Domingo 8 de marzo

Me despierto temprano tras pasar una noche algo inquieta. Me cuesta abrir los ojos. Todavía más, moverme. Me toco la frente: está caliente. Una sombra de sospecha me lleva a ponerme el termómetro que guardo en la mesilla de noche. Marca 37’9ºC. Me tomo un paracetamol.

Dos horas después sigo con sensación de torpor. Permanezco tirado en el sofá del salón. A mediodía desaparece la fiebre. Aunque almuerzo con apetito, necesito tumbarme de nuevo en el sofá a leer el periódico. Al rato siento escalofríos. Me pongo el termómetro: 38ºC. Aurora, alarmada ante la alta temperatura, llama al médico, quien nos aconseja acercarnos a Urgencias.

Ingreso a las 19:00h con 38,5ºC de temperatura. Una desgarbada auxiliar me conduce hasta un sillón reclinable, igual a otros siete u ocho dispuestos en fila, en una sala alargada de techo bajo y luz mortecina, fría, impersonal, y quedo allí depositado. Hay otros pacientes, algunos con mascarilla, otros -como yo- sin ella. Al poco comienza la habitual ronda de torturas y pinchazos, pruebas, placas y administración de sueros y medicación intravenosa.

Son ya las 22:30. Le digo a una Aurora hecha un manojo de nervios y apestando a tabaco, que regrese a casa, que me van a trasladar a planta en breve, que me están preparando una habitación, y que al día siguiente por la mañana la llamaré para indicarle el número de la habitación.

¡Pobrecita Aurora! Tras su fracaso matrimonial con aquel niño pijo de Madrid no ha vuelto a ser la misma. Me da la impresión que tampoco parece haber superado la ausencia de papá y mamá. Siempre ha sido la más sentimental, más vulnerable al dolor que yo, y eso se le nota en el físico. ¡Si es que parece mayor que yo! Espero que ahora, todo esto no la lleve de nuevo a caer en las pastillas.

Lunes 9 de marzo

7:00 de la mañana. Un celador me sube a la 2ª planta en una silla de ruedas. Me han destinado a una habitación en el pasillo principal del ala Sur. Me quedo apoyado en el quicio de la puerta, pues el olor a desinfectante en el interior es insoportable. Me proporcionan una mascarilla y un pijama y una enfermera me dice que tengo que entrar en la habitación. Me quejo del ambiente irrespirable, pero no me hacen caso. Me dicen que dejarán la puerta abierta de par en par para que, poco a poco, vaya ventilándose.

Una hora y media después llamo a Aurora. Está más tranquila. Me confiesa que se ha tomado un Lexatin para poder dormir. Le digo que será mejor que venga por la tarde. Más adelante, un simpático enfermero me explica que han tenido que desinfectar paredes, suelos y techos porque el anterior ocupante había dado positivo en el test del COVID-19. Le pregunto si yo soy también positivo. Lo niega. Pienso en el riesgo que supone estar ingresado en una habitación que ha acogido a una persona infectada. No soy una persona temerosa, pero creo que teniendo en cuenta mi historial clínico, el riesgo de contagio puede ser bastante alto.

A la una del mediodía me trasladan a un cuarto individual del área de Hematología, también en el ala Sur del hospital. El personal sanitario que entra y sale del cuarto no lleva ningún material de protección específico. Respiro aliviado.

Martes 10 de marzo

En su ronda habitual, las hematólogas me confirman el diagnóstico: citopenia aguda -los niveles de neutrófilos no superan los 400, las plaquetas están en 27 mil unidades y tengo una hemoglobina de 8.3.

Me paso el día leyendo el último novelón de Roberto Bolaño –2666-, en el que se habla de los feminicidios de Sinaloa, al Norte de México, con todo lujo de detalles. Las desgracias de las pobres mujeres asesinadas, la corrupción y desinterés de las autoridades mexicanas me ayudan a relativizar las penosas condiciones de mi encierro. El resto del día, consulto y respondo ocasionalmente alguna llamada de amigos, chateo con alguna amiga y me dedico a borrar la mayor parte de las tonterías que la gente comparte a través de wasap. Tengo conmigo mis auriculares y mi cuenta de spotify está cargada con la música que me gusta. Desde los Grandes Hits de Queen, alguna ópera buffa y lo más importante: una amplia selección de música para meditación: suras del Corán, mantras tibetanos, canto gregoriano, sonidos de gong y grabaciones directas de sonidos de la naturaleza.

Jueves 12 de marzo

No hay cambios significativos. Voy perdiendo paulatinamente el apetito. Aurora me trae hoy 6 botellas de agua mineral, bastoncillos de algodón para los oídos y algunos frutos secos. Será el último día que le dejen pasar a verme.

Viernes 13. Cerca de la medianoche

Una de las hematólogas entra disfrazada con varias capas de batas de distintos colores y permeabilidad variable, doble mascarilla, gafas protectoras, 3 pares de guantes y un gorro que le recoge la totalidad del cabello. Parece una alienígena. Me temo lo peor ante semejante visión.

Todo lo cariñosamente que sabe o puede, me comunica que he dado positivo en el último test. Acabo de engrosar las estadísticas de infectados de la Comunidad de Madrid.

Un cuarto de hora más tarde, me vuelven a trasladar. Esta vez a una habitación compartida en una de las nuevas áreas habilitadas para infectados, en la 3ª planta.

Sábado

Los fines de semana hay recorte de personal. Todo se retrasa. La comida llega tarde y fría, las enfermeras -alarmantemente jóvenes- no hallan cómo disimular su evidente falta de experiencia a pesar de sus esfuerzos.

Llamo temprano a Aurora para comunicarle, con todo el tacto del que soy capaz, la nueva situación. A pesar de mis precauciones, se viene abajo. Intento consolarla explicándole que no presento síntomas graves. Se tranquiliza un poco. Le digo que a partir de ahora no puede venir más al hospital. Que no la dejarán pasar. Sólo está autorizado a entrar en el cuarto el personal sanitario y auxiliar de limpieza.

Mi compañero de cuarto se ha pasado el día tosiendo, muchas veces sin la mascarilla puesta, cosa que me pone nervioso. Intento no acercarme mucho a él. No nos dirigimos la palabra en todo el día.

Lunes 18 de marzo

Comienza la semana sin grandes expectativas. La fiebre viene y va a lo largo del día. Aunque tenemos un gran ventanal en la habitación, este mira sobre uno de los amplios patios interiores del hospital, desde el que solamente vislumbro un trocito de cielo cuando me levanto para sentarme en el sillón. Los días sin sol son especialmente deprimentes.

De vez en cuando, cuando me encuentro algo más animado y la fiebre no me tumba, me comunico con algún amigo a través de FaceTime. Resulta paradójico que, precisamente el uso indiscriminado de las ondas electromagnéticas que facilitan la comunicación en estos tiempos de aislamiento sean la causa más probable de la aparición y proliferación del virus que ha hecho parar al mundo. Acabo de leer en una revista científica que el sistema inmunológico de nuestro organismo se viene debilitando aproximadamente desde el año 1918, cuando se generalizan globalmente las ondas de radio…, y así hasta la tecnología 5G.

Martes 19

Otro día gris. El trocito de cielo que se aprecia desde mi lado de la habitación ofrece una tonalidad tristona que no contribuye a animar mucho el ánimo. El día parece más obscuro que los anteriores. ¡Si al menos se pudiese abrir la ventana!

Aurora me ha llamado al menos 4 veces al día desde que le dije que estaba en zona cero. Estoy empezando a irritarme. En vez de levantarme el ánimo, me lo hunde con sus sollozos y paranoias. Voy a tener que tomar una determinación. Como siga así, le diré que la bloqueo.

Oleg, mi compañero de cuarto, aunque sigue tosiendo, comienza a experimentar una evidente mejoría. Al principio me pareció un tipo normal, incluso agradable, pero poco a poco, voy notando a través de su discurso un pesimismo y un derrotismo que a veces he conocido en personas nacidas en las antiguas repúblicas soviéticas. Me llega a cansar. Yo intento mantener el ánimo positivo, distrayéndome con la lectura del libro de Bolaño -aunque a veces se me hace un poco pesado, especialmente en la última parte, la que relata la historia de Archimboldi- o hablando con mi gente.

Miércoles 18 de marzo

Aunque la fiebre hace días que no aparece, los marcadores en sangre siguen sin subir, a pesar de la jodida combinación de antibióticos y retrovirales que me suministran varias veces al día. Continúo asintomático. Mi estómago e intestinos empiezan a rebelarse ante tanto tóxico. Cada vez como menos. Ya no me hace ilusión ni el desayuno -cosa insólita que no me había pasado en mi vida-.

Oleg no tiene cargador para su móvil; tampoco ha querido facilitar el número de teléfono de la habitación a sus familiares. No lee. Cuando no está durmiendo, se queda mirando por la ventana a la pared de enfrente. Muy de vez en cuando enciende el televisor para ver las noticias. Está obsesionado con las cifras de muertos por coronavirus en España y el resto de países.

-No es bueno que te quedes con esos pensamientos- le digo. -No ayudan. Lo único que hacen es deprimirte más.

-Tienes razón-. Apaga el televisor, pero al poco rato, vuelve con la misma cantinela de cifras y tragedias: ¿sabes que ya vamos por 20.000 infectados aquí en España?

Cansado y aburrido de intentar que cambie de conversación, me pongo los auriculares para evitar responderle con una bordez.

Jueves 19 de marzo

La doctora encargada de transmitirnos los partes del día -una residente de 5º año de Medicina Interna- todavía muestra signos de gran ansiedad y temor cuando se dirige a nosotros. Permanece pegada como una lapa a la puerta del cuarto nada más entrar y nos prohibe movernos mientras ella permanezca dentro. Le formulo alguna pregunta, pero el terror la paraliza y se muestra incapaz de responderme con coherencia. Su respiración agitada, entrecortada y su lenguaje no verbal la delatan. Está ansiosa por escupir su parte y salir despavorida de la zona cero.

Me pregunto qué coño enseñan en las facultades de Medicina de este país. Me indigna que a los futuros médicos y médicas no se les enseñen cuestiones más prácticas. Precisamente cómo afrontar una crisis sanitaria generalizada es una de ellas, y sobre todo, cómo comunicar. ¿Cómo es posible que sean los peores comunicadores, personas que tienen que transmitir noticias tan sensibles? Es como si les extirparan en la facultad todo tipo de habilidad en este sentido.

Estoy empezando a desanimarme. No entiendo por qué sigo aquí si apenas tengo síntomas del COVID. Estoy corriendo un riesgo real compartiendo habitación con alguien que tiene neumonía, sobre todo con mis defensas tan bajas… ¡Mamá, sácame de aquí, por favor!

Viernes 20 de marzo

La doctora por fin parece haber controlado su ansiedad. El cuadro de miedo que la acompañaba hasta ahora ha desaparecido y comienza a mostrar algún rasgo de empatía. Me alegro. Apenas entra, le pregunto cuántos días me quedan todavía de aislamiento. Comienzo a cansarme de esta situación. Ya no sé qué postura adoptar en la cama o en el sillón. Me dice que tengo que pasear a diario. La miro estupefacto. La habitación mide 6m de largo por 4 de ancho aproximadamente. Le pido consejo sobre qué itinerario de paseo me puede recomendar, ¿alguno que goce de buenas vistas?,¿que tenga algún lugar interesante para visitar? No sabe qué responderme. Se queda pálida ante mis preguntas. Llevo la mayor parte de mi vida en la capital y todavía me sorprende que sus habitantes no pillen la fina ironía gallega de mis comentarios.

En cualquier caso, parece que hoy hay buenas noticias. Los niveles de mis defensas comienzan a subir significativamente. Conceden el alta a mi compañero de cuarto y me dan tregua de analíticas y pruebas hasta el lunes. Aprovecho que estoy solo en el cuarto para sentarme junto al ventanal, remangarme las perneras y mangas del pijama y dejar que el sol -que hoy entra a raudales- caliente la reseca piel de mis brazos y piernas. Dicen que la vitamina D es uno de los componentes que mejor ayudan a combatir el virus.

Sábado 21

Hoy he tenido que hacerme yo la cama. Tampoco han venido a recoger la bandeja de la cena. He oido, a través de la puerta, cuchichear a las enfermeras sobre la falta de material. Parece ser que tienen que repartirse ocho gafas protectoras entre veinte personas y cada vez que salen de una habitación han de desinfectarlas. Aurora me comentó ayer por teléfono que hay escasez de EPIs y mascarillas en todos los hospitales de la ciudad. A mi no me la han cambiado desde que me entregaron una el día siguiente a mi ingreso. ¡Han vuelto a olvidarse de traerme los batidos hiperproteicos otra vez! He llamado al control de enfermería cuatro veces. Odio los fines de semana en el hospital.

A media tarde ingresaron a un hombre mayor, entubado y semidesnudo. Las enfermeras entran más veces de lo habitual para controlarle las constantes. No se levanta ni para ir al baño. Lleva pañal. Ojalá yo nunca tenga que verme así.

Domingo 22

Hoy es mi cumpleaños. Desde bien temprano mi móvil no para de sonar con llamadas y mensajes de felicitación. Eso me anima bastante. Parece que va a ser un buen día. Agotado de tanto hablar, tras varios días sin apenas pronunciar palabra, después de comer me quedo dormido. Me despierta una de las enfermeras al pegar un grito. Mi nuevo compañero de hospitalización está muerto. La enfermera, cuando ha ido a controlarle la presión arterial se ha percatado de que no respiraba. Llama, nerviosa, a la doctora. Entran atropelladamente, la doctora y un enfermero con ese aparato que he visto en las películas tantas veces para reanimar a pacientes que han sufrido un ataque al corazón. Le aplican hasta cuatro veces las descargas. Sin éxito. Me traen la comida. Por supuesto, no como. Una enfermera, me pregunta por qué no he comido. Dirijo mi mirada al envoltorio en el que han encerrado el cadáver del septuagenario.

El resto del día es un constante desfile de sanitarios, que repiten un siniestro ritual: se acercan al cuerpo del difunto, abren la cremallera del envoltorio, comprueban que no respira ni tiene pulso, lo fumigan con un spray que las auxiliares llaman flus-flus y vuelven a cerrar la cremallera. Pregunto cuándo se lo llevarán de la habitación. Me dicen que como lleva marcapasos y la pila sigue activa, no pueden expedir el certificado de defunción, necesario para poder trasladarlo a la morgue. Nunca había tenido un cumpleaños tan siniestro.

Hacia las cinco de la madrugada se encienden todas las luces de la habitación, despertándome bruscamente. Vienen, al fin, a por el cuerpo del viejo. Dos celadores y el enfermero de guardia. Al trasladarlo de la cama a una camilla más pequeña se les resbala de las manos y el cadáver cae al suelo con un sonido seco. Ese recuerdo auditivo me impide volver a conciliar el sueño.

A las siete no puedo más y llamo a mi hermana. Aurora estaba despierta a pesar de lo temprano de la hora. Le digo que llame a quien sea, que me saquen de aquí, que yo ya no aguanto más. Tengo la sensación de que voy a volverme loco.

Juan M. Carrasco

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