Las zanahorias diminutas ·

Las zanahorias diminutas ·

Elena Solera

02/12/2020

–Por favor, no metas el dedo en la crema.

Desde atrás la abraza, pega su cuerpo al de ella y enrosca su cuello, la barba rozándole los tirantes del mandil, impoluto, con un remiendo de pespuntes blancos en la esquina de la derecha. Ella con miedo de que algún pelo negro y rizado caiga sobre la mezcla del bizcocho. “Piensa rápido”, se dice a sí misma y enumera las razones que puede darle para que salga de la casa, no sé, media hora, veinte minutos… Si tan solo la dejara cocinar en paz. La señora Manuela se lo había dicho el lunes. “Si me traes otra tarta como ésta, te aparto de las camas y te vienes a la cocina. A ninguna de las niñas de la escuela le queda como a ti”. Era ya miércoles y… no había sacado tiempo. Los niños, el hotel, la casa, la compra… Todo se le juntaba como trapos de cocina sin lavar. Se hizo un moño alto, como había visto hacer a las bailarinas y a las reposteras de la tele. Manos a la obra. Era tarde, muy tarde. Y como muy pronto la tarta estaría lista mañana.

–Es que me encanta tu salsa de queso… Y cómo hueles tú después de prepararla. Eso también me gusta mucho.

La mano nudosa y velluda se desliza sobre el vientre de ella, por encima del mandil enharinado. El polvo de trigo se levanta y se mezcla con las luces del atardecer de invierno. Queda muy poco para salir a recoger a los niños al colegio. La tarta debería quedarse en el horno y así la podrá desmoldar a su vuelta. Ya fría, la cubrirá con la crema y con las diminutas zanahorias de fondant que ha comprado en el supermercado. Un poco menos de carne en el cocido de esta semana. Ojalá que él no se dé cuenta. La mano de vello cano y moreno sigue bajando hasta que le provoca unas cosquillas que pican.

–Déjame, hombre.

Y con una batida de cadera se lo saca de encima y lo desplaza unos centímetros hacia atrás. Al estirar el cuello, se le ha escurrido un mechón color miel del moño. Flota en el aire hasta que se posa junto a la oreja derecha como una pluma. El dorso de la mano autómata lo empuja atrás sin soltar el batidor, como cuando se agacha a pasar la aspiradora por debajo de las camas cogiendo la colcha por la esquina. Ella no tiene la fuerza de arrastrarlo sólo con una sacudida; pero el gesto es tan evidente. El hombre se apoya en la mesa de la cocina sin mirar qué hay sobre ella. Los pantalones de pana absorben un poco de leche y levadura que se habían derramado sobre la superficie. Entre los rizos morenos que le caen por la cara, los ojos azules se retuercen. Siente que se le hace de menos. En esa casa siempre se le hace de menos. Su opinión no cuenta. Nunca. Ni tampoco ahora. No se le ve. Los esfuerzos que él hace. También busca dinero. Donde haya. Pero es que ya no se le ocurre nada más. Ella añade el azúcar a la mezcla y bate con más fuerza, como si tuviera que convencerse a sí misma de que acabar aquella tarta es su único deber, una misión, una oportunidad, la última, una puerta que permanecerá abierta sólo durante unos minutos más. Atrás, apoyado sobre la mesa, él barrunta una respuesta como el perro que mea el territorio por instinto. Otea la cocina dispuesta para el combate. Los enseres que sirven para preparar un pastel de zanahoria han acampado de un extremo al otro de la encimera. Están limpios y ordenados, a la espera de la orden que les permita saltar al campo de batalla. “¿Y la crema?”, se pregunta él. Todavía le apetece. Se ha metido en la cocina sólo para ver qué hacía. Estaba aburrido de beber cerveza mirando películas del Oeste. Apoya la mano en la mesa y, de repente, la ve. La crema está justo a su lado. Saca el paquete de tabaco del bolsillo, se enciende un cigarro y fuma. No hay ceniceros a la vista.

–Te he dicho que no me gusta que fumes dentro de casa. Y menos cuando cocino.

–¿Qué te pasa hoy?

–Ya te lo dije. Tengo que hacer una tarta.

–La tarta.

–La tarta.

–¿Y la tarta es más importante que darle un beso a tu marido?

No contesta. Sigue batiendo. Él fuma. Sostiene el cigarrillo con la mano izquierda. Mientras la mira, mete un dedo de la mano derecha en la crema de queso. No agarra una cuchara, no lo roza con la yema del índice… Mete el dedo hasta la mitad de la falange, un poco por encima de un corte que se hizo el otro día aplastando una lata de cerveza, y se lleva la mezcla a la boca. La herida le escuece un poco.

–Te ha salido riquísima, cariño. Cada vez mejor.

Ella gira sobre sus caderas. Sin querer, uno de sus codos tira un bote de canela. El cacharro de plástico no se abre pero comienza a girar lentamente en dirección al borde de la encimera. Cae al suelo y se queda inmóvil junto a la zapatilla de paño de la mujer.

–¿Te puedes estar quieto de una vez?

Él sigue fumando y exhala el humo de cada calada muy lentamente.

–Cuando las cosas son para otros…

Ella se da la vuelta y sigue batiendo. Los rayos del sol se inclinan hacia el horizonte cada vez más rápido y entran por la ventana casi directos a sus ojos. Toma un tarro de nueces peladas con la mano derecha. El mechón de pelo se le ha caído de nuevo y le estorba la vista porque se ha detenido justo frente a los ojos. La tarta casi está lista. Ahora, por un breve intervalo, con los rayos del sol alumbrándole las arrugas de los ojos, no parece una auténtica repostera sino un ama de casa cansada. Las varillas vuelan de nuevo hacia la mezcla. Sólo un par de batidas más. La vierte en el molde untado de mantequilla y espolvoreado con unas pizcas de harina. Mete la tarta en el horno y se vuelve hacia la crema y las figuras de fondant con forma de zanahoria que esperan en la mesa. Las guarda en el frigorífico. Las pone bien atrás, y muy arriba, detrás de un bote de aceitunas y de un táper con acelgas cocidas que dará de cenar esa noche a los niños. Cuando pasa al lado del hombre que fuma, tuerce la cabeza hacia la ventana desanudándose el mandil y la luz ciega de nuevo sus ojos.

–Déjame un trozo en la nevera cuando termines.

–No ha sobrado masa.

–Corta un poco del pastel y lo tapas con la crema.

–Que no, te he dicho.

–Ya veré lo que hago cuando te vayas…

–¡Si todavía no está hecha!

El mandil se queda tirado en el suelo y la cocina repleta de trastos que, como las víctimas de un combate, esperan que alguien los recoja para llevarlos al hospital o devolverlos a sus casas. Armada con su abrigo y el bolso, ella sale por la puerta de la casa para ir a recoger a los niños del colegio y cierra suave, como si dentro quedara alguien durmiendo. Después, él apaga el cigarro en el bol donde han quedado los restos de masa. Mira por la ventana hasta que los rayos de sol desaparecen. Todavía no ha oscurecido del todo. La colilla aún humea cuando abandona la cocina para adentrarse de nuevo en la penumbra del salón.

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