Camisones de hospital

Camisones de hospital

Luisa se pegó a la pared nada más verle. Su corazón se desbocó y, a pesar del frío del alicatado, el rubor culpable de sus mejillas se encendió aún más. El extraño personaje que erraba por la planta octava del hospital, repelía a las pocas almas que con el culo al aire y la vergüenza olvidada se cruzaban en su camino a esas horas oscuras. No le preocupaba el camisón abierto a su espalda, ahora mismo le venía hasta bien, sino que le hubiera leído sus lubricantes anhelos de esa noche.

El hombre pasó de largo y cualquiera habría dicho que ni siquiera reparó en su presencia. Ella tras recobrar la entereza, pero todavía con el pulso acelerado, más por la expectativa que por el sobresalto, dejó atrás los ascensores y se dirigió hacia el baño comunal de ese ala. Su móvil vibró. Lo miró y sonrió colorada. Hizo rápidas ojeadas a los lados, como si alguien le fuera a ver y descubrir lo que leía. Avanzó un poco más y cuando estaba en la esquina se detuvo antes de doblarla. Decidió esperar allí un poco, no quería ser ella la primera en llegar.

Tras tres semanas de tedio en el hospital, estos últimos días habían sido diferentes, incluso apasionantes se podría decir comparados con los anteriores. No solo la mejoría y la perspectiva de un cercano alta le hacían mirar todo con otros ojos, el descubrimiento de una app para conocer enfermos solitarios le había devuelto la ilusión. Pedro, el hombre que había conocido en la aplicación, le hacía reír, emocionarse, ponerse nerviosa, sentirse muy cómoda y atractiva. Había dejado de ser la de la 624 y volvía a ser Luisa. No solo eso, ahora también era preciosa, guapa, encanto y otros apelativos que le devolvían el color a sus mejillas. Él llevaba dos meses ingresado y todavía le quedaba algo de tiempo tras un trasplante, pero eso a ella le daba igual y menos aún saber el número de su habitación. Creía que había conectado a unos niveles como no recordaba haberlo hecho en mucho tiempo. Mantuvieron horas y horas de conversación. Se enviaron varias fotos desde sus respectivas camas. Notaba el deseo que crecía en él y como se convertía en el foco de su atención, más y más, cada día. Así que pensó que si no había encontrado el amor, al menos el sucedáneo que le ofrecía, la satisfacía bastante.

De las charlas sobre sus vidas, gustos, aficiones y patologías médicas; Pedro pasó a valorar su bonita sonrisa. De ahí, ascendió a ensalzar los ojos para acabar, en apenas dos mensajes, en la globalidad de la cara. Luisa contestaba con picardía y segundas intenciones, que eran recogidas con entusiasmo por él, que subía las apuestas. Así, tras varios días de flirteo virtual, los diálogos acabaron por tomar un claro cariz sexual, en el que los juegos de palabras, cuando estaban más vitales, y la procacidad directa, cuando el cansancio y la medicación hacían mella en sus ingenios, eran la constante. Llegados a este punto, para saciar el hambre y la sed que se tenían, habían quedado esa noche en el baño comunal de la planta donde estaba él. Su movilidad seguía siendo algo limitada, pero ella no tenía ningún inconveniente en acudir a sus cantos de sirena.

Desde que durante la cena habían decidido citarse, su imaginación no paraba de visualizar ese encuentro y hasta lo había somatizado de múltiples y húmedas formas. Aquel lugar aséptico e impersonal, le empezaba a ofrecer oportunidades eróticas que ni se le habían pasado por la cabeza en largas semanas de ingreso. Seguro que la silla de la ducha, la falta de ropa y la abertura del camisón hospitalario harían que la velada fuera de lo más placentera y lo menos cansada posible para ambos dadas las circunstancias.

Unos pasos en la oscuridad sacaron a Luisa de sus ensoñaciones y decidió girar la esquina y así aparentar que llegaban los dos en ese mismo momento. Se quedaron quietos. Se observaron en un ensordecedor silencio. Pedro era más alto de lo que se había imaginado, pero no era ningún problema, siempre le habían gustado así. Ese largo instante, plagado de sonrisas nerviosas e intentos fallidos de saludo, acabó cuando ella se echó a los brazos de él con toda la energía que había acumulado y dijo adiós a la 624. Tanta vitalidad pareció activar el endeble cuerpo de él que respondió al envite como pudo y la apoyó contra la puerta mientras se besaban. Las manos de Pedro buscaron con rapidez la trasera del camisón y encontraron su destino con facilidad. Los ansiosos dedos de Luisa de forma un poco más atropellada también supieron llegar al lugar deseado. Él cogió el pomo para continuar en privado lo que ya parecía imparable y éste no giró. Lo intentó un par de veces más porque pensaba que quizá su urgencia lo hacía incapaz de tan fácil acción, pero no. El baño estaba cerrada con llave y tras el estupor inicial, pudieron comprobar que había un cartel que indicaba el horario de uso.

El contratiempo no cortó la excitación de ambos que tanto habían deseado ese encuentro, así que decidieron buscar otro lugar donde continuar sus juegos. Luisa le cogió de la mano y le llevó hacia los aseos de las visitas que había junto a las escaleras. Se cruzaron con un hombre que venía de la máquina de bebidas de la sala visitas y ella se puso delante de él para intentar ocultar el inevitable bulto del camisón de Pedro, que con la visión de la espalda abierta de ella no iba ni mucho menos en caída libre. Tras unas risas vergonzosas y entre provocaciones y palabras confidentes llegaron al descansillo de la planta y Luisa, que se encontraba encendida y dispuesta a dejarse llevar ahora que había dejado de ser un número, cambió de opinión y le convenció para hacer el amor en el ascensor. Siempre lo había deseado y sus miedos se lo habían impedido, esta era su oportunidad. Él aunque no muy seguro por su debilidad, ni se planteó negarse a la petición. Pulsaron el botón de llamada mientras seguían con sus besos. Cuando estaban tan centrados el uno en el otro que la privacidad empezaba a dejar de ser una prioridad, una de las puertas se abrió y al acercarse salió un celador. Luisa apenas tuvo tiempo de taparse con el camisón y entraron mientras el hombre se alejaba con una media sonrisa sin dejar de mirarla a los ojos. Ella le mantuvo la mirada y la sonrisa mientras pudo verle y recibía los besos de Pedro en su cuello.

Decidieron bajar hasta el último de los sótanos y una vez allí, subir arriba del todo. Con el tiempo que llevaban solos, no les haría falta repetir el trayecto. En el momento en el que las hojas metálicas se cerraron reiniciaron sus caricias y fricciones. Al decidir olvidar su recato y lanzarse a su fantasía elevadora, ella no había caído en que ahí no había ningún lugar de apoyo para que Pedro no se cansara más de lo obligatorio. Así que a pesar de sus avances y del placer en el que se recreaban no sabía hasta qué punto podrían continuar. El ascensor hizo unos ruidos, se detuvo en una planta imprevista y se abrió. Con toda la rapidez que pudo él se tapó con el camisón de mala manera y se puso delante de ella cuya ropa ya estaba en el suelo. Tras unos instantes de pánico en los ojos de Luisa, las puertas se cerraron sin que nadie las franqueara. Esto la encendió aún más y desvistió a Pedro igual que lo estaba ella. Ya no solo sus traseros estaban al descubierto. Ante la posibilidad de ser interrumpidos ambos se entregaron aún más por la excitación añadida de la situación.

Un golpe brusco y unos chirridos les despertaron de su vorágine libidinosa. Habían llegado al final de su descenso. El ascensor se abrió y empezó a sonar una alarma que en el silencio del hospital parecía un aviso de bombardeo en el Londres de la Segunda Guerra Mundial. Luisa abrió los ojos hasta sus límites físicos, fijos en la cara de él. No articuló palabra. Sus mejillas de la pasión pasaron al pudor y como si hubiera aparecido por arte de magia en aquel lugar sin conocer de nada a la persona con la que estaba, recordó el número de su cama, recogió el camisón del suelo se lo apretó al pecho y empezó a correr sin mirar siquiera si se cruzaba con alguien en el camino. Pedro no estaba para prisas. Se puso la ropa tambaleante. Salió del ascensor y entró en los baños del descansillo para concluir en solitario lo que había empezado en compañía.

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