Como dos frutas maduras

Como dos frutas maduras

Daniel GS

15/07/2020


Madurar
era esto:
no caer al suelo, chocar contra el suelo, contemplar el pudrirse de la piel
igual que un fruto antiguo.

Elena Medel

Aprovechando que los dos tenían un par de días libres, dispararon varios nombres de ciudades al azar. En estas quinielas siempre se acababan colando Madrid y Barcelona. Quedaron descartadas por lo inabarcables que son en las diecipico horas útiles que disponían de visita, por los atracos que cometían a plena luz del día y con total impunidad los restaurantes por una mísera ensalada y, también, por la resistencia innata a tener que peregrinar siempre a la capital, dos provincianitos como eran ellos. Anda que no habría otros sitios bonitos.

Segovia fue la afortunada. Alguna cosa buena tendría que tener. Y lo más importante: las tendría todas juntas, empaquetadas en un perímetro asumible a pie, libre de empujones, atascos y viajes por el metro, atravesando agujeros subterráneos como si fueran topos.

Llegaron al mediodía, dejaron la maleta en el hostal y se fueron a comer. Tenían bastante claro que en esta ciudad pararse a tomar algo en un bar no sería tan caro, pero estaban tan cansados que entraron en la primera franquicia de comida rápida que encontraron en el centro. El sitio estaba inspirado de manera muy vaga en los dinner americanos de los años 50, probablemente lo más alejado de Segovia que pueda existir. Inés sacó una pastilla de ibuprofeno de su monedero, ese que tenía estampada La noche estrellada. No había sombras en la calle y no eran muy amigos de las gafas de sol. Charlie solía decir que le daban aspecto de pijo cretino, así que siempre llevaba una gorra. Esta vez se le había olvidado.

—Charlie, vámonos a la habitación un rato, a ver si baja el sol. ¿Te parece? —dijo mientras le pegaba un sorbo al refresco. Al hacerlo, dejaba siempre a la vista los dos primeros incisivos.

—Sí, sí. Dios, yo vengo hecho mierda del viaje, y solo ha sido estar sentado unas horitas —. Inés seguía bebiendo. Se le debieron de escapar unas gotas del refresco. Le brillaban los labios con un tono anaranjado.

—Bien.

Cada peldaño hasta la puerta del hostal, en el segundo piso de un edificio desconchado no muy lejos del restaurante, era como un martillazo para las rodillas. Se dejaron tirar en la cama como dos frutas maduras.

—Pues vamos a ir a buena parte así… ¿Te sigue doliendo la cabeza?

—Sí, pero me ha aliviado mucho, es mano de santo esto.

—Qué envidia… Yo tuve muchas jaquecas de pequeño, y me tenía que tomar tantos ibuprofenos que al final tuve que parar. Dicen que te deja el hígado machacado y encima a mí ya ni me hacían efecto.

—Anda, no lo sabía —dijo Inés, y se giró para hablarle cara a cara en la cama—. ¿Y qué tomas?

—Los sigo tomando, pero me duran los dolores de cabeza mínimo una hora, me tengo que encerrar a oscuras en la habitación, en absoluto silencio.

—¿Has probado con el naproxeno? —Se acercó un poco más, y metió su mano izquierda por dentro de la manga de la camiseta de Charlie como si fuera un bolsillo.

—Pues no. Creo que en mi casa nunca hemos llegado a tomar de eso… —Dejó caer su mano sobre el muslo de ella.

—A mí me va mejor el ibuprofeno para la cabeza y el naproxeno para la regla, pero Lucía lo toma para todo. A lo mejor te funciona. —Los labios le seguían brillando —. Y ahora, ¿qué hacemos?

—No sé. Bueno… —La besó.

Antes de que se dieran cuenta se convirtieron en un amasijo desnudo envueltos en las sábanas.

Inés seguía recostada encima. Le gustaba sentir su peso contra él. Una mano aún reposaba sobre su nalga, hincando ligeramente las yemas de los dedos en ella. La otra fue subiendo poco a poco. Se entretuvo un rato acariciando los hoyuelos de la cadera, hasta llegar a su cara, hasta su oreja. Era una oreja pequeña, muy blanca, tenía un pendiente con forma de triángulo negro. La acarició con los dedos mientras ella sonreía, enseñando los dos incisivos de arriba.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —repitió, levantándose un poco, mientras hacía fuerza con una mano contra su pecho. La que le quedaba libre estaba enredaba en los rizos oscuros de Charlie. La cara se le iluminó con el sol de la tarde, al quedar ahora a la altura de la ventana.

—Quédate así un rato.

—¿No te hago daño?

—Antes no te importaba.

—Mira que eres imbécil.

—Es que en esta posición te da el sol en la cara.

—Muchas gracias, Sherlock, no me había dado cuenta, por eso tengo esta cara de estar sospechando.

—Ay, perdón. Es que te da la luz en los ojos… Tienes un brillo diferente. Como de miel.

—Vaya, estás hecho todo un poeta. —Pero sonrió. — ¿Sabes? Ese es el consuelo que tenemos los de los ojos marrones. Luego los ojos azules se ríen de nosotros, y con razón. Es que si me da el sol, se me ven motitas verdes, es que me arrancan destellos amielados… Qué cabrones.

—Cabrones, sí, pero para mí no tienen razón, hay ojos marrones mucho más bonitos que los azules. A ver, los hay marrones y marrones. Como los míos, que son casi negros, ahí no hay nada que ver.

—Eso dices tú—y le miró a los ojos.

Pasó un minuto. Puede que más.

—Charlie, con tu permiso, me voy a bajar ya un poquito que me estoy quedando ciega.

—Vale —dijo riendo—. Igual deberíamos ir vistiéndonos. Segovia tarda poco en verse, pero habrá que empezar, digo yo.

—Bah, mira, pero si desde aquí se ve…. No se ve una puta mierda, es verdad. Pues nada, a vestirse.

Al cabo de un buen rato volvieron a bajar los dos pisos de escaleras, para acabar enfrente del edificio desconchado del hostal. 


—Pues me pasó una cosa el otro día que fui a Segovia, ¿sabes?

—¿Que en Segovia pasan cosas? Primera noticia que tengo —dijo Nacho.

—Que lo digas tú siendo de Teruel…

—¿Lo ves, lo ves? Tengo permiso para meterme con todos los pueblos que me dé la gana.

—El caso es que iba a ir yo solo porque, total, para firmar el examen y volverme para casa como que no merecía la pena.

—Ya, pero te acompañó la contraria, ¿eh?

—No me seas tan rancio. —Nacho se rio. —Sí, me acompañó, por pasar allí el fin de semana y tal.

—¿Y le ha gustado Segovia a Nuria? Porque creo que tú ya estuviste.

—Bueno, sí. Le gustó. Y sí, ya estuve antes. Con Inés.

—Ah…

—¿Tú te crees, que por unas o por otras, acabamos en el mismo hostal?

—Será el único que tengan.

—Joder, tío, cuando muerdes un hueso no lo sueltas.

Nacho se encogió de hombros.

—¿Y qué pasó con eso?

—Ah, no, nada. Solo que… Es la primera vez. Es decir, como es la segunda… Ya me entiendes. La primera ex.

—Igual me meto donde no me llaman, pero… ¿Tocó también la misma habitación? ¿La misma cama?

—No sigas por ahí que no tuvimos el cuerpo para fiestas —dijo, y era razón. A Charlie le entró una jaqueca por los nervios de las oposiciones, aunque solo estuviera para la firma. La tableta de naproxenos le hizo el efecto justo para que pudieran seguir la ruta básica del turista, triangulando el acueducto, el alcázar y la judería. Tampoco les prestó demasiada atención. Tenía imágenes en su cabeza para rellenar un álbum entero.

—Ya, me imagino. Debe de ser raro.

—Sí. No sé. Salir con alguien es una cosa muy seria, y un día resulta que se va todo a la mierda, y al día siguiente… Es un decir, pero vamos, al cabo del tiempo vuelves con otra persona, y se supone que no ha pasado nada. Ya está, así de fácil.

—Fácil será para ti, cabrón, que yo no me he comido una rosca nunca.

—A las segovianas ya las puedes dar a todas por perdidas.

—¿Segovianas? ¿Hay más de una?

Los dos se rieron. Al cabo del rato, pagaron las cañas y se levantaron de la mesa, cada uno a su casa. Charlie llamó aporreando la puerta, como siempre.

—Hola, cariño, ¿qué tal?

—Bien. Con el idiota de Ignacio, ya sabes.

Pasaron al salón. Un ruido de la calle llamó la atención de Nuria y descorrió las cortinas para asomarse a ver qué pasaba.

Nuria tenía los ojos azules y no le brillaban al sol.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS