El último Hombre del Bosque

El último Hombre del Bosque

El denso bosque, tropical y frondoso estaba formado por árboles de grandes dimensiones; algunos medían incluso más de cuarenta metros. Sus cortezas eran de color gris, los más viejos tenían escamas marrones, duras, con grietas longitudinales a lo largo de sus troncos. Cada árbol poseía muchas hojas ovaladas, y cada hoja tenía una extremidad alargada en la punta que albergaba una gota de agua. De los árboles surgían perfumados racimos de flores, con cinco pétalos blancos por fuera y una banda rojiza interna. Los troncos expulsaban una resina olorosa, de color miel, densa, viscosa, adherente. Era un bosque húmedo, tupido de especies diferentes, y colmado de vida. También había árboles que tenían las ramas negras, con hojas alternas, erguidas, verdes y amarillas, con las venas salientes. Eran árboles de segundo orden, más bajos que los anteriores, pero igualmente corpulentos, muy estimados por una fauna única y original, muy queridos porque albergaban flores y hierbas ricas y prósperas.

Entró Pongo, el Hombre del bosque, en una minúscula zona tupida de la selva, antes inmensa. Le llamaban así, el Hombre del Bosque, porque no podía vivir en otro sitio. Era alto, más de lo normal, medía casi dos metros; los brazos eran desproporcionadamente largos para su altura y pesaba más de noventa kilos. Tenía la cabeza grande y un rollizo cuello; su pelo era rojizo, largo, recio pero suave. Había cumplido cuarenta años. Extrañas adiposidades aparecían en su cara, cúmulos de grasa almacenada debajo de la piel, que, al contrario de lo que se pudiera pensar, le conferían un rango de autoridad. En contraste, la poderosa y larga mandíbula y la prominente boca le daban un aspecto cómico.

En los tiempos buenos, levantaba Pongo su hogar en los árboles, su nido, su refugio. Era inteligente, conseguía construir herramientas con pericia, y utilizarlas de una manera sofisticada. Le apasionaban las frutas coloridas, frescas, maduras e inmaduras que las numerosas especies de árboles le proporcionaban. También se alimentaba de miel y de vez en cuanto añadía a su dieta insectos, como hormigas o termitas, que sacaba con una herramienta fabricada, del hueco de algún árbol. Y Pongo, en alguna ocasión, merendaba algún proteínico huevo, aunque no era lo más habitual. Otras veces, cuando necesitaba aliviar dolores estomacales, engullía arcilla o tierra, y de esta forma su dieta se veía aumentada con nutrientes minerales, aunque él no lo sabía.

Aquel día, Pongo fue a la zona tupida, contempló la selva y buscó algún grupo con el que compartir la hora del almuerzo. Vivía solo, cuando el alimento abundaba hacía vida social durante las comidas, pero estas reuniones habían cesado tiempo atrás. Cansado de la soledad impuesta, deseaba encontrar compañía.

La enmascarada labor de Pongo era desperdigar semillas jornada tras jornada, para que la floresta se mantuviera y no desapareciera. Para que el bosque continuara viviendo. Esta tarea cada vez le causaba más pesar, cada vez era más difícil hallar semillas y regenerar el bosque, porque el bosque era, día tras día, más pequeño. Cada primavera había menos flores blancas y rojas, cada mes crecía menos vegetación, cada semana encontraba menos hombres del bosque.

Pero ese día, no vio ninguna flor blanca y roja, apenas percibió vegetación y no encontró ningún compañero con el que compartir su tiempo. Ese día… el bosque cambió.

Estaba Pongo buscando algún congénere cuando divisó los árboles derrumbados. Días antes observó cómo se habían desvanecido algunos, de forma alterna, sutilmente ordenados habían desaparecido, sólo quedaban los huecos. Pero ahora Pongo,
los pocos que habían quedado… los encontró tumbados, sus flores caídas, sus hojas dormidas. Arrancados de la tierra yacían en el suelo pantanoso. Intentó ir a otra zona, sin embargo no pudo porque le costaba mucho más ir de árbol en árbol, ya que no había suficientes. No podía lanzarse feliz entre sus copas… porque no los veía. Los árboles se habían evaporado.

Pasaron los días y las semillas empezaron a escasear, los pájaros migraron. Cuando las últimas flores cayeron y las hojas dejaron de entregar gotas al suelo, Pongo escuchó los infernales ruidos de las máquinas. Las distinguió en los inmensos espacios vacíos que habían destronado a los árboles; parecían grandes orugas, con sus fuertes estructuras que no se movían con el viento, con esos estériles materiales y el olor ausente. Se mantuvo oculto hasta que el ruido cesó.

Cuando un turbio silencio se adueñó de la selva, entonces descubrió Pongo que todos los árboles habían desaparecido, y se dio cuenta de que su lugar de vida se había hecho inmensamente pequeño. Dónde antes había interminables árboles coloridos, desiguales, incomparables, fértiles, ahora aparecía una gran extensión monocromática, incapaz de albergar vida natural.

Semanas después observó cómo los árboles se habían convertido en palmas. Las palmas habían crecido rápido, todas iguales, todas a la vez; no ofrecían casa ni cobijo; no brindaban frutos comestibles ni albergaban refugio. Las palmas progresaban y la selva moría. Cientos de hectáreas desoladas, sin alma, sin la esencia de la vida diversa. Las copas de los árboles eran su hogar, su consuelo, su abrigo… y ahora Pongo no las hallaba. Su cama de los árboles, con almohadas elaboradas de frescas hojas, había desaparecido.

Pongo tenía memoria. Recordó cruzar eternas extensiones de la selva, esparciendo semillas y rasgando frutos. Imaginó las comidas con otros hombres del bosque, antes de que las palmas ocuparan su casa y antes de que sus congéneres fueran capturados. Retuvo en su memoria las flores blancas y rojas que ya no encontraba, la humedad de las deliciosas hojas, el sabor de los distintos frutos que ya no existían, y con todo esto en su interior, se lanzó hacia las máquinas que bordeaban el campo de palmas. Saltó de forma sorprendente de pala en pala, como si fueran las lianas de sus anhelados árboles. Se colgó de las grandes dragas inertes, traspaso insólitamente el apático cultivo y, de manera increíble, desapareció en el horizonte.

S.G.J

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