La leica no se vende

La leica no se vende

Jacob Hodar

14/07/2020

Roberto había acompañado a Alfonso XIII, a Gregorio Marañón y otras personas ilustres en el viaje a las Hurdes en 1922, aunque claro, él no apareció en ninguna crónica, era simplemente el ayudante de José Demaría Vázquez «Campúa», famoso fotógrafo.

Como cada domingo Ana se preparaba para la visita al sanatorio de tuberculosos, el Hospital del Rey, se ponía un vestido discreto, oscuro pero nunca negro. Ya estás de luto y no me he muerto todavía le dijo la primera vez que fue.

Roberto aseguraba a su mujer que fue en el viaje a las Hurdes donde se contagió. Como no, ese aislamiento, tanta miseria, tan poca higiene y tanta tisis. Lo podría haber cogido el Rey, bromeaba. Ella, sin embargo, sabía que el origen de la enfermedad estaba en las continuas visitas a los prostíbulos de Madrid. Fotografiaba prostitutas para confeccionar una especie de catálogo, que a través del Conde de Romanones, llegaban a manos de los hermanos Ricardo y Ramón Baños para las primeras películas pornográficas del cine español. También era conocida la baraja confeccionada con los desnudos de las chicas para el juego y deleite de la alta sociedad.

Su marido llevaba ya más de un año en el hospital y aunque las visitas no tenían sentido, no podía dejar de hacerlas para evitar los comentarios, ya se sabe
hasta que la muerte los separe
.

El coche la dejaba en la puerta y se alejaba por el miedo del conductor. Soy padre de familia, no me puedo arriesgar a enfermar.

Ana fue primero al jardín, Roberto la solía esperar allí, siempre en el mismo sitio. Uno de los remedios de los médicos era salir al aire libre y en lugares con altura, por eso tenían espacios abiertos para pasear. No estaba allí, después de recorrer la zona dos veces pensó que podrían verse en la zona de los rosales, que era mucho más bonita que la zona umbría de los cipreses que tanto recordaban a los cementerios. Quizá la citaba allí para martirizarla.

Al principio de su carrera Roberto se dedicó a hacer fotografías de niños muertos, muchas familias querían tener un angelito en el cielo y un recuerdo enmarcado con madera teñida con betún de judea. En ocasiones incluso los invitaban al funeral, quizá por eso no quería tener hijos.

Ana preguntó a una enfermera con delantal y una anticuada cofia, con alas muy grandes. Le indicó que creía que estaba en la enfermería, pero no podía confirmárselo. Sólo le dijo que debía ir a la galería sur, no sabía porque razón las monjas siempre le hablaban sin mirarla.

Lo encontró pálido, con sombra bajo los ojos y mirando al techo. La cama estrecha de tubos, blanca. Las sábanas con olor a lejía y también blancas, tenían unas pequeñas gotas de sangre en el embozo.

Se sentó en la silla al lado del cabecero de la cama su ¿Qué tal? sólo recibió un Mal, un duelo de frialdades, una nueva nevada sobre un glaciar.

Hubo un silencio que duró varios minutos, Roberto miraba al techo. Ana recorría la cama con la vista, en la mesilla una taza y un plato metálicos con olor a desinfectante, estaba saturada, se tocó la nariz, si hubiese podido habría dejado de respirar. Ese aroma se comió su perfume de jazmín tragándolo sin ni siquiera masticar.

Ana aprovechó el ruido espasmódico de una tos al fondo de la sala para volver a hablar ¿Qué ha pasado?, sin moverse ni mirarla Sangré, sangré bastante contesto él.

En la cama de al lado un hombre grueso dormía destapado de cintura para arriba, con una respiración muy forzada, como una ballena varada. En el cabecero una mujer delgada lo miraba, con un pañuelo blanco arrugado tapándose la boca, una mano sin apenas carne.

Ana respiro brevemente por la boca Llevé los carretes a revelar. Y te he traído nuevos. Un simple Gracias y más silencio, como el que tenían en casa cuando estaba él, pesada y larga ausencia de ruidos.

Entraron unas enfermeras para repartir la medicación. La luz que entraba por las ventanas estaba al máximo y hacía que sus sombras fueran alargadas, parecían agujas de un reloj de sol indicando las doce en punto.

El vecino del abajo quiere comprarte la cámara. Le dijo aprovechando el movimiento de la sala, la Leica no se vende.

Las sanitarias iban por parejas sin hablar, una soltaba las pastillas en el plato y la otra echaba agua en la taza.

Se puso todas las pastillas en la palma de la mano y se las echó en la boca. Bebió un sorbo de agua. Fue el primer instante en que dejo de mirar al techo. Tosió y unas gotas de sangre le mancharon el cuello del pijama.

Cuando Roberto volvía a respirar con normalidad Ana se levantó Tengo que irme. Él ni contestó, volvió a la postura que tenía. Hasta la semana que viene. Cuídate.

Al llegar al portal de su casa la esperaba Enrique, como cada día. Caminaron por la calle hasta quedar lejos de la vista de los vecinos, entonces la abrazó y la besó en la mejilla. El olor a lejía era tan fuerte que se tocó la nariz como ella había hecho en el sanatorio, pero no dijo nada, quizá pronto terminarían las visitas semanales y serían libres.

No tuvo que esperar al siguiente domingo, su marido murió el jueves de madrugada, la parca cogió su sueño y su alma con una sola mano, apenas pesaba.

Ana sólo recibió la Leica y dos carretes, no había más pertenencias en el sanatorio, salvo la ropa, que rechazó.

En el funeral poca asistencia, no se hizo mucha publicidad, la gente tenía pavor a la enfermedad incluso después de la muerte.

Enrique no fue, por el que dirán, pero tampoco se presentó a la cita con ella al día siguiente. Ni ningún día más. Durante el funeral robó la cámara y todos los negativos que guardaba el difunto en una caja con llave. La primera se vendió en el mercado negro, con los segundos se fabricaron peines para el ejército republicano.

La cámara ahora descansa en un restaurante de carretera, en una exposición con muchas máquinas antiguas. Cuando algún viajero le pregunta al propietario por el precio, este sin saberlo contesta como su primer dueño la Leica no se vende.

© Jacob Hódar Padial. 14/07/2020


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