Las repentinas reformas del panteón familiar

Las repentinas reformas del panteón familiar

Sucedió en un pueblo con un pequeño cementerio, sin médico ni iglesia, un reducto de casas deshabitándose en medio de la meseta castellana que esperaba su certificado de defunción.

Era un lugar yermo, raso y desabrigado.

El padre Abilio se presentó a mediodía en la casa, con el tañido melancólico de la campana de una iglesia de un pueblo aledaño que avisaba a los vecinos de la comarca de los sucesos importantes.

El cura detuvo su ruidosa motocicleta, un perezoso motor eléctrico que a regañadientes conseguía obrar milagros, permitiendo al párroco visitar en sus quehaceres a los feligreses por el vasto páramo castellano.

La sotana azabache del padre Abilio contrastaba con el blanco del alzacuellos religioso. El sacerdote apagó el motor de la motocicleta y sintió el silencio de un lugar frío y desamparado.

Dos golondrinas refugiadas en el alero de la casa que visitaba iniciaron el vuelo asustadas.

Felisa vestía de negro riguroso, y recibió al padre en la puerta de la vivienda buscando el consuelo del religioso mientras la familia lloraba al difunto en la mortecina habitación de la casa.

Acompañó, después, unos pasos al sacerdote cuando éste apoyó la motocicleta roja en el ciprés verde del camino.

Los cristales de la casa estaban empañados por el hielo de la noche y la cencellada invernal lo inundaba todo en el exterior, fabricando reflejos e imágenes irreales.

Hubo entonces unas primeras palabras de consuelo espiritual y el gesto de persignarse de ambos, viuda y sacerdote, con la mano derecha y un silencioso y lacónico <<Que Dios lo tenga en su reino>>.

El padre Abilio siguió a Felisa cuando la viuda traspasó el umbral de la puerta de la casa, distinguiendo a su paso en las paredes los aperos de labranza, y percibiendo el confortable calor que procedía de la chimenea de la cocina.

Sujetaba el religioso en su mano derecha un rosario de cuentas de madera de olivo de Tierra Santa y, en la otra, una biblia desgastada por el lomo con el cuerpo dorado por donde sobresalía un lazo negro deshilachado: el marcapáginas que señalaba al sacerdote la lectura oportuna en el momento final.

En la habitación del velatorio y frente al cuerpo inerte, pálido e inmóvil, se persignó ceremoniosamente el padre Abilio, y habló despacio para los allí presentes en un tono de lamento. Dos cirios encendidos acompañaban al féretro.

– Siento que Hilario se fuera sin el último sacramento.

– Fue en la noche de ayer, padre, todo fue tan repentino…, – contestó Felisa.

Le explicó que estaba alegre y que gozaba de buena salud, que cenó con gusto el guiso caliente que le preparó, como siempre, tras volver de faenar en el campo. Un síncope, un accidente nervioso súbito, algo que nadie se esperaba. El médico sólo pudo certificar la muerte bien entrada la media noche.

El dormitorio del difunto estaba presidido por la imagen nazarena de Jesús de Medinaceli, y aunque el cuerpo de Hilario estaba frio, aún no había indicios del olor inexorable de la muerte.

El sacerdote pronunció despacio las palabras del evangelio, una letanía recurrente en sus largos años de ministerio, al tiempo que imponía las manos por el cuerpo inanimado del muerto, paseándolas desde la cabeza hasta los pies y cruzándolas desde un hombro hacia el otro, trazando así una cruz imaginaria.

Entre tímidos sollozos, la familia siguió en los rezos y en las plegarias al padre Abilio, dos padres nuestros y un ave maría.

Un murmullo de oraciones y de lágrimas revoloteó sobre el fallecido en su lecho de muerte.

Hilario, postrado, parecía presentir la energía de la gente a los lados de su cama, con su mente borrosa, los sentidos confusos, los músculos acalambrados y un cansancio vital que le inhabilitaba para cualquier pensamiento; la elipsis, quizás, de un viaje confuso entre dos mundos, el cielo y la tierra.

De pronto, sobre una letanía de oraciones, y entre el murmullo de bienaventuranzas y súplicas, el cuerpo de Hilario pareció despertar de un perezoso letargo.

Al principio, fue un movimiento imperceptible de los ojos, notándose los globos oculares pasear bajo sus párpados cerrados. Al cabo, fue una indeleble y breve sonrisa en los labios, una imaginaria muesca nada más.

A continuación, el muerto, Hilario, abrió los ojos sin ningún brillo de vida ante el estupor de la comitiva familiar.

El padre Abilio, de frente en la escena, se atrevió a opinar:

– Es un acto espontáneo, algo reflejo, involuntario, un movimiento que la ciencia no ha llegado a diagnosticar; espasmos de muertos, los estertores postreros … -desdeñó-, el sacerdote.

Pero Hilario, resucitado, giró bruscamente el cuello mortecino y dirigió la mirada perdida buscando la de su esposa. De su boca, débilmente, se escuchó:

– No hagáis caso a los matasanos, ni a los iluminados que con alzacuellos dan la paz prematura de buena voluntad. De ésta, Felisa, no me vayáis a enterrar.

Bajo el ciprés, el clérigo arrancó su vieja motocicleta musitando plegarias y aleluyas al Dios de los cristianos; se persignó una vez mas y avanzó por el camino con la mirada puesta en el cielo mientras superaba la verja del cementerio.

 

 

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