El collar envenenado

El collar envenenado

Adrián Ramos

15/07/2020

A Manuel se le ha ocurrido una idea. Incluso ha hecho esquemas, fichas de personajes, y tiene una escaleta con los sucesos más relevantes para su cuento. Pero, a pesar de sus treinta años de experiencia en el mundillo, no puede escribir en el ordenador. Así que enciende la chimenea y coge un cuaderno bonito que se ha comprado no hace mucho y que se ha prohibido estrenar hasta tener a punto una historia. A continuación, busca su pluma mágica y un bote de tinta en el cajón de su mesilla. La moja y escribe, en la primera página, tras haber abierto la libreta y haberse empapado de su olor a nuevo, unas letras grandes algo barrocas y estilizadas.

El collar envenenado es el título de su nuevo relato. Ya lo había elegido hace mucho tiempo y estaba deseando verlo impreso en el papel. Después de ponerlo, se toma un segundo de relajación que le produce un inmenso placer.

Su protagonista se llama Sally. Es una mujer inglesa joven y muy bella (cree que, al inicio, los lectores van a considerar que su personaje es poco original; pero, para él, es parte del encanto de su futuro texto). Se la imagina con el pelo negro y algo rizado, blanca como la nieve, con buenas curvas y de estatura media. Se confiesa a sí mismo que solo la puede visualizar con los labios pintados de un rojo intenso, aunque realmente sabe que, al principio, es una mujer sencilla.

La sitúa en casa de sus tíos. Escribe que ella ha ido allí porque hace mucho que no los ve y porque sabe que siempre le regalan algo caro por su cumpleaños. Suelen ser libros viejos que no le hacen mucha gracia, pero no pierde la esperanza. En realidad, no tiene ganas de estar allí. De hecho, Manuel le hace acordarse (mientras se ríe de ella por dentro) de que ha tenido que cancelar una barbacoa en casa de su amigo Robert con toda la pandilla del pueblo. Hace bastante tiempo que no escucha las ingeniosas bobadas de Fernand, que siempre le provocan una carcajada…

Por fin llega el turno de los regalos. Y la sacan de sus pensamientos (aunque a Manuel le cuesta un poco centrarse, porque está pensando en lo irónicamente malvado que es). Su tía le entrega una caja envuelta. Piensa que menos mal que no es un libro, que por muy antiguo y bonito que sea, no va a leer. Se imagina que son unos pendientes, que a su tía le encantan, aunque no comprende por qué, si te estiran la oreja con su peso. Esa es la razón por la que nunca se ha hecho agujeros (Manuel comparte un escalofrío con su personaje al reflejarlo en el papel).

Pero no: es un collar. Lo toma ante la atenta mirada de los presentes y lo examina con el ceño fruncido. Tiene un rubí y una bonita cadena de oro. Su tía ha tenido la amabilidad de bordar sus iniciales en el metal de la parte de detrás de la gema. Por una vez no miente al darle efusivamente las gracias y decirle que le encanta (Manuel se pregunta cómo es posible que a las mujeres les guste llevar una piedra colgando, pero bueno, la vida es así, su personaje tiene la licencia).

Cuando llega esa noche a su casa y tiene un rato para ella sola, saca de nuevo el collar con sumo cuidado, procurando tocarlo lo menos posible. Se quita las camisetas y el sujetador y se lo prueba frente al espejo de su cuarto (a Manuel le daría mucho miedo tener un espejo en su habitación, pero piensa que así su personaje se distancia y se autoconvence de que no está escribiendo sobre sí mismo) y se ve de una forma diferente a como lo había hecho hasta entonces.

He de pedirte perdón por la interrupción, pero quiero avisarte de que mi protagonista, Manuel, va a pasar a un segundo plano de la narración porque me voy a centrar en su historia, la que está escribiendo, que se vuelve interesante y me apetece contarla con detalle. No te preocupes porque tendrá sus paréntesis de vez en cuando.

Se ve hermosa. Ya no es la misma chica. Esa piedra roja, que casi parece un brillante reflejo de su corazón, realza todo su ser. De repente, se sorprende a sí misma comparándose con una flor pura y frágil. Se acaba de dar cuenta de su belleza y cree que se debe al collar. Pero, comparado con esa joya, todo lo demás es feo y hortera. Sus camisetas, hechas un boñigo bajo sus pies, ahora parecen trapos andrajosos. ¡Inadmisible! Así que se propone ir a buscar prendas que puedan acompañar como se merece a su increíble collar.

El domingo (Manuel piensa mientras lo escribe que lo mejor es que las tiendas cerraran como antaño, pues, lo que le espera a su personaje…), Sally se encamina al centro comercial. Primero busca ropa en tiendas baratas. Pero nada está a la altura. Luego pone rumbo a los establecimientos más pijos y lujosos. Encuentra un vestido que cree que puede hacer lucir al collar. Se acuerda de su tarjeta de crédito: tiene algunos ahorros, aunque sabe que los debería guardar. ¡Qué leches!, el regalo de su tía lo merece, así que hace un esfuerzo y promete apretarse el cinturón.

Cuando va con su vestido nuevo camino del trabajo, piensa que no es suficiente, que con esos zapatos que ya tienen hasta manchas de barro, está destrozando todo lo que ha ganado con su nueva tela. Y acepta volver a salir de excursión para comprarse unos tacones (que, al igual que Manuel, siempre ha detestado y nunca se ha puesto porque debe de ser incomodísimo andar con ellos y, además, luego se tienen que formar unos callos y… me da que Manuel no ha conseguido separarse tanto de su personaje como quería). Sus compañeros se dan cuenta del vestido y del collar y le dicen lo guapa que está, aunque cree ver una mueca en sus caras cuando bajan la mirada a los zapatos.

De pronto, se da cuenta de que está en la puerta de una zapatería cara un lunes por la tarde. Al salir, lleva dos cajas de zapatos. Una con tacones y la otra con sus antiguos llenos de barro, pues los nuevos los lleva puestos.

Manuel necesita estirar los brazos. Se levanta, dejando la pluma en el cuaderno, y comienza a girar lentamente la muñeca. Aviva las llamas y se marcha. Vuelve con un vaso de agua, coge la pluma de nuevo, la moja y sigue torciendo la vida de Sally. Porque estar guapa está bien, siempre que te quede dinero para comer.

Nada más llegar, se mira de nuevo en el espejo de su habitación. En un primer momento, se felicita por la gran compra que ha hecho. Los zapatos son los ideales para conjuntar con el vestido. Aunque algo no le acaba de convencer: el collar sigue estando un nivel por encima. Repasa su imagen de nuevo. Y se observa más pálida que de costumbre. Quizás sea esa espina de culpa que tiene dentro por haberse gastado un dinero que no debía despilfarrar. En el fondo (o eso escribe Manuel, que quiere construir un personaje humano e inteligente), sabe que lo que ha hecho ha sido inútil, ya que sigue siendo la que es, por muchas cosas que se ponga (o no, piensa Manuel con una sonrisilla malévola).

Sin embargo, tiene la solución, al menos para su palidez. Por primera vez en su vida, se decide a maquillarse en serio. Consigue por internet (si va a una tienda física otra vez, se le caerá la cara de la vergüenza por no haberse sabido frenar, pero eso solo lo sabemos Manuel y yo) los mejores productos cosméticos del mercado. Ya que está, añade al carrito de la compra un perfume caro y una colonia. Cuando paga, mira por última vez la tarjeta de crédito. No quiere volverla a ver, porque el infarto puede ser grande a la próxima. Se promete parar, se promete no volver a gastar nada en muchos meses. Decide ahorrar en los regalos de cumpleaños de familiares haciendo manualidades. También vender una buena parte de su ropa vieja. Alquila una de las habitaciones de su pequeño piso… Se obliga a no salir a cenar, aunque sabe que le costará; hay algo dentro de ella que le exige lucir su colgante todas las noches.

Manuel hace otra pausa en su escritura. Comienza a sentir lástima por su personaje. Pero claro, a Sally le ha tocado vivir la historia que él quiere contar. Así que toma aire y se obliga a centrarse, apartando su humanidad.

Cuando Sally mira el reloj de pared ese viernes, piensa que tiene que conseguir uno de muñeca, que seguro que conseguirá realzar su rubí y que esa será la solución de sus males. Ya buscará uno… Luego se fija bien y ve que ya tendría que estar en su trabajo. Ha pasado tanto tiempo maquillándose y preparándose para que sus compañeros se pudieran fijar por fin en la cadena sin que ninguna otra cosa pudiera nublar su vista… A pesar de (esta vez sí que sí) llevar los labios pintados de un rojo intenso, haberse puesto rímel y mil (lo escribe un hombre, no sabe cuántas exactamente usan las mujeres, pues no ha sido muy agraciado en el amor, así que opta por la exageración para resolver el problema) capas de crema para la cara, se nota algo extraño en el rostro. ¿Pueden ser ojeras? ¿Se lo está imaginando? De cualquier modo, decide que es hora de dar por terminada la tarea y de ir al trabajo. Por desgracia, no puede correr porque le llorarían los ojos y se estropearía todo (a Manuel no se le ocurre una mejor justificación). Nada más llegar, pide disculpas. Su jefe le dice que no se preocupe, que un día es un día (si fuera a ser una sola vez… piensa Manuel, y también piensa que es normal que no le digan nada, con lo buena que está; el mundo funciona así, se dice para justificar sus desvaríos. También decide que es mejor privar a su personaje de todas estas reflexiones…).

Sí, se repite también el lunes siguiente.

Cierto día, cree darse cuenta de qué es lo que falla. El rubí pide otras joyas. Así que, a los veintipico años, se hace los agujeros en las orejas y va en busca de unos pendientes. Los buscará con zafiros, para que sean distintos al collar y lo dejen brillar, acompañándolo. Eso sí, han de ser de oro para que tengan un nexo.

Manuel, que ha superado su momento de debilidad, decide volver a fastidiar al personaje. Así que hace que tenga una agenda apretada y que el único momento en el que pueda ir a por los pendientes sea a la hora que se celebra otra barbacoa en casa de Robert. Haciendo que Sally decida no ir con sus amigos para solucionar el problema, pues sería nefasto tener que esperar una semana más.

Cuando por fin los tiene, se encuentra más fea. Se ve a sí misma con la piel tirando a grisácea. Así que, a pesar de que intuye que en su trabajo están bastante molestos con su actitud y que no va a poder seguir allí mucho tiempo, decide ir a por anillos, pulseras, incluso ropa interior más glamurosa. A ver si por fin se puede ver bien.

Pero ¡sorpresa!, no funciona. Y encima, al día siguiente la despiden. Se ve obligada a acudir a sus padres, incluso a mudarse con ellos y a vender el apartamento. Eso sí, el espejo lo mantiene y se lo lleva. Ahora es su mejor aliado.

Cierto día, se le ocurre que a lo mejor el problema no es la ropa, sino su pelo, sus uñas… Comienza a ir a la peluquería a alisarse el cabello de vez en cuando. No se lo tiñe (para Manuel, eso es un crimen y por ahí no pasa, aunque sabe que la historia ganaría veracidad si su personaje lo hiciera, pero para eso es el autor y lo está escribiendo). También se empieza a hacer la manicura y la pedicura y a depilarse a conciencia. Sigue sin estar contenta. Se mira y nota que le falta algo. Y le pesa enormemente en su alma (Manuel no es creyente, pero no encuentra otra forma de escribirlo, así que se obliga a ponerlo, aunque niega mientras lo hace). Prueba con muchos peinados, incluso se atreve con unos rizos y se corta un poco el pelo, es consciente de que, si se pasa, no hay vuelta atrás. Mientras la peluquera le habla, ella piensa en qué top y qué falda podrían acompañar mejor al collar y en que tiene que ir después a probárselo a alguna tienda. Ne-ce-si-ta verse bella cuando se mira en casa de sus padres. Pero ya acumula una deuda notable, ha perdido su trabajo y hace muchísimo tiempo que sus amigos no la invitan porque ella no va a sus fiestas. Se acuerda de que ya no se ríe con Fernand (Manuel ha tenido que volver atrás en la lectura para encontrar el nombre que le había puesto al amigo bromista). Aparta esos pensamientos y vuelve al top.

Manuel se levanta del asiento angustiado. Tiene un grave problema. Su intención es resumir lo que queda de la historia, pero se maldice por haber escogido contarla en presente. Quiere hacerlo en pasado, que queda muchísimo mejor; lo que supondría tener que ir corrigiendo cada verbo de uno en uno desde el inicio e ir poniendo tachones, destrozando su cuaderno querido y emborronándolo todo. Pero Manuel es un tipo con suerte, porque, de pronto, como si una musa se lo hubiera susurrado al oído, se le ocurre una idea.

Así que coloca a Sally en un callejón, impecablemente vestida, pero con los ojos desorbitados. Está apuntando a un transeúnte con un cuchillo. El pobre hombre se palpa tembloroso los bolsillos, con la cara enrojecida y con movimientos bruscos. Sally comienza a impacientarse y mira su reloj.

TIC

Y se acuerda del día en que llamaron al timbre de su casa cunado no había nadie más. Tardó un rato en reaccionar. Finalmente, puso la mano en el pomo, aunque se detuvo para mirar quién estaba al otro lado y reconoció a su amigo Robert. Él tocó de nuevo, pero ella se quedó plantada. Como si supiera que Sally estaba al otro lado, le dijo que todos la echaban de menos, que había sido duro ver cómo se alejaba de ellos y que sólo quería hablar. Mientras tanto, Sally había estado inmóvil, con la oreja pegada a la puerta (vaya situación más desagradable, piensa Manuel mientras escribe el recuerdo). Robert siguió contándole que sabía que la habían despedido y que había tenido que vender su casa. Sally quería abrir, pero no podía dejar que la vieran tan fea. Su amigo había hecho un último intento invitándola a una barbacoa en su casa esa noche. «Espero verte allí», esas palabras se le habían quedado grabadas. Finalmente, oyó sus pasos: había desistido. Ella se deslizó lentamente por la puerta y acabó llorando de rodillas (hay que darle alivio momentáneo, piensa Manuel). Tendría que haber ido.

TAC

Sally agita el cuchillo frente a la cara de su víctima para que se dé prisa. Mira a ambos lados para cerciorarse de que no hay testigos. El hombre encuentra su cartera y empieza a abrirla torpemente.

TIC

Se le cruza por la mente el momento en que sus padres entraron en su habitación, con el semblante serio, pero decididos. Le dijeron que no podía continuar así. Que sabían que les estaba robando y que tenían miedo de que los arrastrara en su hundimiento. Así que, tras un silencio absoluto y eterno, lo soltaron: «Tienes que irte de esta casa». Era irrevocable. La habían echado (y mucho han tardado, piensa Manuel al escribirlo, yo lo hubiera hecho antes). Se llevó enfadada y triste toda su ropa. Intentaron impedírselo, pero no pudieron. También se llevó a su mejor aliado: el espejo, el único que siempre veía el collar.

TAC

El hombre saca varios billetes. A continuación, le muestra la cartera vacía. Sally alarga su mano izquierda para cogerlos. Sin embargo, en el último momento, recapacita y baja el cuchillo. El hombre aprovecha para huir. Sally se tira al suelo y comienza a llorar. En su cabeza sólo oye un sonido: TIC, TAC, TIC, TAC…

Manuel ve en ese momento la oportunidad de escribir el final que tenía pensado para la historia: la mandará a lo alto de un puente a suicidarse. De hecho, piensa hacer que el collar la hunda con su peso en el agua y que mucho después aparezca en la orilla y lo encuentre otra joven hermosa (es cruel, pero es su historia).

No obstante, Sally no quiere morir. Ella quiere luchar. A duras penas, tirando de ella, Manuel la consigue llevar al puente y, con esfuerzo, consigue subirla al borde. Inexplicablemente, ella no salta. Las palabras no se escriben. Se cambian. No puede controlar la historia. Sally, su personaje, lo desobedece (hasta en esto soy un desgraciado, piensa). En su lugar, coge el collar y lo tira al río, viéndolo hundirse. Va despareciendo en el fondo lentamente a la vez que se aclara su propio reflejo en el agua.

Manuel se levanta de un salto de su asiento, alterado. ¿por qué ha escrito eso? Da vueltas por la habitación y, mientras reflexiona, aviva de nuevo las llamas. Ya asoma la noche. De repente, se da cuenta de algo. Coge la pluma del escritorio y la lanza por la ventana. Dice en voz muy alta, a gritos, que ya no es escritor, que se va a vivir su vida. Y…

¡Oh!, Dios mío, ha cogido el cuaderno nuevo con las letras barrocas de título y se está acercando a la chimenea.

¡No! ¡No lo tires!

¡Mierda!

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