Marca de nacimiento

Marca de nacimiento

C.Rojo

15/07/2020

A los doce años yo era una niña de pelo largo y ojos grandes. Me gustaba correr, nadar y comer sandía debajo del limonero que había en el patio de la casa de mis abuelos. Pasaba con ellos todo el verano; como mi madre trabajaba en un hotel y mi padre en un restaurante, los meses de julio, agosto y septiembre me trasladaba al pueblo y ellos venían cuando podían, claro que tener un día libre en una ciudad costera eminentemente turística era tan fácil como cazar un unicornio. Rosa. Parlante.

Recuerdo que entrenaba los lunes con el equipo de fútbol del pueblo y jugábamos una liguilla de verano contra los pueblos de alrededor, y eso a mi abuela le espantaba. Claro que a mi abuela Nicolasa no le gustaba prácticamente nada. Odiaba verme jugar como un niño más (porque era la única chica del equipo), nunca vino a verme a ningún partido y ni si quiera me dejaba meter la equipación en la lavadora.

Mi abuela era muy temerosa de Dios, pero tenía muy mala hostia.

La abuela Nicolasa tuvo la pésima suerte de nacer en julio de 1936. A los cuatro años se quedó sin madre, y aunque su padre volvió a casarse un año después, decía que ya nunca volvió a saber lo que era un beso ni un abrazo. 

A los dieciséis le partió la nariz al hijo del matarife porque se rió de mi abuelo Teodoro, que era vecino suyo de toda la vida. Mi abuelo contaba que justo después, mientras se limpiaba la sangre de los nudillos en el pilón, le hizo la proposición más romántica del mundo, le dijo:

-Mira Teo, yo no tengo un carácter fácil y tu estás sordo, a ninguno de los dos nos van a pretender. Si nos casamos, matamos dos pájaros de un tiro. 

Se casaron tres meses después. El día que mi abuela cumplió los diecisiete. Los dos querían irse de casa cuanto antes, y quizá porque habían vivido puerta con puerta desde que nacieron, entendían a la perfección por qué cada uno era como era. Y se aceptaron así.

Estando en casa de mis abuelos, precisamente un lunes del mes de julio menstrué por primera vez. Llegué a casa y pedí permiso a mi abuela para llamar por teléfono a mi madre, pero no me dejó. Según ella, el teléfono estaba para las urgencias de vida o muerte “si no hay que ir a la casa de socorro, no hace falta gastar” decía. Total, que tuve que contárselo a ella, que me llevó a mi habitación y me dijo unas cosas tan horribles sobre la pureza y el pecado, que me pasé toda la tarde llorando a lágrima viva. Por la noche, durante la cena, me dijo que el fútbol se había acabado. Y la natación. Que yo ya “era mujer” y que no podía seguir siendo una niñata. Una niñata.

Esa noche lloré hasta hacerme charco. 

Por la mañana, antes de levantarme, tracé un plan perfecto. Sin fisuras. Como el martes era día de mercado, esperaría a que mi abuela fuese a comprar para llamar a mi madre al trabajo.
Mientras desayunaba, mi abuela me dijo que tenía que acompañarla, pero después de hacerme la remolona, de decir que me dolía la tripa y gracias a la bendita ayuda de mi abuelo, que le dijo que me dejase descansar y me guiñó un ojo pude quedarme en casa. Cinco minutos después se fueron y yo me asomé sigilosa a la ventana del salón. Cuando vi que el coche desaparecía al final de la calleja, me abalancé sobre la mesita baja de madera oscura en la que estaba el teléfono de la casa… O más bien, en la que debería haber estado.

La cabrona de mi abuela lo había desenchufado y lo había escondido.

Miré en el armarito que había debajo de la mesa, busqué entre los enormes tomos amarillos de las guías de teléfono, pero nada. 

Busqué detrás de los cojines de los sofás, en el aparador en el que guardaban las infusiones, las galletas y las tazas amarillas de duralex. Incluso en el cajón de costura de mi abuela. En el baño, en el armario de las toallas, en el de las sábanas, en el de la habitación de mis padres, que daba miedo sólo abrirlo porque parecía la entrada a un universo oscuro: aunque encendieses la luz era imposible ver con claridad lo que había en el interior. Pero el teléfono no aparecía. 

Miré de nuevo entre las rendijas de las contraventanas de hierro y como no se veía el 1430 granate de mis abuelos, me acerqué a la “habitación prohibida”.

Si yo hubiese sido una novicia esperando a que San Pedro le abriese las puertas del cielo, no habría tenido más respeto por atravesar el umbral celestial que por profanar la sacrosanta habitación de mi abuela. 

Olía a Nivea de bote azul y desaprobación.
Tenía las persianas bajadas y las camas perfectamente hechas. A los pies de la cama de mi abuelo Teo había un banco blanco de madera; a los de la de mi abuela, un baúl.
Recuerdo acercarme a cámara lenta, como si en cualquier momento pudiese explotar, y me acuerdo de que el despertador que estaba en la mesilla sonaba una barbaridad y que se acompasó con mi pulso a tres latidos por segundo. Toqué el baúl de cuero con la punta de los dedos y juro por Dios que sentí un escalofrío que me recorrió la espalda de arriba a abajo y de abajo a arriba, que terminó con un soplido gélido en el cuello. 

Y me pasó como en las películas, cuando por algún tipo de encantamiento la princesa toca algo que pertenece a la bruja y ésta es capaz de ver exactamente dónde está y qué está haciendo… Y la princesa sabe que la ha cagado, claro. 

Salí de la habitación como alma que lleva el diablo y me metí en la cama. Ese día no comí. Y no cené. 

Y la Nicolasa supo que había entrado en su habitación. No sé cómo, pero lo supo. 

El teléfono no apareció en todo el verano. 

A los doce años mi abuela me arrebató la despreocupación de ser niña. 

Cuando me volvió a bajar la regla en el mes de octubre mi madre estaba emocionada y empezó a contarme que eso me iba a pasar una vez al mes, que tenía que “tener cuidado” con los chicos a partir de ese momento… Y yo me quise hacer la fuerte. Le dije que ya lo sabía, que ya me había pasado en julio, en agosto y en septiembre… Y me puse a llorar. Le conté todo a mi madre y claro, se lió una cuando se enteró de cómo se había portado mi abuela y de que no me había dejado llamarla en todo el verano… 

Me acuerdo de que cuando me tranquilicé, mi madre levantó el teléfono, me dio la mano y delante de mí puso a mi abuela en su sitio. Ella la respetaba muchísimo y siempre justificaba su carácter de mierda porque no había tenido una vida fácil y lo había pasado muy mal; pero en ese momento todo cambió. 

Estoy segura de que nadie había hablado jamás a mi abuela como le habló mi madre aquel día. Y yo se lo agradecí, la vi poco menos que como una superheroína. Pero por otro lado… Me sentía fatal.

Fatal por haber dejado el equipo y por no haber intentado seguir en él. Por haberle contado a mi abuela que me había bajado la regla, por haberle pedido permiso para llamar a mis padres y por no haber sido capaz de encontrar el teléfono. Por haberle dado el disgusto a mi madre. Y por ser la causa de que no volviese a hablar a mi abuela hasta que la ingresaron siete meses después.

Y a la vez… Mi madre nunca se perdonó no haber estado ahí en un momento tan delicado. Y luego quiso compensarme, quizá demasiado. Cuando le dije que algunas compañeras de clase se depilaban (bueno, se pasaban la cuchilla por las piernas a escondidas, pero eso no se lo dije), ella me llevó a hacerme la cera. El mismo día que le pedí un sujetador, fuimos a comprarlo (aunque yo no tenía pecho, ni tenía nada). Con el primer maquillaje, lo mismo… Mis amigas flipaban, claro, y yo me sentía mayor, pero también tenía la cosa de que me estaba aprovechando de la situación. 

Dos veces me puse el sujetador hasta que de verdad lo necesité. 

Y luego con los chicos… pues cortocircuitó. Porque ella quería estar a mi lado, acompañarme, explicármelo todo… Pero la educación sexual que ella había recibido era nula; pero si la abuela Nicolasa veía al demonio en cada esquina: en la regla, en los tampones, en comer sandía debajo del limonero del patio de su casa… Vamos, que yo dudo que supiese que tenía clítoris. Y mi madre… pues se preocupó de explicarme un poco como era mi cuerpo y de hablarme de los preservativos y de la píldora, pero claro, no había tanta información disponible como hay ahora; y el cuento de la virginidad y del príncipe azul me lo comí enterito. Que si la primera vez tiene que ser prácticamente mágica; que tiene que ser con alguien a quien AMES de verdad, que la vas a recordar siempre, que tienes que sangrar y tiene que doler… Sí, sí, todo eso me lo creí.

Fíjate, yo salí con un chico del pueblo cuando tenía no sé, quince o dieciséis años, Julio se llamaba, y mira lo que son las cosas: era el nieto del matarife, pero no se parecía en nada a su abuelo, que era una mala bestia. Julio era de esas personas que han nacido para comerse el mundo, un chaval súper seguro de sí mismo… Pero blandito por dentro. A las del pueblo les gustaba porque era alto, fuerte y daba la sensación de que nada malo podía sucederte a su lado… Y a mi también, ojo, pero lo que más me cautivaba era lo vulnerable que podía llegar a ser.
El caso es que el amor de verano nos duró dos o tres años. Intimamos, tuvimos relaciones… Pero no hubo penetración; y yo estaba muy confusa porque mis amigas me decían que entonces seguía siendo virgen… Pero en mi interior pensaba: vamos a ver el grado de intimidad y de placer que yo he compartido con este chico no puede no ser nada. 

Y ahí empecé a olerme que el cuento no era como a mi me lo habían contado. 

Y empecé a preguntarme cosas, a buscar información, a centrarme más en cómo era yo, en lo que me gustaba y en lo que sentía, que en lo que se esperaba de mi “como mujer”, porque no hay una forma correcta de ser mujer; ni si quiera una sola forma de serlo. 

Empecé a descubrirme y me sentía fantástica; terminé mis estudios, empecé a trabajar, a ganar dinero, me independicé, viajé, salí, entré , dejé de dar explicaciones y me sentí liberada. Luego conocí a tu padre, empezamos a salir, nos fuimos a vivir juntos… Y con el paso de los años naciste tú; y no había bajo el cielo dos personas más felices que nosotros; pero un día me dí cuenta de que todo eso de que había sido capaz de liberarme de las ataduras del machismo era una fantasía, y que para cuento, el que nos habían contado a las mujeres con lo de poder tenerlo todo y ser madres trabajadoras. Porque de repente, todo el mundo se cree con autoridad suficiente para cuestionar las decisiones que tú tomas como madre; y te tratan como a una niña que juega con un muñeco en vez de como a una mujer adulta que ha sido capaz de crear una vida en su interior.

Si das el pecho, a ver hasta qué edad lo das. Si no lo das, que por qué no lo das. 

Si duermes con tu bebé, el crío se va a acostumbrar mal; si no haces colecho, no tienes corazón. 

Si dejas a tu criatura en la guardería y vuelves a trabajar, mal. Si no la llevas, te pides una excedencia o decides dejar de trabajar, peor. 

Yo me sentí engañada, porque me dí cuenta de que la sociedad me exigía que criase a mi hija como si no tuviese que trabajar, y que trabajase como si no tuviese una hija a la que criar. 

Así que respondiendo a tu pregunta… ¿Cuál fue el referente femenino más importante de mi juventud? Desgraciadamente la culpa, cariño.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS