Menuda odisea para llegar, su puta madre. Más de tres horas para hacer unos cincuenta quilómetros. O menos. Entre la carretera, que muy bien asfaltada no estaba, y esa terrible tormenta, tuvimos que bajarnos de aquel Mercedes y retirar obstáculos por lo menos catorce veces. Si lo llego a saber ni voy. En serio, esa tormenta era muy pero que muy jodida, parecía que Zeus se había tomado un par de chupitos de tequila y no dejaba de lanzarnos rayos por diversión. A nosotros no nos alcanzó ninguno de milagro, pero de camino pudimos ver a muchos otros que no corrieron tanta suerte.

Llegué cuando ya empezaba a oscurecer. Un amable señor, que supuse sería el dueño, me recibió en la misma puerta y me llamó por mi nombre. Qué atención, qué amabilidad, pensé. Le saludé con la sonrisa que merecía. Acto seguido me agarró del brazo y me mostró el lujoso interior de la casa. Brutal, mucho mejor de lo que esperaba. Un comedor digno de marqueses, así como la sala de estar, las duchas, en fin, todo muy amplio, ostentoso. Finalizamos la visita en mi habitación. Me llevé una sorpresa al comprobar que era compartida, pero bueno, supongo que no había pagado lo suficiente como para tener una propia, y no me importó demasiado. Éramos aproximadamente una veintena repartidos en literas. Caminé en busca de una cama libre hasta que me topé con Alfred. Quédate con esa, te la recomiendo, buen colchón. Amablemente le agradecí el consejo y le hice caso. Desde el primer momento me pareció un buen tipo ese Alfred. Me contó que era profesor de literatura en una universidad del norte. Y se notaba. ¡Qué bien hablaba el cabrón! A veces hasta se atrevía con el latín y decía cosas como vox populi o memento mori, que vete tú a saber qué significan. Yo asentía por no quedar mal, así de claro. Un día le pregunté si había ido a parar a esa casa para escribir un libro y él, tras unos segundos callado, se rió y dijo sí, sí, va a ser un bombazo. Aunque si os soy sincero, en toda mi estancia no le vi coger un boli ni una sola vez. Eso sí, cuando le pedía por su novela, él me contestaba que se estaba escribiendo sola. Y así debía ser…

Alfred me presentó a unos cuantos huéspedes, todos muy educados, pero con escasa conversación. ¿Y me vas a decir que no hay ni una sola mujer? Alfred me miró seriamente y yo le sonreí. Estaba claro, debían estar en otro cuarto. Seguro. Llegamos al final de la habitación y en la cama de la esquina vi una cara conocida. No me lo podía creer. Me acerqué y comprobé que se trataba de Bruno. Él y yo éramos amigos de críos, fuimos al mismo colegio hasta que un día, sin previo aviso, dejó de venir y la señorita Cata nos informó, con lágrimas en los ojos, que a su padre le habían destinado a otra ciudad. Debían ser amantes, por lo menos, para que reaccionara así. Desde entonces no le había vuelto a ver. Le saludé con entusiasmo y me acerqué a darle un abrazo, pero Alfred me detuvo. No, no le toques. Le conozco, somos amigos, le dije. En serio, no lo hagas. Bruno, que permanecía inmóvil, desvió su mirada hacia mí durante unos segundos en los que unos ojos oscuros, perdidos, me dieron a entender que ese tipo ya no era Bruno, sino una sombra de él. Después devolvió la mirada a su lugar original y gritó ¡hijos de puta! Del susto casi me caigo y me agarré a Alfred, que reía, el muy capullo. Es inútil hablar con él, nadie ha podido sacarle una sola palabra con sentido. Me parece que lleva aquí mucho tiempo. Algunos dicen que era banquero, otros aseguran haberlo visto actuar en el teatro, y muchos que trabajaba en un importante diario, pero en lo que todos coinciden es en que lo perdió todo. Alfred me hizo hincapié en ese todo, y yo solté un ah, claro, claro, sin saber muy bien si lo entendía. Hoy parece que nos va a dar la noche con sus insultos, así que acostúmbrate. Bueno, tengo pensado salir por el pueblo, así que no hay problema, le contesté. Alfred me volvió a mirar y sonrió mientras negaba con la cabeza. Después caminó unos pasos hacia la ventana por la que entraba una tenue luz nocturna y me sugirió que me fuese a dormir, que ya era tarde. Finalmente, y dado el cansancio provocado por el largo trayecto, decidí abortar la misión de tomar unas copas y me eché en la cama. Durante la noche hubo tormenta y muchos hijos de puta, pero al menos en aquella habitación no pasábamos frío.

Al día siguiente me levanté hambriento y fui a desayunar junto a Alfred y los demás. Había una cola de la hostia, así que pensé que sería buena idea desayunar por el pueblo, pero cuando ya emprendía mi camino hacia fuera, Alfred me agarró fuerte. ¿Adónde coño vas? Te vas a perder el mejor bufé libre que habrás probado en tu vida. Y, joder, tenía razón. Estaba ex quisito, como decía él, que sabía latín.

Durante los primeros días me costó seguir el ritmo, el dueño nos organizaba excursiones y actividades en grupo. Y gratis. Las tormentas se sucedían, tanto de noche como de día, pero nosotros seguíamos a lo nuestro. Llegaba tan agotado a la noche, que ni me planteaba tomar un buen ron en el bar del pueblo, del que Jan, mi compañero de litera, me había hablado muy bien. No sé qué está mejor, si el ron o la camarera. Madre mía ¡qué piernecitas! Siempre me repetía lo de las piernecitas. Debían ser espectaculares, por lo que se ve. Conseguía dormir del tirón, ya me había hecho inmune a los truenos y a los gritos del pobre Bruno. Me apenaba que nunca viniera a las excursiones, el tío desaparecía después del desayuno y volvíamos a verle horas después ya en su esquina.

Los huéspedes cambiaban, sabías que alguien se había marchado cuando intentabas hablar con él y te encontrabas a otro en su cama mirándote con ojos de tú quién coño eres. Y la verdad, eso me tocaba un poco los huevos, ¿qué cuesta despedirse? Joder. Invítate a unas cervezas la noche antes, qué menos. Aunque lo cierto es que en ese lugar no reinaba el buen humor, y, supongo, que se podía achacar a la ausencia de chicas, porque no, no había una habitación con una veintena de ellas como yo creía, y claro, las chicas alegran a cualquiera. O enojan…

     Perdí la noción del tiempo en ese lugar. Quizás habían pasado meses o tan solo días, pero me había convertido en un huésped malhumorado más, y aquello no me gustaba. No podía seguir así. Esa noche fui a hablar con Alfred para ir a tomar algo, que ya era hora. Pero en su cama había un chaval de no más de quince años que me miró asustado. Me disculpé y busqué a mi amigo por toda la habitación. Nada. Era imposible que se hubiese ido sin decirme nada, aquel jodido cabrón, así que salí y le busqué por las infinitas tierras que rodeaban la casa.

La luna tenía un extraño toque rojizo, y la brisa nocturna me acariciaba la cara llevándome al pasado, como cuando era un niño y corría libre por el mundo. Las olas del mar me susurraban a lo lejos y acudí a su llamada. Mis piernas se movían sin permiso, como si un instinto animal se hubiese apoderado de mí y me dirigía a toda velocidad a la playa. Disfruté del camino hasta que volvió esa dichosa tormenta. En cuestión de segundos, todo eran rayos a mi alrededor. Un sinfín de luces que me cegaban y me hacían tambalear. A pesar de ello, yo seguía corriendo. Me sentía bien. Joder, me sentía enorme. Inmortal. Seguí dando zancadas sin conocer miedo alguno, riendo más que nunca y gritando eufórico, hasta que, finalmente, uno de esos destellos me alcanzó.

Abrí los ojos ante un imponente sol. Había sangre a mi alrededor. Demasiada para ser solo mía. A mi lado había una pila de cuerpos tendidos entre los cuales pude distinguir a Alfred. Grité con tanta fuerza que me debieron oír hasta en el mismísimo infierno. Acto seguido me incorporé como pude sobre mis rodillas y vi a Bruno. Estaba de pie y portaba una pala. A su izquierda, el dueño de la casa le apuntaba con un rifle. Bruno se percató de que había despertado y me miró. Sus ojos vidriosos esta vez sí me reconocían y noté que quería decirme algo. Pude leerle los labios. Lo siento.

Después, levantó la pala y, desviando la mirada, volvió a clavarla en la tierra.

¡Hijos de puta!

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