Subirse las bragas ·

Subirse las bragas ·

Andrea Valencia

02/12/2020

Estaba en su habitación. Recogía su ropa con mucho cuidado y la guardaba en el armario. Yo permanecía de pie al otro lado de la cama, la observaba sin decir nada, sin mover un dedo. De espaldas, podía ver todas sus heridas a través del camisón. Las de «por si acaso» y las de verdad. Algunas le habían quitado la autoestima y otras la llama interna, las ganas de bailar y su sonrisa. Decían que tenía la sonrisa más bonita de su pueblo, pero a mí siempre me había parecido comparable a la belleza del universo, desde abajo, cuando sientes que no eres nadie y a la vez que eres parte de todo. Cuando la mirabas de frente, sus incisivos se separaban tanto que casi cabía un dedo meñique.

Dobló tres jerséis y se tumbó en la cama. Me fijé en la colcha blanca, que casi no había notado su peso. Me tumbé en el otro extremo y me giré hacia ella. No pude sostener mucho tiempo la mirada. Me agarró la mano y entre llanto y tragar saliva me pidió que la llevara de viaje. Así que cerramos los ojos y nos fuimos a La Finca.

La Finca está situada en una aldea gallega. Las ovejas pasean cada tarde y dejan un manto de conguitos a su paso. Construyeron la casa hace más de veinte años, y ella, mi madre, hizo de La Finca un hogar. Todo comenzó con un castaño, un pequeño huerto y un galpón. El castaño y yo crecimos a la par. Con el tiempo, se convirtió en un paraguas gigante testigo de juergas, fiestas de guardar y comidas familiares, y yo en una niña que necesita cubrirse para esquivar las desgracias.

Recuerdo un día que acabábamos de bañarnos en la piscina, e Isca y Lola, nuestras perras, paseaban por allí en busca de restos del bocadillo de Nocilla que acabábamos de comernos. Le conté que me encantaba la crema de cacao con pan de Cea, y ella me dijo que ya lo sabía. Se emocionó, así que cogimos vuelo de vuelta a la habitación. Le agarré la mano y la miré. Luego la evité, sorbí las lágrimas que no dejaban de caerme y cerré los ojos. Cuando me recuperé, y como no podía no terminar de contar la historia, le pedí que esperara un segundo, que no habíamos llegado al final.

Le dije que ella aquel día iba con sus bermudas color crema y la camiseta amarilla de algodón. Llevaba aquel cinturón marrón trenzado que prometió regalarme un día. Mientras mis hermanas y yo seguíamos hablando al lado de la piscina, ella se fue a regar. Le recordé que se pasaba tantas horas allí que parecía su santuario, y ella se reía y lloraba a la vez, y yo me intentaba acercar, pero me pidió que no lo hiciera. Así que seguí contándole que estaba regando los tomates y pimientos, que era agosto, que aquel día cenamos ensalada de sus tomates y que anocheció muy tarde. Que incluso después dimos otro paseo por La Finca y nos quedamos un rato mirando el huerto, desde la barandilla verde que habíamos pintado un verano de hacía diez años.

Entré en una enumeración sin fin de todo lo que habíamos hecho esa noche porque no quería llegar al desenlace de la historia. Y ella tampoco, así que le dije que, al final, nos quedamos para siempre en el huerto y que en él nos dedicamos a hacer brebajes para curar al mundo.

«¿Y qué llevamos puesto?», me preguntó. Le respondí que qué le parecía a ella: unas katiuskas verdes por si acaso, y que íbamos en bragas, que hacía mucho calor. Asintió, como si lo visualizara, y nos dormimos.

Al día siguiente, empezamos a preparar el funeral de mi madre, que sería dentro de tres días. Sabía que quedaban tres porque le inyectaban morfina sin parar . La enfermera lleva horas batiéndose en duelo con ella y está dispuesta a ganar, así que metía la aguja como la señora del cuarto hace con las monedas en la máquina tragaperras del bar de abajo. Me pregunté si podía parar y si le dolía. Si la señora podía parar, si la enfermera podía parar, y si dolía morir.

Cuando fui a visitarla a media mañana, vi su rostro desfigurado, la boca tan abierta que parecía la máscara de Scream, y me dio entre risa y ganas de morirme. Me levanté por reflejo al cajón de las medicinas. En nuestra casa existe ese lugar desde que tengo memoria. Un día, cuando era un bebé, cogí una caja de Neobrufen y, antes de quitármela, mis padres me hicieron una foto que utilizaron en una campaña del centro de salud. «La muerte está en cada esquina. Vigílenlos». Me limpié las manos con Sterilium
y cogí unas gasas. Las mojé en agua y empapé los labios de mamá, que dormía profundamente y olía a algo que no podía identificar, pero estaba segura de que no pertenecía a la vida.

Y, de repente, se incorporó, abrió los ojos y me pidió un café. Mi hermana Pilar, que acababa de llegar, fue a cogerlo al bar y vi cómo se lo esparcía por los labios como si fuera carmín del palo. Ella se enfadó porque quería hacerlo sola. Nos pidió que cambiáramos las sábanas e intentó vestirse, pero ni siquiera era capaz de subirse las bragas. Lo hizo mi hermana Amelia y, sin querer, le dio un ataque de risa. Nos contagió a todas, que mirábamos el cuerpo de nuestra madre y no podíamos parar de reír.

Fueron llegando la tía Paca y los demás. A las cuatro de la tarde, la casa estaba llena de gente, yo cogía de la mano de Pilar y notaba cómo nos subían las pulsaciones a medida que bajaban las de mamá. Me acerqué a ella, sus ojos ya no se abrían, su boca seguía muy abierta y sonaba a hueco. A ese ruido se sumaba aquella máquina de oxígeno que parecía el compresor con el que hinchábamos las ruedas de la bici.

No sé explicar ni cómo ni por qué, pero cuando me di cuenta habíamos formado un círculo ridículo y silencioso alrededor de mi madre que duró seis horas. Solo podías salir si pedías permiso. Mirabas a mi madre, buscabas a otro miembro de la familia e inclinabas la cabeza ligeramente en busca de aprobación. Yo salí tres veces. Las tres para tumbarme en su cama, coger su almohada, olerla y darle puñetazos.

Eran casi las doce de la noche y en casa quedábamos pocos. Algunos se habían amontonado en las escaleras que dan a mi habitación, y en el salón solo estábamos mis hermanas y ella. Ya no había círculo. Una de sus manos temblaba encima de la cabeza de Amelia. Yo le cogía la otra y la deslizaba por mi mejilla para sentir que todo iba bien.

Pero nada iba bien. Antes de que se la llevaran, apagamos la máquina, le pusimos sus katiuskas y le cambiamos las bragas.

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