El sexo había pasado, como un texto que ya no servía en un cesto. Aunque dudo de algún un roce, un reojo, un saludo cordial; ahora me había vuelto una foto carnet intentando escribir. 
Hubo de venir el chico del laboratorio, Mark, para traerme unos rollos que le encargué (uno 35 mm y otro 6 por 6) y me trajo el resultado del último. Como sabía que venía él, fui a lavarme la cara y a limpiarme lo rojo del tanino de los dientes. Volvió a preguntarme si estudiaba fotografía y volví a responderle que no, que debería. 
No sé qué significaba eso: ¿Que mira mis fotos detenidamente? ¿Que le parece que eran malas? ¿Que quería hablar de algo? Lo miré a los ojos y le di las gracias, pero por dentro le dije que no me espíe, que no las había tomado para él. Y vio lo incongruente entre lo que decía y cómo lo miraba, fue como decir que si y que no al mismo tiempo.
El tema es que cuando disparo, a veces, pienso cuál será su opinión. Quiero sorprenderlo, o prefiero que no vea tanto. Antes me imaginaba que una máquina lo hacía, una emulsión, un fijador; pero ahora había una mirada en el revelado. 
Me he hecho pocos autorretratos desde que les llaman selfie, pero desde hace algún tiempo cierro el rollo con una foto frontal. Creo que no, pero en algún punto, lo hago para Mark. No intento ligar, creo decirle: “Yo también te estoy mirando”.
La hoja de contactos ya lo decía todo, el último, no había sido un buen rollo. Esta lista dice mucho del fotógrafo, de su visión, de su búsqueda; si ha tomado el mismo objeto dos o tres veces, si ha cambiado de ángulo o si logró la foto de un solo disparo. Pero cuando uno está parado en la 36 de 36, da igual todo lo anterior, es la última oportunidad.
Total, que se me vino abajo toda la expectativa que tenía en ese retrato. Vi que ni el chico con el que salía, ni su suéter rojo estaban en foco. Pero las gotas de lluvia en la ventana detrás, estaban en primer plano. Era la primer foto en la que salíamos los dos juntos y la última. Fue un error, pero salió bien; como cuando se escribe sobre un tema y luego uno se pregunta si habrá escrito sobre algo más; quería captar un gesto y el resultado fue un momento.
-“No te muevas”, le había dicho. E hice el disparo mientras estábamos terminando. No era un buen momento, pero no iba a dejar pasar la luz así nomás. Debería haber dicho: “Cuando terminamos”, como un punto en el pasado. Pero la escritura permite eso, el “ahora” se actualiza cuantas veces uno lo quiera. En fotografía no, “ahora” es el momento decisivo, y no hay vuelta atrás.

Para mí todos los rollos tienen una música de fondo, como cualquier escena. El director les dice a los actores que piensen en una canción determinada, para darle una atmósfera, un ritmo. El texto evoca imágenes y éstas a su vez una melodía, por eso repito el mismo tema hasta que lo entiendo y entonces ya no lo disfruto más. No es que lo quemé, comprendí lo que narraba de alguna manera. Buscar la letra o la historia de la canción que se nos ha pegado es igual a buscar el significado de nuestro nombre o un rasgo familiar. Una nota equivale a un fotograma fuera de foco y a su vez a la palabra duelo.
En el caso de mis fotos al tema lo descubro después, como si fuese el título de un relato. Releo el texto y los significantes comienzan a unirse en una cadena y de pronto uno es una calle sin salida y le doy suprimir. Pero pensar en aquello es como tener conciencia de lo que se escribe en ese primer párrafo, lleno de magia y de ignorancia: me dispongo a escribir sobre un rollo de fotos y termino hablando sobre una muerte. 
En ese primer párrafo “puerta” es aún cualquier puerta, antes de convertirse en “La Puerta” y antes de que las palabras pronunciadas frente al espejo sean una clave solo para mí y decida borrarlas con un papel húmedo, dejando al espejo transparente y vidrioso. El que las recita detrás toma otra relevancia, lo envuelve ahora un silencio y decide ponerle un subtítulo arbitrario: “auto-ficción”. 
Pero después reaparece, más tarde en el cuerpo lógico plagado de términos y pregunta: -¿Soy la puerta? Y siempre respondo que aún no lo decidí, que hay muchas otras; y tomo otra copa, como si fuese la última. La puerta se abre sola y la luz roja se apaga y desde adentro una voz dice: -“Te estoy viendo”.
Mejor no saber lo que piensa Mark de mí y menos qué estará haciendo. Calculo que ahora mismo entra y se enciende la luz. Lo hace todo con los ojos cerrados, lo abre con la pinza, con mucho cuidado, como si tocase algo que conoce muy bien. Luego, los líquidos comienzan a actuar, a deslizarse sobre la película. Sabe que un descuido puede destruirlo todo, su mano puede hacerlo, por eso decide cual será el cuidadoso y medido contacto porque un pestañeo, un haz de luz y adiós film. 

Una cita en un cuarto oscuro no es nada cortés. El calor del cuarto lo hace transpirar y alguien golpea su puerta. Se seca la transpiración y la abre a medias, la película no corre peligro, yo si. Su colega le dice adiós y se va y él se saca la camiseta y vuelve al film.
Al tiempo, mi texto buscaba un título, pero las palabras eran insuficientes y a la vez densas. Así que tomé dos perritos de cerámica de mi colección: los miré y los estallé contra el suelo. Recogí todas las partes y con un pegamento comencé la minuciosa labor de unirlos, locuras de confinamiento. Podría crear una bestia de dos cabezas o volver cada una a su lugar: una pata, un lomo, un rostro animal. 
La cosa se empezó a ordenar en mi cabeza, porque manipular objetos es mejor que pensar. Y al mismo tiempo que olvidaba el pudor y el texto y transpiraba, imaginaba aquella última película color que le entregué. 
Fui por una ducha, el vino me había subido. Y él, estoy casi seguro, comienza a enjuagar el material sensible y a ver las primeras imágenes. Examina los contactos y descubre un cuerpo, fotograma a fotograma. Que no lo hice para él, está claro. Eran unas partes mías, mi propia carne, mi texto, y otras de acá y de allá.
Desde adentro del cuarto oscuro se escucha Soul. La textura que examina está mojada aún, pero nada escapa a su vista ahora, porque todo lo que ve, le pertenece.
¡Película vista, película velada!
Sigue revisando el rollo y ordena en su mente el cuerpo fraccionado, como en una película policial. Su mirada no era el objetivo, para mi su mirada era el clac.
No sé qué será de aquel rollo que le confié. Recuerdo que para el disparo número treinta y seis puse un espejo en medio de unas flores que vi en el campo. Para que se quede vertical, le pedí, al del suéter rojo, que lo sostenga, escondido detrás. Comencé la cuenta regresiva y miré de frente apuntando desde mi estómago la Hasselblad y el viento tiró al antiguo espejo justo en el momento que disparé.
Quizás mi último autorretrato será otro cuerpo con otra mente en posición fetal. Esa foto final completaba la sinfonía, unía a todo el cuerpo en un plano general. No era ese el momento que intentaba capturar, quizás fallé otra vez.
Y el trabajo de detective habría terminado para Mark, lo único hermoso en él. Ahora tomo de mi copa frente al espejo y espero, la única luz de la habitación ilumina la puerta detrás. Está entreabierta, una mano sale de la oscuridad y la cierra y la lámpara roja de arriba se enciende. Ha vuelto.

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