Adela apagó el fuego sin apartar la cacerola que hervía con el calor residual. Cogió una sopera por el único asa que le quedaba, con cuidado, para no cortarse con los bordes afilados de la porcelana rota. Vertió dentro la sopa, la tapó y sujetándola por la base, enfiló el pasillo hacia el salón. Se detuvo ante la segunda puerta.

— ¡Heliodoro!, la comida está preparada. —dijo alzando la voz.

Se aproximó al marco, allí donde la madera dejaba una grieta metió la nariz, olfateó. Arrugó la cara con desagrado, expulsó el aire y continuó hasta el salón.

Sobre la gran mesa rectangular colocó la sopera, flanqueada por dos candelabros. con las velas a medio consumir. Abrió el cajón superior del aparador para sacar dos servilletas. La fuerza excesiva al cerrarlo, se transmitió al águila ratonera disecada, buteo buteo, que se exhibía encima. Las alas desplegadas de la rapaz temblaron inútilmente. Terminó de preparar la mesa, puso una manzana junto al plato de cada comensal y encendió la televisión que comenzó a arrojar imágenes sin sonido.

Sentado en uno de los extremos de la mesa, Heliodoro, con la mirada fija en el televisor, partía un trozo de pan en otros más pequeños que caían en su plato. Adela lo llenó de sopa hasta el borde, mientras el líquido se absorbía, puso agua en la copa de su marido, sobre el pan esponjado vertió dos cazos más y después de servirse el suyo, se sentó al otro extremo.

—Le he puesto a mamá el vestido rojo de verano —dijo Heliodoro, sin apartar los ojos del televisor.

—¿El rojo? Pero si aún hace frío para un vestido de manga corta y además no lo había planchado —explicó Adela.

—Pensaba ponerle el azul de cuadritos, el de manga francesa que me gusta tanto, pero al abrir el armario, lo ha visto. Cuando llueve se pone muy triste —dijo mirando a la ventana salpicada de gotas.

—Sí, vaya día,  y parece que va a seguir toda la tarde. ¡Qué oscuridad! ¿Enciendo las velas? —preguntó Adela.

—Yo veo bien —respondió Heliodoro tajante—. La radio, pon la radio, que ha habido un terremoto en Asia, a ver si aún no lo han dicho.

Adela se acercó a una estantería donde, junto a un buitre orejudo disecado de cara lapeada, estaba el aparato. Giró un botón: “…y lluvias frecuentes en la cornisa…”, siguió “…decenas de muertos y heridos…”

—¡Ahí! —Ordenó Heliodoro— déjalo ahí.

Adela obedeció. Volvió a sentarse a la mesa. De vez en cuando, mientras tomaba la sopa, giraba la cabeza un momento, miraba el televisor casi a su espalda, buscando las imágenes de lo que escuchaba en la radio que, a menudo, no coincidían y volvía a su plato.

—¡Otra vez manzana! —Heliodoro la cogió con desgana y comenzó a pelarla— ¿Cuántas quedan?

— Tres kilos más o menos.

—¡Tres kilos! —exclamó con fastidio.

Adela se levantó y empezó a recoger la mesa, miró a su marido.

—Heliodoro —dijo.

—¿Qué? —respondió sin apartar la mirada del aparato.

—He recibido carta de mi hermana. Dice que van a venir para las fiestas. Dice que traerán a Ana, que quieren vernos. ¡Ya tiene ocho años, Heliodoro, ocho años! Está hecha una mujercita. Y no fuimos a la comunión. No sé cómo mi hermana me ha perdonado. Su madrina y no ir a su comunión

Se le quebró la voz, comenzó a llorar. Miró a su marido. Heliodoro seguía en el televisor, comiéndose la manzana. Adela sacó un pañuelo del bolsillo para secarse las lágrimas.

—Escríbeles que nos vamos de viaje, que ya lo tenemos pagado, que perderemos el dinero. Es una buena razón —dijo satisfecho.

—Otra buena razón —Adela bajó la cabeza—  Ya ni preguntan.

—¡Porque les importamos una mierda! —afirmó.

—No es verdad —protestó Adela— claro que les importamos, mi hermana me quiere, es mi única familia. Se preocupa, aunque ya no pregunte, me escribe y no pregunta. Ya nadie escribe cartas.

Heliodoro se levantó y apagó la radio, se sentó de nuevo y miró a su mujer que seguía con el pañuelo entre las manos, llorando.

—Claro que no pregunta, ya te has encargado tú de explicarle todo —dijo.

—No seas asi Heliodoro. Ellos nos hubieran ayudado, estoy segura, Si supieran cómo vivimos…si me hubieras dejado decirles.

—No hay nada que decirles.

—Podíamos quedar fuera, en algún sitio. Luego se irían y ya está. ¿Qué te parece?

—¡Fuera! Teniendo una casa tan grande —rió— ¿Qué pensaría tu familia? Diles que nos vamos de viaje y punto —dijo levantándose.

—¡Una casa tan grande, pero que apesta! —gritó Adela.

—¡Mi madre no huele! —gritó Heliodoro— No te consiento que hables así de mi madre, es mi mejor obra —Apagó el televisor.

—Toda la casa huele, los malditos pájaros huelen —gritó Adela.

—¡No son pájaros, son aves rapaces! Y estoy muy orgulloso de ellos. ¿Qué has hecho tú? Quejarte. A París, dile que nos vamos a París, que pasen un poco de envidia.

Abandonó el salón. En el pasillo, abrió la misma puerta por la que había salido momentos antes para ir a comer y entró. Se sentó en una butaca junto a la cama. “¿Has oído mamá? ¿Te das cuenta? ¡Y vive a tu costa! ¡Qué desagradecida, si te hubiera hecho caso!”.

P. Martínez

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