La carretera serpentea entre árboles que marcan la frontera entre la claridad y la oscuridad más completa. El coche ruge y lanza sendos haces de luz que intentan abrirse paso entre la lluvia. Rodrigo piensa que esa carretera y el monte, translúcido, son obstáculos insalvables. Nunca le ha gustado conducir. Desde que terminó la guerra no ha vuelto a coger un coche. Además, su mujer, en el asiento trasero, está de parto. Lucía gime y lanza improperios que Rodrigo nunca antes ha escuchado. Caray con la hija del General. Rodrigo la quiere más que nunca, esos tacos cuartelarios la hacen mucho más próxima. Teme la siguiente curva, el siguiente cambio de sentido, el bache que provoque que Lucía no pueda contener al bebé que lleva dentro. Su hija. Al menos eso dice ella. Su mujer está empeñada en que el hijo que va a nacer es una niña, y así sería porque Rodrigo no cree que nadie pueda llevar la contraria a la hija del general. A veces se siente intimidado ante la seguridad de Lucía, igual que cuando tenía que cuadrarse delante de su padre. 

La vaca está tirada en medio de la carretera en una posición extraña, muy poco natural. Rodrigo piensa que la muerte tiene poco de natural porque es evidente que la vaca está muerta. Y vuelve a recordar la guerra y todas las posiciones similares que ha visto. Rodrigo sale del coche y siente que el agua cae como si alguien tirara cubos de agua desde el cielo. Piensa que no pueden tener más mala suerte. La vaca, en su posición de vaca muerta, es un obstáculo insalvable. Tiene dos agujeros cerca del lomo, parecen de bala. Un chasquido como de rama seca partida le saca de su ensimismamiento. Su primer pensamiento es que algún animal ronda por la zona. El segundo, apenas un instante después, es que un arma está siendo amartillada. Al volverse hacia lo que hasta ahora es pura oscuridad ve una silueta indefinida. La lluvia, un instante después, no impide ver que aquel borrón inicial es un hombre que le encañona con un subfusil. 

-“¡Quieto! No muevas ni un pelo” 

Siente tal parálisis que no puede articular palabra. Levanta las manos instintivamente aunque el hombre que le apunta también se lo ordena con un grito. Intenta abrir la boca pero no puede, sólo un leve quejido inaudible. En ese instante Rodrigo se da cuenta que el hombre acaba de notar la presencia de Lucía, el movimiento de su cañón hacia el coche así lo delata. Gotas de agua se escurren por el cañón del Mauser, acarician la punta del arma e inevitablemente acaban en el suelo.

-“Que salga ésa también del coche. ¡Sal tú también!” 

Rodrigo ve cómo Lucía sale titubeante y temblorosa del coche, llora. El cañón del maqui va de uno a otro como si de un péndulo se tratara. Parece que el guerrillero juega a “pinto pinto gorgorito” y a veces guiña el ojo como apuntando, lo que estremece a Rodrigo. El hombre es alto, enorme según parece ver Rodrigo. Lleva un chubasquero que no debe ser suyo, le queda pequeño. No se le ve bien la cara, aunque parece que tiene barba. Le recuerda la que llevan los vaqueros de sus novelitas del oeste. El hombre se le queda unos segundos mirándole.
-“A ti te conozco, eres Rodrigo el hijo del alcalde. Te vi en un periódico hace tiempo»
Un escalofrío recorre el cuerpo de Rodrigo. Su padre es muy conocido en la provincia, es tan conocido, tan falangista, que eso va a suponerle la muerte. Quiere decirle que nunca le interesó la política, que tuvo amigos republicanos hasta el comienzo de la guerra, que no tiene intención de hacerle daño. Pero no puede decir nada, la voz no sale y se ahoga en el miedo que empapa su cuerpo. Le
gustaría rezar, pero en realidad no cree en Dios. Piensa que está muy cerca de la nada, el vacío, la oscuridad. En breve, le rodeará la misma nada que existía antes de nacer. Con estos pensamientos el miedo da paso al desamparo. El mismo sentimiento que su primer día de colegio, apartado de su madre. Hace tiempo leyó que cuando alguien va a morir suele acordarse de su madre. Rodrigo solloza por lo bajo, como si no quisiera molestar. Parece que el guerrillero ha tomado una decisión y endurece su expresión, aprieta ahora los dientes. Da dos pasos hacia delante y Rodrigo ve ahora dos ojos azules que miran con odio, pero también con angustia. 

-“Estás acabado… Apártate de esa puta”. 

-“¡No! Por favor… no lo hagas, es el padre de mi hija! ¡Ten piedad!”. Los gritos de Lucía sobresaltaron a los dos hombres. El fusil cambió de dirección y encañonó a la mujer.

-“No querrás morir tú también… A mí me da igual ocho que ochenta, estoy muerto desde hace semanas, si no es mañana es pasao. He dicho que te apartes”. 

-“Nos tendrás que matar a los dos entonces.. mejor dicho, a los tres”

La frase se escucha nítida a través del diluvio. Rodrigo intenta decir algo, de nuevo las palabras no salen, ahora ahogadas por las lágrimas. Ve como el maqui apunta de nuevo a uno y a otro y el dedo índice acaricia el gatillo. Las gotas siguen escurriéndose por el cañón. Es evidente que duda, pero sólo una orden, un impulso, separan de la muerte a la pareja. Lucía ya no llora, parece que ha dejado de respirar, como si eso pudiera repeler las balas. De repente, el hombre empieza a bajar su arma en un movimiento apenas perceptible. Traga saliva y su rostro duro, marcado por la intemperie y la guerra parece relajarse. Hace un chasquido con la lengua. Blasfema. 

-“No puedo… Alicia, mi niña, si me viera..” El arma ya no apunta a la pareja en su descenso cuando, de repente, parece que la lluvia deja de sonar. Dura una milésima porque súbitamente una descarga atraviesa las filas de árboles, ahogando el final de la frase. El maqui cae con los ojos muy abiertos como si no quisiera perderse nada de ese último momento.

-“¿Estáis bien? Hemos llegado justo a tiempo”. El primer guardia civil es alto, desgarbado, Rodrigo le conoce de vista de verle por el pueblo. Sale de entre los árboles y su fusil humea. Le sigue de cerca el Sargento Prieto, amigo de la familia. Lleva la pistola en la mano, parece que no la ha usado. “Puff.. qué susto Rodrigo, por fin le hemos cazado, nos estaba costando cogerle. Hemos salido esta noche pensando que aprovechando el mal tiempo intentaría algo, y mira el jodío ha caído” 

Rodrigo está todavía aturdido y comprueba que Lucía está bien. Su mujer se sujeta la tripa entre sollozos. Se abrazan. En un instante vuelve a hablar con Prieto y le pregunta si ese hombre estaba sólo en el monte, si había cometido muchos hechos sangrientos, si tenía familia. Las preguntas salen como disparadas por una ametralladora. El sargento le mira con extrañeza y le dice que ahora estaba sólo que iba con una partida que fue abatida tres semanas atrás. Fue el único que escapó. “Sobre si tiene sangre en sus manos no se sabe bien pero siendo rojo estoy seguro que sí ¿no crees Rodrigo?”. A Rodrigo le pone muy nervioso el sargento Prieto, no es la primera vez que le hace ese tipo de preguntas. Se le queda mirando con cierto aire inquisitorial que no sólo molesta, le da miedo. Asiente rápidamente, balbucea algo y abraza a Lucía que vuelve a llorar. Sin querer pensar en ello Rodrigo también busca protección con su mujer, la hija del General. Nota a su bebé que se remueve como nervioso. Ese movimiento contrasta con la extrema quietud

del hombre que está tirado en el suelo. Esa cara cubierta de descuidada barba no la olvidará nunca. Tampoco esos ojos abiertos mirando hacia el cielo, también negro. Rodrigo pregunta a Prieto: 

– Antes no me ha contestado ¿Usted sabe si este hombre tiene familia?

– Creo que sí, una mujer e hija, pero no está claro, no era de por aquí. Vino del frente a refugiarse a estas montañas. Me parece que era un mandamás de los rojos en la ciudad, eso me dijo mi capitán. Uno menos, con esto lo menos nos dan una medalla. Rodrigo, deja de hacer preguntas, este tipo era un mal bicho y se acabó. 

Rodrigo sigue mirando al hombre muerto, tendido junto a la vaca. ¿O será una vaquilla? A pesar de estar en posturas muy dispares hay cierta simetría en la estampa. De repente Lucía le mira como poseída, está más guapa que nunca con su pelo empapado y revuelto. “Alicia, la llamaremos Alicia”. “¿Qué? No entiendo…” “Te digo que a nuestra hija la llamaremos Alicia”. Rodrigo nunca había pensado en ese nombre, pero ahora le parece la palabra más bonita del mundo.

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