
La abuela Ana fue mi referente femenino primero. Yo la quería, seguramente mucho. Me incomodaba tremendamente cuando papá, a solas, me preguntaba “¿A quién quieres más, a mí o a la abuela?” Yo le contestaba que a los dos igual, pero mentía. La preguntita me parecía una encerrona que se repetía una y otra vez.
La llamaba mamá pero sabía que no lo era. Pasé junto a ella los primeros siete años de mi vida. Años de silencio, de largas horas sentada en una sillita de mimbre junto a su cama, mientras mi abuela descansaba y escuchaba la radionovela que se eternizaba en capítulos sin fin. Era su mayor distracción después del trabajo diario de atención de la casa y el cuidado de tres personas. Yo tenía que ser buena, estar quieta y callada.
Cuando mi padre se empeñaba en que yo también hiciera siesta, me acostaba en mi cama en el cuarto que compartía con ella, me giraba hacia la pared y apoyaba mi dedo índice haciendo fuerza. Las horas, el aburrimiento, convirtieron aquella presión con la ayuda de la uña en un pequeño agujero que iba ganando profundidad. El polvillo caía imperceptible y lento siesta a siesta. Medio oculto junto a la almohada, finalmente el hoyito en la pared fue descubierto con gran enfado de mi padre. Nunca se reparó, así que fui ahondando en él y llegó a cobijar la yema de mi pequeño dedo. Después de eso, sólo me dediqué a contemplarlo.
Las salidas al aire libre se limitaban a los días que papá no trabajaba. Íbamos a los jardines de El Prado o al Parque Rodó, y en verano a la playa, la mayor felicidad de mi abuela. Salíamos de buena mañana con la comida y regresábamos ya sin sol. Mi padre le alquilaba una hamaca y ella se sentía libre junto al gran río con vocación de mar; libre de la casa, de niños, de todos nosotros. Recuerdo que se levantaba la falda hasta media pierna y caminaba por la orilla, con el pañuelo de flores en la cabeza cuando ya no quedaba casi gente.
Yo hacía flanes de arena con mi cubito y me bañaba sin entrar más allá de la orilla. Me daba miedo que me tapara una ola, que mi hermano me diera un susto zambullendo mi cabeza, que algo desconocido me rozara las piernas. El miedo al agua ha sido una constante en mi vida.
Los mayores se olvidaban a veces de ponerme un sombrerito, un poquito de crema, una camiseta de algodón. Todos los años me quemaba y se me levantaba la piel, y el remedio para poder dormir sin dolor era el vinagre. El olor y el roce del pijama hacían difícil el descanso. Recuerdo también dos episodios de insolación que se me grabaron a fuego en la memoria por la fuerza de aquel dolor de cabeza terrible y los vómitos durante la noche, hasta que salía todo de mi cuerpo. ¿Qué era entonces un niño? ¿Qué era yo? No recuerdo una aspirina, una infusión. ¿Qué hacer cuando me dolía el oído? Para los resfríos Vicks VapoRub, para la panza zapallito hervido y las temibles lavativas en los días aciagos de estreñimiento. Ahí se acababan los remedios, no había más. Los mayores vivían inmersos en conflictos que te volvían invisible.
A mi abuela se la consideraba una buenísima cocinera y como tal había trabajado en casas de gente rica desde que muy joven se quedó viuda. Platos fuertes, bien condimentados, que distaban bastante de ser lo apropiado para una niña poco comedora y propensa a indisposiciones varias. No había elección. Mi padre lo arreglaba con un par de azotes o dejándome delante del plato frío en la cocina. Un día alguien tuvo la idea de echar queso en la sopa que yo rechazaba de nuevo. Hebras blancas de queso fundido que se estiraban y no terminaban de llegar a la boca, y la cuchara de nuevo a pescar una bolita suave y caliente. Un lindo juego, al fin.
Pobre mujer. Con una dura vida a sus espaldas, cansada, enferma de un cáncer mal detectado, carecía de ánimo para mayores atenciones con una niña tan pequeña. Me peinaba una coleta bien estirada y me llevaba de la mano cuando salíamos a la calle; lo demás, todo silencio. Algunas veces, me contaba la historia de una joven beatificada de su pueblo que había sido tentada por el demonio, y me enseñaba una estampa con la imagen de tan hermosa muchacha. Creo que en esos momentos me hablaba en su lengua, en mallorquín. Entonces rememoraba las callejas frescas de su pueblo, los escalones a la entrada de su casa de piedra, el olor a pan de la tahona cercana, el aire salino de un mar de verdad.
Ya muy enferma, me separaron de ella. Mi hermano y yo fuimos acogidos por dos familias distintas, buena gente que mantenía con papá una amistad de años. Me llevaron pocas veces a verla al hospital. Subía unos minutos para darle un beso, y aquel sonido del cristal, cuando sin querer le daba con el pie al tarro de drenaje, me llenaba de desasosiego.
Un día papá vino a verme donde yo estaba viviendo todo ese tiempo y le dije “la abuela ha muerto, verdad…” antes de que él hablara. Y no dije mamá.
Creo que de mi abuela tengo muchas cosas. El gesto serio, la reserva de mis asuntos, la sensación de infelicidad. Podría hasta llevar su nombre según tradición en la familia. Con los años se me fue desdibujando en la memoria y hoy creo que fui la última piedrecita de su pesada bolsa de la vida.
Cuando mi hermano y yo regresamos a casa, mi cama ocupó la otra pared del mismo cuarto. El pequeño agujero seguía allí, en el otro lado, ahora solo.


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