas comenzaron a frecuentarse. Cuando el noviazgo se hizo oficial, se les podía encontrar al atardecer paseando por la orilla de la laguna seguidos por un alborozado lebrel.

Leocadia, por consejo de su abuela, dejó al momento de acudir a esa casa. Por contra, se dedicó a rechazar con tesón, una vez tras otra, las pretensiones de Jacobo, dándose perfecta cuenta de que su interés no hacía sino crecer con los desaires que le infligía. Fue un día cualquiera de aquella época, cuando compró una tela vaporosa, de gasa doble, y comenzó a confeccionarse un vestido largo de novia.

Una luminosa mañana de primavera el caballero se casó. La carpa del banquete se había montado a la orilla de la laguna por expreso deseo de la novia. Apenas había comenzado el festín, cuando Leocadia, desde la orilla opuesta y a la vista de todos, se fue introduciendo en el agua con su vestido blanco que se iba abriendo a su alrededor como los pétalos de una enorme flor. Todos los asistentes al convite enmudecieron al instante, paralizados, mirando con horror cómo la joven desaparecía suavemente bajo la superficie del agua.

Rastrearon el fondo sin ningún resultado. Finalmente decidieron dragar la laguna y, aunque encontraron el vestido, la muchacha nunca apareció. Tres días después, Jacobo flotaba boca abajo en aquellas fangosas aguas.

Aquel verano, lo que aún quedaba de laguna se fue consumiendo y terminó por secarse. Los lugareños comenzaron a referirse al paraje como el Sueño de Leocadia. Las mujeres se santiguaban cada vez que pasaban cerca y los hombres evitaban cruzarlo, prefiriendo dar un rodeo para no pisar aquel suelo que parecía quejarse cuando el barro seco se desmenuzaba bajo la presión de sus zapatos. Desde entonces, nunca más tuvo agua la laguna.

Todo el que quiera verlo que se acerque a Pedrosillo y comprobará que en primavera, por la fecha en que la muchacha desapareció, el sitio donde se encontraba la laguna se cubre inexplicablemente de azucenas, creando una gran mancha blanca con una forma que recuerda a un corazón.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS