-Eres una tocapelotas.

Y allí estaba él sentado en mi sofá, frente a mí, cruzando las piernas, descalzo, con sus vaqueros de pitillo y una camisa blanca entreabierta que dejaba ver un poco de su pecho liso y la clavícula .

-Tocapelotas. -Volvió a repetir esta vez más bajo como si  estuviera follándome , y dio una calada al porro que se estaba fumando. Aspiró fuerte como si pudiera devorar de una vez el cigarrillo, y lo metió bien hondo en los pulmones.

Un mechón de su rizos pelirrojos le caían por la frente, y sus ojos verdes estaban entreabiertos. Se estaba fumando el porro de marihuana como si no hubiera un mañana. El humo ascendía desde sus dedos hasta la cara, como una neblina que le hipnotizaba.

Yo le miraba atónita, sin saber qué decir o queriéndole decir muchas cosas. Sentada frente a él en el borde de mi sofá, con el móvil en la mano. Era la segunda vez que me llamaba tocapelotas ese día y estaba decidiendo qué hacer, presa del pánico.

Hacía a penas cinco días que le conocía. Una llamada de mi hija desde Londres. Mamá viene una amigo a Madrid. Mamá con una beca del CSIC. Mamá que es buen chico y solo se va a quedar unos días hasta que encuentre algo. Échale un cable mamá, que es ingeniero informático. Que sí, que solo unos días y lo mismo te enseña a manejar tu Mac, que te lo has comprado y no tienes ni idea. Déjale unos días, que es un buen amigo, que no mamá que no es mi novio, sólo un amigo.

Ella lo sabía, sabía que yo iba a protestar, pero al final iba a ceder.

El chaval se presentó en mi puerta con una pequeña maleta de cabina de Ryanair. Unos pantalones gastados y una trenca azul casual y un cigarrillo encendido entre los labios y un portafolios debajo del brazo.

Hola, dijo, sin despegarse el cigarrillo de la comisura de los labios y se metió en mi casa sin esperar a que yo le invitara o le devolviera el saludo.

Bonita choza, creo que dijo. Yo ya no le escuchaba. Tiró su portafolio sobre el sofá y se quitó el abrigo. Era delgado. Llevaba unos pantalones estrechos de cuadros muy londinenses y una camiseta azul. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y encogió los hombros. Entonces me sonrió. Como un niño desamparado. Sus ojos verdes iluminaron el cuarto.

-Ya estoy aquí, -dijo con el cigarrillo en la mano- ¿tienes por ahí un cenicero?

Después del divorcio yo había vuelto a fumar. Sola en casa. También había vuelto a comer. Y a engordar. No me importaba. Caer. Ya no me importaba.

-No. -Esas fueron mis primera palabra- No. – Dije para asegurarme.

-¿No?- Apagó el cigarrillo en la maleta- No pasa nada.

Al día siguiente se instaló a sus anchas en el habitación de mi hija. Llamé y me abrió pero no me dejó pasar. Colocó un brazo en el marco de la puerta, llevaba una camiseta de tirantes y pude ver el contorno de sus músculos sin un gramo de grasa. Olía a sudor y a hierba, recién cortada. Miré por encima de sus hombro y pude ver el cuarto lleno de ordenadores. Parecía el Apple store de Sol. En la maleta debía llevar solo ordenadores o aparecieron allí mientras yo dormía. Debió ver mi cara de confusión ante aquélla sucursal de la NASA y entrecerró más la puerta.

-Estoy bien.  -Dijo, mientras cogía la copia de las llaves del piso que yo sostenía en las manos como un adorno de navidad.

No tuvo necesidad de ellas. Se encerró en el cuarto y aparentemente no se movió de ahí en tres días. Yo no le veía pero le oía hablar. Entonces me acercaba sigilosamente a su puerta para cazar alguna palabra, alguna conversación, algún ruido, alguna pista de lo que estaba haciendo en su encierro. Le oía gritar o más bien exclamar, algún “nooooo” o “shit!”. Le oía reír, se reía con alguien. Le oía murmurar, muchas veces murmurar. Y alguna que otra vez le oía gemir, como si tuviera una pesadilla o se estuviera masturbando. Me quedaba ahí, pegada a su puerta, escuchándole hipnotizada, imaginándole con su camiseta sin mangas agitando aquellos brazos perfectamente musculados. Era en esas ocasiones cuando sentía vergüenza de mí misma, y me veía más vieja y más gorda que nunca.

Únicamente salía de su encierro cuando llamaban al timbre de la puerta. Telepizza. Tele chino. Tele sushi. Fast Bocata. Y así.

-Es para mí. -Me interceptaba, y con la caja de pizza o lo que fuera en la mano me regalaba una de sus sonrisas mientras pagaba al mensajero. Y volvía a su cuarto.

Solo por la noche le oía abrir su puerta y vagar por el piso a oscuras. Parecía no dormir nunca o a ratos. Iba a la cocina, se sentaba en el sofá, baño, y mi puerta. La puerta de mi cuarto. Se quedaba ahí un momento. Podía oírle respirar agitadamente . O eso a mí me parecía. Olía a tabaco, como si estuviera fumando un cigarrillo ahí parado, de pie, escuchándome, como yo hacía de día. Y luego se alejaba. “Lo apagará en la maleta” pensaba yo, porque nunca le ofrecí ceniceros. Y me dormía soñando que él abría la puerta, se metía en mi cama y me bajaba las bragas, hasta las rodillas, mientras me susurraba ardiente “déjame follarte”.

Al cuarto día resucitó, como un lázaro saliendo de su cueva informática.

Era una mañana gris, los árboles pelados se agitaban tras la ventana. Intentaba trabajar con mi nuevo Mac editando un vídeo que había grabado con algunos alumnos de clase, pero daba vueltas y vueltas de un tutorial a otro y no había manera.

Le oí acercarse a mis espaldas y antes que pudiera darme la vuelta se pegó a mí, solo nos separaba el respaldo de la silla. Apoyó su barbilla en mi hombro mientras miraba la pantalla de mi Mac. Sus rizos encrespados rozaban mi cara. Olía a tabaco y a hierba recién cortada.

-No, así no- y empezó a mover rápidamente sus dos manos sobre el teclado-¿lo ves?

Yo no veía nada.

-Intentaba…-Balbuceé sin sentido aspirando su olor para retenerlo más tiempo en los pulmones, intentando conservar unos segundo más la memoria del roce de su cuerpo.

-Lo sé, lo sé. Mira- y siguió agitando sus dedos sobre el teclado. Me echó a un lado, y se despegó de mí, sentí un desgarro- ¿lo ves?

-No, no lo veo. -Dije aturdida.

Entonces se puso a la altura de mis ojos, y por primera vez me miró, intensamente, como si buscara algo remoto en el fondo de mi mirada. Me acarició la mejilla con el anverso de sus dedos. Y esbozó una sonrisa.

-No te preocupes, cielo, no es tu culpa, es tu generación. Sois una especie de inmigrantes digitales.

-Una carroza, vamos. -Me aparté bruscamente, con la piel todavía erizada. Me alejé de él todo lo que pude, y no era bastante.

-Si tú lo dices… -Rió- Vamos, sí vamos.

Me cogió de la mano y tiró de mí bruscamente bajando la pantalla del Mac.

-Vamos- siguió tirando de mí como un niño impaciente, hasta que consiguió arrancarme de la silla- ¿Tienes coche?¿Me invitas a comer?

-¿Y qué más?-me puse irónica-¿Un crucerito por el Caribe?

-Eso más adelante, cielo. -Y me empujó a la calle.

El restaurante era un asador acogedor a las afueras de Madrid. Olía a chimenea y carne a la brasa. El olor se pegaba a las ropas como un sello castellano de origen. Era tarde para comer y pronto para cenar, estábamos solos al lado del fuego.

Le miraba comer devorando el chuletón que había pedido sin ni siquiera mirar la carta. Mi plato estaba intacto. Por primera vez desde que empezó el divorcio yo no tenía hambre. No sabía si celebrarlo o echarme a llorar. Por si acaso, por aquello que el mundo puede acabarse en cualquier momento, decidí celebrarlo. Era ya mi cuarta copa de vino tinto e iba a por más.

Yo le miraba atentamente sin rechistar, él devoraba y mandaba whatsapp sin levantar la vista del móvil. Cosa de juventud, pensé yo, y me volvió la misma sensación de incertidumbre. Reír o llorar. Aplacé la decisión. De pronto él levantó la vista del móvil mientras apartaba, sin dejar el tenedor, un mechón cobrizo de sus cabellos que le tapaba ahora los ojos y me miró.

-Recuerdos de Mariam

-¿Mi hija?-Dije yo sorprendida.

-¡No, de mi prima!-bromeó-¡Pues claro!

-Dime si tú y Mariam…

Selló mis labios con su dedo pulgar y los acarició suavemente.

-Aquí hemos venido a comer y no a hablar. -Me miró otra vez intensamente buscando algo en mis ojos y yo no sabía qué- ¿No comes?

-No, no hemos venido a hablar. -Dije lacónica- Aquí he venido yo a verte comer.

-¡Qué tocapelotas eres!

Di un buen trago a mi copa de vino para tragarme esas palabras. Fueron las últimas palabras de mi ex marido, y las primeras de una batalla campal.

Me levanté precipitadamente de la mesa llena de rabia y le dejé ahí plantado. En algún lugar de la Sierra.

Al llegar a casa estaba atardeciendo. Cerré la puerta de un portazo, decidida a entrar en su cuarto, el cuarto de mi hija, y averiguar qué pasaba allí. Justo cuando ponía la mano en el pomo de la puerta vibró mi móvil en el bolsillo.

Número desconocido, y en mensaje de whatsapp “Te veo. No te atrevas a abrir la puerta de mi cuarto!!!” en fondo verde. Me alejé de la puerta como si quemara. ¿De verdad me veía?¿El cabrón había instalado cámaras de vigilancia?¿Vigilar a quién o qué? Otro mensaje más “Me has dejado tirado” emoticono carita llorando a lágrima viva. Otro “Voy”. Otro más “Llego” .Y otro “Ahora sí  que vamos a hablar!!!!”

Me puse a dar vueltas en el salón con el móvil en la mano. Como una loca. Loca. Una voz dentro de mí me decía. Loca. Loca. Loca de atar. Como un mantra, como si la consciencia de estar loca me vacunara de él.

A los pocos minutos se abrió la puerta. Me sobresalté. Yo todavía llevaba el abrigo puesto. El bolso colgado del hombro y el móvil en la mano. El número de la policía estaba preseleccionado.

-Ya estoy aquí. – Me miró con sorna.

Se acercó a mí muy lentamente, como si supiera qué estaba a punto de marcar en el móvil. Se quitó la trenca y la tiró al suelo. Me quitó el bolso y lo tiró al suelo. También mi abrigo, como si estuviera desnudándonos. Me pareció que tardaba un siglo. Sus ojos ya no eran verdes sino amarillos y estaban en llamas. Me llevó al sofá. “Siéntate”
Y me senté. Él ocupó el otro sofá. No se escuchaba nada. Ni un vecino. Ni un coche. La luz de la tarde ya se había extinguido. Se descalzó. Se lió un porro de marihuana sin mirarme. Yo seguía asida al móvil como una tabla salvación. Cruzó las piernas y se sentó en el sofá cómodamente. Sus vaqueros estrechos de pitillo se ajustaron aún más ciñéndose sobre su paquete. Empezó a fumar. Su camisa blanca se abrió y dejó ver su pecho liso y la clavícula.

-Eres una tocapelotas. Tocapelotas. -Repitió otra vez retándome.

De un salto me abalancé sobre él. Le agarré del pelo rojo enmarañado tirando hacia atrás su cabeza. Pegué mi cara a la de él. Olía a tabaco y a hierba recién cortada. Con la otra mano bajé hasta su entrepierna. Tenía el sexo duro y caliente. “Así, así es como toco yo las pelotas” Le espeté. Y sentí más fuerte su erección. Mientras le besaba pensé confusamente que en algún lugar alguien o algo me había tendido una emboscada y me había puesto la piel del revés.

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