—Ha muerto el cretino— dijo Laura al otro lado del teléfono.

— ¿Quién?, parece que te importara una mierda.

—Pues José Luis, ¿quién va a ser?

— ¿Qué dices?, ¿qué ha pasado?

—Ayer lo ingresaron, no te dije nada, la verdad es que no pensaba que fuera grave.

— ¿Pero entonces?

—Pues no he hablado mucho con mi madre, lo traen en un rato, el velatorio será en casa, mi madre se ha lucido. Creo que un infarto, ya sabes, estaba demasiado gordo.

—Sí, bastante, ya le dije no hace mucho tiempo que ser obeso a su edad era peligroso, pero bueno.

—Ya, su médico le había recomendado hacer dieta, pero él no iba a privarse de nada.

—Y… ¿qué vas a hacer con la fiesta? ¿Lo has pensado?

—Aún no he tenido tiempo de nada, me ha llamado mi madre desde el hospital para decírmelo y pedirme que prepare la casa para el velatorio, que en una hora estarán aquí y en un rato preveo que aparecerán las primeras vecinas.

—Si cojo el coche ya, puedo estar en ahí en hora y media, ¿voy?

—No, no, tú ven tranquila y piensa alguna solución para la fiesta. Dios, ¿qué voy a hacer con todos los amigos que se han cogido el puente para venir?

—Ahora ocúpate de que esté todo correcto en tu casa y yo pensaré alternativas. Te llamo después. Un beso— y colgué.

Esa misma noche, entrada la madrugada, recibí la llamada desesperada de Laura.

—Tienes que ayudarme, Bea. Ese cerdo no se va a ir de este mundo así.

—No sé qué me pides, pero voy para allá—le dije.

—Trae tu maletín.

Aunque yo estaba en ciencias y Laura en artes, nos veíamos con frecuencia por el instituto y tras aprobar la selectividad hicimos un viaje por Europa en plan mochileras, con dos amigos más de su curso. En septiembre de aquel año ella se marchó a Madrid para continuar sus estudios superiores de fagot y yo empecé a estudiar Medicina en Granada. Años más tarde, ambas continuamos viviendo en las mismas ciudades, que es donde trabajamos. Durante todos estos años nos hemos llamado casi todos los días, y nos vemos cuando coincidimos en nuestro pueblo o nos visitamos en Granada o Madrid, así que sabía de primera mano la ilusión que le hacía su fiesta tras haberse doctorado. Fue a los siete años, tras el fallecimiento de su padre, cuando Laura se matriculó en la escuela de música, y ahora es una brillante concertista y profesora de conservatorio. Mi novio y yo le íbamos a ayudar en la preparación de la barbacoa, y para ello numerosos amigos habíamos cogido días para juntarnos. Un par de meses antes de la fecha de la fiesta estuve en Madrid con Laura, hablamos sobre hacer un viaje las dos juntas por Asia, ella estaba muy ilusionada. Y ahí estaba yo, aprovechando el tiempo libre extra de que disponía desde que mi novio se había marchado a Alemania a trabajar para preparar el gran viaje que haríamos en unos meses Laura y yo. Habíamos decidido ir a Vietnam y parte de Camboya. Eran lugares exóticos y a la vez místicos, y podríamos combinar algo de senderismo en las montañas norteñas de Sapa, en Vietnam, con ciudades museísticas como Hoy An, o bulliciosas como Ho Chi Min. Después visitaríamos el sur de Camboya, y como colofón cuatro días en una isla para aburrirnos a placer. Introducía los datos del pasaporte de Laura en la web que usaba para comprar los vuelos, cuando me llamó para informarme de que José Luis, su padrastro, había fallecido víctima de un infarto. Dejé la preparación del viaje a medias, hice la mochila y salí hacia el aeropuerto de Málaga, donde mi chico llegaría en dos horas. Cuando llegó se puso al volante y nos dirigimos a Jaén: en menos de tres horas estábamos allí. Paramos en mi casa para dejar el equipaje y saludar a mi familia, y tras una ducha rápida fuimos a casa de Laura.

— ¡Qué pronto llegáis!— me dijo Laura al abrir la puerta. Nos dimos un abrazo.

—Te acompaño en el sentimiento— le dijo Quique, mi novio.

Ella me miró de forma irónica y a continuación entramos en aquel recibidor que ya estaba atestado de gente. Eché un vistazo, pero no reconocí a allegados del fallecido o de su mujer. Dos mujeres se levantaron a besarme, habían sido vecinas y amigas de mi abuela.

— ¿Quieres tomar algo? — me dijo Laura.

—No quiero molestarte mucho, pero si tienes algo para picar…—yo me moría de hambre, no habíamos comido nada en el camino.

—Vale, te haré un sándwich.

Quique y yo pasamos a la sala contigua, y tras saludar a su mujer me acerqué a aquel enorme ataúd para ver la cara del difunto. Desde muy pequeña acompañaba a mi madre a los velatorios, no podía entender que yo hubiera visto a esa persona días atrás, y en ese momento reposara de forma eterna, sin vida (nadie se extrañó cuando quise ser forense). En este caso, conocía bastante bien al difunto, aunque la relación de mi amiga con su padrastro era inexistente desde hacía años. Laura apareció en escena con un plato y mi comida.

—Toma tu sándwich, y un vaso de agua fresca.

Yo seguía junto al muerto, cualquiera que me viera podría pensar que me habían contratado de vigilante y estaba en mi turno de comida. Laura me cogió de la muñeca y tiró de mí, la seguí hasta la cocina, cerró la puerta y sacó el tema:

—Mira, he pensado que si no lo hacemos esta vez, para la siguiente no van a venir tantos amigos, estaremos cuatro gatos.

Después de pensar unos segundos dije:

—Sí, pero ¿cómo vamos a hacer la fiesta con el velatorio aquí?

—No es mi culpa que el cretino haya decidido morirse justo ahora. ¿Sabes que el funeral es pasado mañana?

— ¿Tan tarde?

—Sí, Bea, tiene dos hermanos en el sur de Francia y no les daba tiempo a llegar, por eso le han puesto esa cámara frigorífica al ataúd.

— ¡Pero la fiesta estaba prevista para mañana domingo!

—Claro, la mayoría de los amigos se marchan el lunes, que es festivo. Lo peor es que hoy, con todo esto, no he ido a comprar, y en el congelador no hay tanta carne.

—Podemos ir Quique y yo a algún sitio.

—A estas horas sólo os venderán hielo y bebida.

—Bueno, si la gente tiene para beber se les olvidará que no hay comida.

Laura suspiró y añadió para finalizar:

—Bien, pues todo sigue como estaba previsto. La gente entrará por la puerta del garaje y desde allí directos al patio, que ya está la barbacoa preparada.

— ¿Tu madre lo sabe? —le dije.

—Aún no, se lo diré mañana, cuando ya no pueda echarse atrás. Esta casa era de mi padre, y no voy a permitir que el cretino y ella me fastidien toda la vida, ¿no crees que ya tuve bastante?

—Estoy contigo. No será la fiesta que habías soñado, pero estaremos todos los que tú querías. —y le di un abrazo.

Algunos años más tarde de la muerte del padre de Laura, la madre se fue de viaje a Almagro con unas amigas de una asociación y allí conoció a un hombre robusto con una enorme panza, que estaba divorciado y vivía en algún sitio de Aragón que no recuerdo. Iniciaron una relación y en pocas semanas, contra la voluntad de mi amiga, se había mudado a vivir con su novia y la hija, Laura. Mi amiga empezó a quedarse a dormir en casa de sus abuelos paternos, pero su madre dijo que la niña se iba a criar mal, así que tuvo que volver y compartir el hogar con José Luis y su madre: comer con él, sentarse en el sofá con él y esperar a que José Luis saliera del baño para entrar ella. Así fue como encontró su verdadera vocación: para huir de una situación que la sobrepasaba, Laura se refugió en la música. Como José Luis no soportaba el sonido del fagot toda la tarde, le propuso a la madre habilitar una habitación insonorizada para la niña. Compró el material necesario y la enorme variedad de herramientas que tenía y lo habilidoso que era con el bricolaje hicieron el resto: la sala estuvo terminada en unos días. Él estaba contento por no tener que escuchar a la hija de su novia ensayar y Laura tenía su propio espacio para tocar, cantar o gritar como a ella le complaciera. Si las paredes de esa habitación, que Laura bautizó como sala musical, hablaran, se podrían escribir grandes libros de confidencias, y fue allí fue donde Laura me contó el primer encontronazo que tuvo con José Luis.

—Yo estaba detrás de la puerta del baño, a la espera de que él saliera de la ducha, cuando la puerta se abrió y salió desnudo, pero al completo.

Mis ojos no podían abrirse más, ambas teníamos doce años, y no habíamos visto a un hombre desnudo en nuestra vida.

— ¿Y cómo te quedaste?

—Uff, muerta, pero articulé a decirle ¿qué haces sin toalla? Y me dijo: es que no me da la anchura de la cintura, niña.

— Qué bestia el tío.

—Sí. Después bajé a la cocina a decírselo a mamá, pero no me hizo ni caso, decía que como yo no lo soportaba iba a inventarme lo que fuera para que ella lo dejara, incluso se enfadó conmigo.

— ¿Se lo has dicho a tus abuelos?

—No, y tú tampoco lo harás. Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie, mi madre me ha dicho que si le cuento la mentira esa a alguien tendré problemas. Ella está empeñada en que José Luis es un hombre muy bueno, y que si le doy tiempo llegará a quererme.

—Vaya con tu madre.

Aquella historia volvió a repetirse, José Luis se paseaba desnudo por la casa cuando su novia no estaba, pero sí la hija. Más de una vez le pidió a Laura que entrara en la ducha a enjabonarle la espalda porque él no llegaba, le preguntaba si le parecía demasiado gordo y si eso le resultaba sexy. Laura evitaba responder a cualquier insinuación, y por supuesto, jamás entró al baño o al dormitorio conyugal si no estaba la madre presente. La relación con ella fue cada vez más distante y la hija sólo aspiraba a tener dieciocho y marcharse de casa, para volver sólo a la de sus abuelos, que siempre habían estado ahí. Su madre nunca le creyó lo que le contaba acerca del acoso que sufría por parte del padrastro. Por eso, para Laura irse fuera a estudiar fue toda una liberación. Los primeros años casi no venía al pueblo, y era yo la que iba a verla a Madrid; después tuvo algún acercamiento con su madre y empezó a venir cada dos o tres meses, aunque se quedaba a dormir en la casa de sus abuelos paternos.

La primera noche en que se veló el cuerpo de José Luis, cuando recibí la llamada telefónica de Laura para pedirme que fuera, no me lo pensé dos veces. Quique ya dormía. Cogí mi maletín y conduje hasta donde vivía Laura, aunque aparqué en la calle de atrás para entrar por el garaje. Ella ya me esperaba. Entramos y me llevó a la sala de música, allí podría contarme todo lo necesario sin miedo a ser escuchada. Su madre acababa de acostarse y todos los familiares y conocidos se habían marchado. En la sala del difunto casi reinaba el silencio, imposible por el murmullo hipnótico del motor de la cámara refrigeradora que tenía instalado el ataúd.

—Bea, ¿recuerdas las veces que te dije que a este cretino tenía que cortarle el pito?

Hice una mueca de asco que se mezcló con un interrogante.

—Pues es ahora o nunca. Este tío no se va al otro mundo con la pinga. Y ya de paso, le quitamos algo más. He sacado la carne del congelador, y es poca para los que estamos. Y lo que me dijiste de la bebida no me termina de convencer — me dijo.

— ¿De verdad sugieres que desmembremos a este tío? ¿Te has vuelto loca?

—Para nada. Dije que algún día me vengaría, y el cretino se ha ido de este mundo antes de tiempo. Es ahora o nunca.

Tras una charla de psicología, no sé si Laura me convenció o me nubló el juicio, pero en media hora teníamos el ataúd abierto, y yo me encontraba con una pierna del difunto y herramientas de todo tipo a mi alrededor. Con mucha precisión conseguí cortarle una pierna a la altura de la cadera, y después su miembro viril. El fémur hubiera sido imposible seccionarlo sin hacer ruido, pero la cadera es sencillo de desencajar con cierta maña. Una vez tuvimos la pierna y el pene, los envolvimos con mucho cuidado en plástico y los trasladamos a la sala de música. Arreglamos el cadáver para que no se notara nada, atamos con cuidado el zapato vacío a su compañero, y nada allí podía hacer pensar que a ese hombre le faltaba una parte importante de su cuerpo.

Lo que hacíamos Laura y yo en ese momento era un delito de profanación de cadáveres, pero estábamos demasiado ensimismadas con nuestra tarea como para pensarlo. Preparado e impoluto el ataúd, volvimos a la sala de música y tras envolver lo que pudimos con plásticos, me puse unos guantes y con mi pequeña sierra eléctrica corté la pierna de aquel señor en rodajas que, vistas de forma independiente, tenían muy buena pinta, aunque ni Laura ni yo osaríamos probarlas. El pene lo metimos en una bolsita y Laura lo sacaría después al cubo de la basura no reciclable. Cuando estuvo todo limpio guardamos cada cosa en su sitio y las chuletas en la nevera.

La madre de Laura montó en cólera cuando a la mañana siguiente descubrió que la fiesta se iba a celebrar, aunque se le pasó rápido el mal trago después de zamparse un plato de carne asada que su hija le subió a la cocina.

— ¿De qué son estas chuletas?, es la carne más deliciosa que he probado en mi vida—dijo la viuda.

—Creo que son de pierna de ternera, las ha traído uno de los amigos—le dijo Laura—. Dejaré algunas en el congelador, que han sobrado.

Ninguno de los asistentes probó a José Luis, lo dejamos todo para la viuda. La barbacoa fue todo un éxito, yo llevé pescado que encontré en el congelador de mis padres y junto con la carne que Laura había comprado, nadie pasó hambre. Después, todo fueron risas, música y bailes.

Laura pasaría página y yo, lejos de estar preocupada o arrepentida, me encontraba muy bien. A pesar de sus treinta y tres años, Laura no había tenido relaciones con ningún chico (y le gustaban), le daba arcadas verlos desnudos o imaginarse una escena íntima con alguno.

Tal vez la venganza no fuera suficiente.

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