¡Mamá, qué vergüenza!

¡Mamá, qué vergüenza!

Concha

14/07/2020

¡Mamá, qué vergüenza!

A los seis años descubrí que mis padres mentían. Y no me refiero a eso de los Reyes Magos. Eso, simplemente, no podía ser. Los reyes son tres y los padres son dos —así de convencida se lo refuté a mi hermana mayor. Las matemáticas acababan de decepcionarme y yo a ellas desde ese primer curso de EGB.

—Son mentiras que no hacen daño —nos dijo mamá, al salir de la modista.

—Solo he dicho la verdad, la comunión es el día del Corpus —me defendí sin entender su enfado.

—Eso nos dijiste —me secundó mi hermana.

Unos minutos antes, la modista que nos confeccionaría el vestido para “el día más feliz de nuestra vida” —o eso pretendían las monjas que afirmáramos—, nos preguntó por la fecha de ese día tan importante.

—El dos de junio —contestamos al instante mi hermana y yo, muy seguras y orgullosas por dar respuesta a un adulto.

—Es el diez de mayo —nos rectificó mamá fulminándonos con su mirada.

—Mamá, que no. Me acuerdo de eso del Corpus Cris… Ay, qué daño —me quejé al sentir un fuerte pellizco en un brazo.

—No les haga caso. Qué sabrán ellas. Entonces nos vemos la semana que viene para una primera prueba, ¿no? —dijo mamá a la modista mientras nos empujaba hacia la calle— ¡Por Dios!, con estas niñas no se puede salir de casa.

Con el tiempo, fui yo quien afirmé eso mismo, pero desde el otro lado.

Una vez que ya aprendí a no contradecir sus mentiras, esas que “no hacen daño”, descubrí el significado de “vergüenza ajena”.

En el mercado de la Plaça de l’Olivar me dejó esperando en la cola de la carnicería al tiempo que ella iba a la frutería.

—No seas tonta, que no se te cuele nadie. Pide un pollo, bien majo —me daba las instrucciones sin parar de caminar para no perder tiempo.

—¡No! Esperaré a que vuelvas —me quejaba yo, pero ya sin verla— y se lo pides tú —resignada terminé la frase al aire.

A medida que se aproximaba mi turno buscaba a mi madre con la mirada y solo conseguía acelerar mis pulsaciones.

—Reina, ¿qué te pongo? —me preguntó el carnicero.

—Yo, yo… espero a mi madre —tartamudeé.

—¿Esa mujer que siempre va con prisas y parece extranjera?

—Sí —contesté recordando la de veces que se hacía la sueca—. Un pollo —me atreví a pedir.

—¿Éste va bien? —agarró un pollo sin plumas, por el cuello, y lo alzó como si fuera un trofeo.

—¿Es majo? —le pregunté sin apenas mirar esa bola con cabeza caída que estrangulaba con sus grandes dedos.

Cargada con el pollo rozándome las piernas, me dirigí a la zona de frutas y verduras. Divisé a mi madre a lo lejos.

—Niña, ven a probar una mandarina —voceaba ella alzando el brazo y la voz.

—Mamá —le recriminé apretando los dientes al ver cómo iba “probando” todo lo que pillaba.

—Toma, una fresa, mira si están a punto. ¿No quieres? Pues una uva. No seas tonta —me decía nada más llegar.

Y yo me alejaba con las mejillas sonrojadas oyendo lo que no decía: “come, es gratis”.

—Anda, ve haciendo cola al de los quesos. Ahora subo —me ordenó.

Guardé su turno dejando pasar a todas. Incluida a mi madre, que se iba haciendo hueco, ella sola, hasta la vitrina:

—No ves que todo el mundo te pasa. ¿Estás atontada, o qué? —me reñía delante de todos—. Venga Pepe, ya me toca. Dale a probar ese suavecito, a ver si le gusta, que esta niña no come nada.

Y así acallaba a la señora a la que Pepe estaba sirviendo. La mujer tragó y yo también.

—Aquí tiene la cuenta: el trozo del semi, un cuarto de tierno y el curado —le explicaba Pepe entregándole el tique y la bolsa.

La observé echar un vistazo fugaz al total y rebuscar en su monedero.

—Ay que ver lo rápido que se vacía esta cartera. Lo siento, no llevo el pico –le dijo distraída alargándole el billete.

Aprendí que eso era una táctica de ahorro, no una mentira. En las tiendas de ropa optaba por el descuento.

—Con lo que me llevo bien puedes hacerme un buen descuento, en nada ya están aquí las rebajas —le dijo a la dependienta.

—Lo siento señora, si fuera la dueña…

—La dueña siempre me lo hace, al menos el diez por ciento. Llevo años comprándole —mentía intentando conseguir algún rebaje por nimio que fuera.

Y yo salía con un “tierra, trágame”. Para luego oír “quien no llora, no mama”.

Al llegar a casa, andando y bien cargadas, las riñas seguían.

—¡No has pedido el pollo a cuartos! —se quejó soltándome su refrán favorito y el que menos me gustaba— «Qui pets envia, merda espera”.

—Me dijiste majo, no a cuartos —me defendí en vano.

Con ese pollo comíamos todos. Cada miembro de la familia tenía asignado su parte según el rango de importancia, deduje yo. Mi padre, la pechuga. Mi hermano mayor, que ya trabajaba y comía mucho, un cuarto. El otro muslo para mi otro hermano. Mi hermana, las alitas —pobrecita, con el asco que le daba cruzar la Plaza de España. Me acuerdo de su mano agarrada a mi brazo, mientras esa multitud de palomas batían sus alas frente a nosotras, y ella gritaba con los ojos cerrados—, solo las pinchaba un poco con el tenedor sabiendo que acabarían en el plato de mamá. Para mí, las patas, previamente chamuscadas, con ese olor a pelo quemado. Y como apenas comía, me entretenía con esos huesecillos.

El peor trago lo pasaba en esas raras ocasiones en que mamá aceptaba comer fuera:

—¿Cómo voy a dejarlo? Luego nos hará falta en la cena —se excusaba mi madre metiendo el pan en su bolso—. No me mires así, bien nos lo cobran —me reprochó antes de salir del restaurante.

—Mamá, ya no es necesario —le dije sabiendo que para ella era imposible olvidar esos años de penuria que debió pasar en la posguerra.

—¿Cómo crees que hemos llegado a esta situación, despilfarrando?

Con los años la entendí. Todavía me cuesta dejar algo en el plato.

fin

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