La
conocí hace tan solo veinte años en la peor cafetería de la
ciudad. Desde el instante que la vi,
supe que pasar toda una vida a su lado sería poco tiempo. Nos
compenetrábamos a la perfección, como si nos conociéramos de antes
y quisiéramos descubrirnos ahora. Quedábamos
allí casi cada tarde y
hablábamos
de cualquier tema, me
resultaba
interesante por muy trivial que fuera,
admiraba su forma de expresarse y ella sabía escuchar mejor que
nadie. Comentábamos
el pesimismo de Antonio Machado y debatíamos si había que
considerarle un gran poeta teniendo en cuenta que se casó con una
niña de quince años siendo ya
un hombre de treinta y cuatro. Charlábamos
de la radiante voz de Aretha Franklin y
su condición social como mujer negra. Reíamos, sin motivo aparente, simplemente éramos felices.
Bailábamos porque a ella le encantaba, yo no tenía ni la menor
idea, pero a ella le hacía tanta gracia que no me importaba hacer el
ridículo, por eso no me
esforzaba cuando
ella intentaba enseñarme, para
que continuara con esa sonrisa. No
recordaba ningún momento en que no
esbozara una de esas lunas menguantes, me gustaba llamarlo así
porque ella era luz en la oscuridad. Yo
era el sol que necesitaba calmarse
porque no paraba de dar calor y no se fijaba que merecía un descanso.

Después
de este primer mes, me sucedieron los dos acontecimientos más
relevantes de mi vida. Nos
habíamos enamorado tanto que
el café de aquel tenue lugar nos transportaba a Colombia.
De forma paralela, me
diagnosticaron retinosis
pigmentaria, una
enfermedad hereditaria que me
conduciría lenta y progresivamente a la ceguera, mi campo visual se
reduciría, me afectaría a la visión
nocturna, los deslumbramientos me molestarían y se alteraría mi
percepción de los colores. Aunque
fue una noticia dolorosa, a ella no pareció importarle, nunca se
amedrentaba ante las adversidades, tenía una fortaleza envidiable
que conseguía transmitirme con facilidad y me ayudaba a no
resquebrajarme.

Nuestra
relación continuó sin sentirnos
abatidos por la situación. Apreciaba todos los momentos que la veía
intentando conservar
cada segundo en mi memoria. No había ninguna circunstancia en la que
no fuera hermosa, recién levantada, preparando el desayuno,
arreglada para ir al trabajo, en pijama, despeinada,
atareada, estresada, cabreada, llorando, vestida
para una cena familiar… Pasase lo que pasase, no le suponía
esfuerzo deslumbrar una de sus hechizantes
lunas menguantes. Yo decía que
era una mezcla entre una tormenta de verano y un campo de flores en
el que abundan las rosas. Me abrumaba más la idea de no acordarme
de ella detalladamente
que la de la invidencia, ya que
esto último no dependía de mí.

En
el transcurso de estas dos
décadas hubo muchos
cambios. El más
importante fue el nacimiento de mi hijo. Físicamente no se parecía a mí,
pero compartíamos las mismas
manías y un humor similar.
Le hicimos la prueba para asegurarnos si él padecería retinosis
pigmentaria. No se asustó en ningún momento, demostraba la
entereza de su madre y el ímpetu de su padre, nada le atemorizaba.
Milagrosamente, salió negativo. Lo
celebramos yendo al cine, que era la pasión de mi hijo, peculiar a
los demás niños, pues él solamente quería ver las películas en
versión original, decía
que así se disfrutaba
mejor. Aseguraba que
como yo no podía diferenciar bien la expresión de los personajes,
poder distinguir el tono que emplean en las distintas escenas, me
ayudaría a erizarme la piel, algo que a él le fascinaba porque era
inevitable. Ninguno
era capaz de controlarlo y a todo aquel que le sucedía era porque estaba ocurriendo un hecho sobrenatural,
maravilloso o espantoso. Él lo
calificaba
el sexto sentido, perceptible para todas las personas.

Su
actor favorito era Brad Pitt, le asombraba su interpretación en
“Benjamin Button”. Bromeábamos diciendo que él sufría un caso
semejante al suyo. Mientras yo me hacía mayor, le vería
peor, y por mucho que él creciera, mis recuerdos más nítidos
serían los de su infancia, así que siempre me lo imaginaría como
un bebé, no podría
averiguar las arrugas que le saldrían a causa de sus carcajadas y sus
rabietas.

A
raíz de decorar su habitación
cuando mi mujer estaba embarazada, me aficioné a hacer manualidades
de atrapasueños. Pensé que me
serviría de terapia, era
una
forma de utilizar
los colores antes de perder su percepción. A
veces reunía en uno la gama cromática entera, otras solamente las
distintas tonalidades de un único pigmento, también intentaba
imitar alguna imagen con
multitud de matices, como un paisaje sencillo, una mariposa, un
arcoíris,
algunas especies de escarabajos y ranas… Era divertido e ingenioso,
podía dedicarle horas, días,
o incluso semanas. Era
demasiado minucioso.

Además,
intentaba retenerlos en mi
mente, así comprobaba diariamente que seguía viéndolos igual. A mi
mujer no le gustaba que hiciera eso, me reprochaba que era un castigo
que me impediría avanzar, le gustaba el
entretenimiento que había
escogido para deleitarme de aquello que luego no podría hacer y apreciar lo que la mayoría
tenía y pocos valoraban, pero no esa condena que implicaba levantarme
una mañana y observar que había cambiado, no sabría qué hacer y
empezaría a preocuparme por el olvido. Ella prefería que yo me
limitara a vivir, como hacíamos antes. Por mucho que lo intentara,
jamás llegué a hacerle caso.

Toda
la casa acabó
completamente decorada por los atrapasueños, no
quedó una esquina sin uno de ellos, los nuevos los tenía que
regalar, raramente
los vendía y si lo hacía era a un precio simbólico.

Mi
campo de visión se redujo de
forma gradual. Primero era como
el objetivo de la cámara
de Chris Burkard, posteriormente nos vi casados en “El beso” de
Francesco Hayez, a mi hijo en “El balandrito” de Sorolla, frente
al espejo presentaba la melancolía de “El doctor Paul Gachet” de
Van Gogh, que pasó a ser una extraña fusión entre “El caballero
de la mano en el pecho” del Greco y “El grito” de Edvard Munch,
acobardado frente a la llegada
de “Saturno devorando a su hijo” de Goya, burlón
por la posible aparición
del “Guernica” de Picasso. Mi
esposa se había convertido en “La Gioconda” de Da Vinci, ya no
distinguía sus lunas menguantes de su seriedad.

Conforme
aumentaba mi enfermedad, la casa sufría modificaciones. A los
atrapasueños les había añadido cascabeles, lo cual me servía como
orientación. Puse
pequeñas luces en los interruptores que me guiaban
por la noche sin necesidad de encender las bombillas, así no me
abatía por mi perdida de visión nocturna, ni me aturdían los
destellos.

Fueron
otros los aspectos que obstaculizaron nuestra rutina. Vivíamos
en una casa grande, situada en
mitad del bosque, alejados de vecinos, en la planta baja estaba la
cocina, el comedor y salas destinadas para el ocio, en la de arriba
las habitaciones y los despachos. Abajo había un sótano espacioso
que utilizábamos como trastero y como garaje, cabían nuestros
coches y el de algún invitado. El amplio jardín era
el paraíso para nuestra perra, la adoptamos a petición de nuestro
hijo que era un amante de los animales. Acabó
siendo la más mimada de la
casa. La habíamos educado para
que solamente ladrara con la presencia de
extraños, por eso cuando hacíamos reuniones de familiares y amigos,
se mantenía sosegada.

La
familia que habíamos construido, con el tiempo se desmembró.
Nuestro hijo, que ya tenía doce años, residía en casa
de sus abuelos maternos porque estaba más próximo
a escuela, muchos fines de
semana se quedaba con ellos para poder quedar con los amigos. Mi
mujer viajaba mensualmente
por motivos laborales, apenas
planeábamos salidas y excursiones, abandonamos el hecho de estar
juntos, despreciábamos nuestra
compañía mutua, nos
angustiaba de solo pensarlo. Yo me había vuelto agresivo, hablaba
enfadado, no quería oír nada, el más mínimo sonido me irritaba,
excepto el de los cascabeles de los atrapasueños.
Mis
palabras eran hirientes, tenía continuos desprecios, me alegraba de
no divisar con claridad su rostro para no contemplar su llanto, una
tesitura afín a la de “Pescadores en el mar” de William Turner.
Se calmaba cuando teníamos
algún huésped, era un método bastante socorrido al que solíamos
recurrir. Normalmente era mi mejor amigo, se llevaba muy bien con mi
hijo, mi mujer y mi mascota. Con
la estancia de alguien que no es de nuestra familia, mostrábamos
nuestra mejor faceta.

Me
gustaba que jugara con mi hijo, los dos tenían xerosis, así se
denomina a la sequedad de la piel. No
es nada grave, pero al chico
le daba complejo, lo llevaba mal, detestaba la crema. Los dos jugaban
a que eran escamas y se pasaban horas en la piscina, decían que
hasta que no se les arrugara el ombligo, no saldrían. Aprovechó
para instruirle acerca de la natación, el
pequeño aprendía rápido.

Mi
mujer permanecía fuera y la razón no era el trabajo, sino yo, pero
no me importaba, mi susceptibilidad venía por gestos
más banales. Aprovechaba mi soledad para no pagar mi frustración
con nadie, poco a poco fui
obteniendo el alma de Cerbero, no permitía que nadie sobrepasara los
límites que yo había impuesto. Separaba la vida terrenal del
infierno que yo mismo había creado, no permitía que entrara nadie,
aunque mis demonios se escapaban sin hallar resistencia, eso
era lo que me difería del verdadero Cerbero.

Ella
se había vuelto a ir, tenía toda la vivienda vacía para mí. Decía
que no se cogía vacaciones para no estar conmigo. Era
la noche de verano de un martes
de agosto, había
una tempestad que no cesaba ni pretendía hacerlo hasta el sábado.
Como de costumbre cuando
llovía, me bañé en la piscina, sentía que nadaba en mitad del
océano, rodeado de agua, era como un pez que
no se ahoga porque está en su hogar.

Me
lavé
para aliviar
tensiones, lo
hacía con agua fría independientemente de la época del año, me
negaba a hacerlo con agua caliente y que se empañaran los cristales,
no quería ver el espejo más
borroso que de normal. Las
gotas me resultaron especialmente agradables. Me tiré un buen rato,
enjabonarme con el
gel de aroma floral
me hacía imaginar que me caían delicados pétalos de margaritas.
Escuchar al unísono la ducha y
la borrasca era tener en directo un concierto de “Las cuatro
estaciones” de Vivaldi.

Al
salir toqué las toallas, la más rasposa era la mía. Mientras me
secaba, noté una sombra pasar detrás
de la opaca ventana.
Decidí atribuirlo a mi
imaginación. Mi visión era como las pinturas de Goya en su cuarta y última etapa, cansada,
decepcionada, atormentada, oscura, pesimista…

Fui
a hacerme la cena, la radio me
hacía compañía. Calenté la
comida en el microondas, su
estridente sonido de aviso se quedaba atascado, le di dos golpes y
paró. Sonaron
los cascabeles de los atrapasueños del exterior, lo asocié con el
viento. Puse el lavavajillas,
estaba lleno de cacharros, escuché unos sonidos procedentes de la
planta de arriba, pensé que la perra estaba jugando y continué, era
enérgica, pero no destrozaba nuestras pertenencias. Anduve
hasta el comedor para terminar de escuchar el programa, discutían
asuntos judiciales, condenas polémicas, casos sin resolver, estafas,
desapariciones, asesinatos…
Entendí que triunfaban los delincuentes ingeniosos y cercanos a la
víctima. Oí crujir la
madera, provenía de las habitaciones, lo ignoré creyendo que podía
ser de la radio, solían incluir sonidos espeluznantes para captar la
atención del oyente. Si fuera algún desconocido, la perra se habría
puesto a ladrar, serían sensaciones mías. No
me llegué a acostumbrar a la
incomunicación que conllevaba la soledad,
menos aún
en días de tormenta. Prefería estar acompañado, a pesar de los
desagradables altercados que yo provocaba con mi apatía. Ella
tampoco
se mostraba comprensiva, nos habíamos distanciado y nos asqueaba
nuestra existencia y nuestro pasado.

Inmerso
en estas reflexiones, aseguré divisar una sombra tras los cristales
de la puerta del salón.
La
casa entera
estaba ligeramente
a oscuras, quedaron
encendidas las luces de los interruptores que me servían para
guiarme, las mantenía enchufadas pese a que me conocía cada
esquina, cada mueble, cada maceta…
Todo lo que pudiera ser un obstáculo.

Comprobé
que las puertas estuvieran cerradas antes de irme al cuarto a
descansar,
la delantera, la trasera, la de la calle y los cerrojos de las
ventanas. Todo parecía
mantenerse en orden y yo estaba cansado. Subí
sin encender nada que pudiera deslumbrarme y revisé mi mesita de noche. Estaba mi audiolibro que me ponía para
dormir, pero no mi móvil. Lo tenía solamente para emergencias, su
brillo me molestaba y no me gustaba utilizarlo, fue el detonante que
me hizo saber que alguien había entrado. Nadie me había llamado y
yo no lo usaba, por lo que estaba seguro de que
no lo había movido. Revisé
el teléfono y la línea tampoco funcionaba, podía ser la lluvia.
Confuso porque la perra no había ladrado, no sabía qué hacer, no
podía pedir auxilio, me sentía
indefenso. Fui al baño a
intentar despejarme lavándome la cara con agua fresca, al volver me
caí, no era posible, estar acongojado había hecho que me invadiera
la torpeza. Desorientado frente a la incertidumbre, quise
volver a revisar el domicilio acompañado
de la perra para asegurarme de que no hacía
ningún ruido. De
pronto, escuché unos cascabeles, no intuía con exactitud dónde se
originaban, pero estaba seguro que no era de fuera. Todo estaba
cerrado, me había cerciorado de ello con anterioridad, no podía ser
el viento. Nervioso y aturdido, me dirigí al garaje para coger el
coche, no recordaba la última vez que conduje, pero no me lo pensé
dos veces. Cogí las llaves y
bajé con la perra, estaba completamente oscuro, ahí no había
colocado luces en los interruptores, no lo vi necesario. Fui
atravesando aquella estancia
negra hasta llegar al coche, la perra se me escapó y yo no tenía
tiempo de retroceder. Puse el vehículo
en marcha, nervioso de que no funcionara, tardó en arrancar, lo
saqué del sitio, esperaba ansioso a que se abriera la puerta, hacía
mucho ruido y se quedó atascada, tuve que salir a moverla, volví
corriendo, no sabía a dónde iba, pero tenía que escapar lejos.
Iría
a la casa más cercana, el camino era recto en una sola dirección y
no necesitaba salir a la carretera, no constituía un gran peligro.
Alguien encendió las luces,
eran destellos, como si relámpagos cayeran directamente en mis ojos.
Me
senté en el asiento del piloto con
la esperanza de poder huir. Noté
detrás una respiración, rápidamente comenzó a asfixiarme, era un
hombre con un ligero perfume de la colonia de mi mujer, intenté
suplicarle, pero no me salía la voz, le agarré inútilmente del
brazo, tenía el codo y los nudillos secos. Me
dejó inconsciente y luego me asesinó simulando un suicidio con
monóxido de carbono en el coche.

Cuando
supe quién era me relajé. Curiosamente, pensé que estaba en buenas
manos, aunque me estuvieran estrangulando, las había estrechado en
innumerables ocasiones.

Ya
sabía que mi hijo no compartía mi sangre, fingí no haberlo
averiguado y no se lo eché en cara a ninguno de los dos, les perdoné
porque me dejaron compartir con él algo más trascendente que la
genética, pero me lo habían arrebatado con mi muerte.

Inhalando
el aire meditaba. Quizás
ocurriría a la inversa, detrás del túnel oscuro vería la luz de
la que muchos se atrevían a hablar. En ese instante, no me importaba
que me deslumbrara, sabía que como cuentan las leyendas de los
atrapasueños, filtrarían lo bueno dejándolo pasar y
atraparían lo malo, las
pesadillas se quedarían en ellos y los sueños se harían realidad,
nada peor podía suceder.

Lo
que ellos no saben es que ahora siempre les tendré vigilados, yo
era su pesadilla que se quedaría
atrapada en los atrapasueños
que yo mismo había creado. Habitaría
con ellos, disfrutaría
de ver crecer a mi hijo, haría
sonar los cascabeles de forma suave para festejar sus logros y
alborotadamente cuando me enfurezca.

Me
sentí liberado, ya nada era difuso, empecé a recuperar el tiempo
perdido y a ver más clara la realidad.

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