—¡Dida, hay que mover las manos más rápido!

Y con un codazo y un guiño le enseñó cómo hacerlo. La otra chica tenía las manos agrietadas, con las uñas mal cortadas y negras. De vez en cuando abría un sobre de crema y se lo echaba para aliviar la sequedad que le producía el papel. Dida llevaba ya unas cuantas horas intentando ser más rápida en meter las muestras de turno entre las páginas de la revista. Había pasado por varias mesas y ahora estaba al lado de la muchacha que hablaba su idioma. Apenas cruzaron dos palabras, evitando así que les llamaran la atención. Tenía ya varios cortes en las manos. Apretaba los dientes y bajaba la mirada cada vez que otra hoja volvía a rasgar su piel. Cuando la sangre manchaba las hojas, se chupaba el pequeño corte en un intento de limpiar la herida o de aliviar su dolor. Las muñecas empezaban a dolerle y las piernas a hincharse. El polvo le estaba secando la nariz y al respirar, sacaba un suave silbido. La camiseta desgastada que le quedaba grande y los pantalones descoloridos le daban un aspecto lamentable y frágil. Esta era su primera noche, su primer trabajo clandestino. Sin el permiso de trabajo y sin poder expresarse en su lengua materna se sentía sin raíces. Se tragó el orgullo y aceptó lo que el destino le estaba preparando. Ser delicada en ese mundo solo la humillaría más. Los rostros que tenía enfrente se tensaban, las miradas bajaban, las palabras se callaban cada vez que una silueta se paraba cerca de alguna mesa de trabajo. Ella era la única que se atrevía a mirar. Dida no entendía gran cosa de lo que el encargado decía, pero tampoco necesitaba aclaraciones. La ignorancia no la salvó aquella noche de los insultos y del desdén arrogante. Se hizo otro corte y deseó poder abrazar a su mamá en ese preciso momento.

Había llegado a Madrid hacía unos meses sin saber una palabra de español. Su trabajo de profesora, su familia y amigos, aquel idioma que tanto estudió y el olor a pan se quedaron en otra tierra. Tenía solo 26 años, había terminado su carrera y se le planteaba una perspectiva de vida común e insípida. El sistema no la convencía, no se sentía libre y se frustraba al pensar que vivía bajo la capa de la ignorancia de los demás. El comunismo había sido derrotado más de una década atrás, pero la escuela roja aún seguía teniendo sus fans. No quería seguir siendo parte de aquella sociedad que solo dejaba plantearse preguntas para las que ya existían respuestas predeterminadas, la que negaba la curiosidad gratuita, la que sofocaba las inquietudes y la que imponía sus valores. Aún tenía presente los ojos avergonzados de aquel niño cuando el padre vino hecho una furia para recriminarle que sus métodos en la clase eran poco convencionales y exigía para su hijo una enseñanza clásica. Ella no era adepta a los dictados, a los textos leídos y aprendidos de memoria. Quería dar a los niños la oportunidad de poder reescribir los finales de alguna novela o de aprender a través de una bolsa de palabras, mezclando varios términos e intentando definir entre todos ciertos vocablos técnicos. O, por qué no, mostrar un texto clásico a través de unas viñetas sin diálogos. Por las noches, a la luz de la lámpara, sentada en el suelo de su casa, cogía los lápices mordidos y las gomas desgastadas y preparaba las clases. Estaba horas y horas dibujando esquemas y haciendo croquis para el día siguiente. Era mejor evitar que sus alumnos pasaran por lo aburrido de la crítica literaria a veces sin sentido para ellos. Pero aquel padre fue al director de la escuela a denunciar sus métodos didácticos. Le dijeron que no se podía innovar en un sistema que estaba demostrado que funcionaba y que dio al país buenas mentes pensantes. La escuela tenía que seguir siendo fiel a los métodos, con castigo para los que rompían las normas. La voz del director, amonestándola sin inmutarse, parecía que seguía las pautas de las instrucciones de una receta médica.

Así que fue a una agencia, compró un billete de avión hacia Madrid con escala en Ámsterdam, y empezó a preparar sus maletas. Pesó cada vestido que metía en la maleta, cada jersey, falda o zapato, cada objeto que decidió llevarse, cada recuerdo que quiso que la acompañara. Examinó unos largos minutos el saquito de tierra que recogió de delante de su casa antes de decidir llevárselo. Coló también uno de aquellos lápices. No le fue fácil encontrar las palabras para decírselo a sus padres. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Y sobre todo ¿Por qué?

Salió de casa un miércoles, mitad de semana, sintiendo cómo ella misma se partía en dos. Estaba tan emocionada y triste que no pudo despedirse de los suyos y, a la vez, llena de valentía, exaltada y poco preparada para pasar las fronteras. Llegó al aeropuerto angustiada y casi sin fuerzas para coger el avión. No había dormido la noche anterior y en algunos momentos sentía que no podía respirar. Empezaba a dudar de su elección y del propio viaje. El cambio de vida, sin embargo, le aclaraba de repente algunas ideas. Rompió su rutina en menos de dos semanas, decidida a intentar conseguir la libertad de poder equivocarse.

Buscó un baño para mirarse en el espejo, retocarse el maquillaje, alisarse el pelo, y sobre todo para quitarse los miedos y las dudas. Dio una pirueta, admiró su vestido midi marrón que combinaba bien con sus ojos y con el cuello de encaje que le daba un cierto aire infantil, y empezó a sonreírse. Se sentía muy orgullosa de su físico, bien formada y alta. Salió del baño y empezó a estar atenta.

La chica de la agencia, al verla tan despistada cuando compró el billete, le había explicado cómo y qué había que hacer en el aeropuerto. Cuando el avión se puso en marcha, empujándola en el asiento, sintió dolor en el pecho. El alejarse de su tierra lo vivió como un terremoto, que a veces se confundía con las turbulencias. El simple hecho de levantarse para ir al baño lo hizo casi sin tocar el suelo, como si pisar con más fuerza pudiese perjudicar el frágil equilibrio que la sostenía. No sabía si se mareaba por pensar que estaba suspendida en el aire o en una existencia que ya no conocía y cuya tensión empezaba a sentir. Ámsterdam fue su primer paso hacia la ruptura. Desorientada y con el pudor que le daba el miedo a perderse, en tensión para que no se le escapara ningún detalle, consiguió coger el avión que la llevó a otros aromas, otro idioma, otra cultura en la que ella no tenía historia. Al llegar a su destino, estaba confundida y pálida, con aquel aire de cansancio superado y el de la dulzura de la esperanza. Con las sacudidas del aterrizaje a Barajas, se mezclaron también sus tripas, sus miedos y sus certezas. No se encontraba, no se entendía y no la entendían.

Y ahora aquel hombre de rostro desgastado, sin un solo pelo en la cabeza, no dejaba de dar paseos por la nave. Con su mirada altiva, sin perder ni por un instante la frialdad, con el cuaderno de notas bajo el brazo, y el lápiz sin punta detrás de la oreja, imponía su pequeña tiranía sobre las manos baratas y extranjeras. Los ojos le brillaban al ver cómo avanzaba el trabajo. Y ella, con una leve náusea, se quedó sorda. No quiso escuchar nada más. Perdió un sentido en ese preciso instante y, de repente comenzó a darse cuenta. No tuvo el coraje de desilusionarse, de reconocer que se había equivocado en el aeropuerto. Una vaga insatisfacción empezó a inquietarla y, caminando entre la multitud de ojos cerrados, apática, se fue al baño. En el espejo, un momento, solo por un momento, miró su ropa. Se lavó la cara, volvió a mirar sus labios cerrados y meneó suavemente la cabeza. Tenía la expresión contenida y la mirada intensa. Eran ya las tres de la madrugada, cuando tocaba un pequeño parón de quince pírricos minutos. Salió al patio, comió sin apetito el bocata que llevaba y se fumó un par de cigarrillos sin parar. Era mejor que ponerse a llorar. Las lágrimas nunca fueron capaces de solucionar nada. Exiliada de sí misma y con una sonrisa forzada, volvió a enfrentar su primera noche, buscando en el cansancio un lugar algo mejor, sus sueños.

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