Mordisqueaba, nervioso, el pequeño diamante. La sortija de platino sobre la que descansaba estaba húmeda por el sudor, la saliva y el miedo. El anillo era muy pequeño, a duras penas le cabía en el dedo meñique. Carmen no se lo había quitado en dos años. Hasta ahora.

Las luces fluorescentes del paritorio hacían que la habitación fuese de un blanco intolerable y daban un perfil duro a los pocos objetos que habían dejado atrás cuando se la llevaron. El balón de pilates, ahora trivial; la butaca de líneas rectas en la que había reposado su impaciencia durante las últimas diez horas; el pequeño mueble de acero y contrachapado claro lleno de utensilios médicos. Y, en medio de la habitación, el enorme hueco que había dejado su cama.

Cuando llegaron al hospital de madrugada —¿hacía cuánto de eso? ¿Era posible que hubiese pasado un día entero?— su ánimo oscilaba entre las contracciones y la somnolencia, entre la incertidumbre y la excitación, fruto de un pensamiento luminoso que incendiaba todo hasta donde alcanzaba su horizonte. Se acercaba la primera vez más dulce, la más temible. El salto al vacío más salvajemente eufórico que nunca darían.

Sin embargo, según pasaban las horas, la emoción incontenida del principio se transformó en hastío amortiguado por la epidural. El tiempo se contraía y dilataba sin descanso, pero no sucedía nada que alterase el rutinario pitido de los monitores enganchados al vientre de Carmen. Ni siquiera le dejaban comer ni beber, toda la nutrición que necesitaba se deslizaba en forma de suero transparente por un catéter de plástico. Directo a su arteria. Mientras, él alimentaba su ansiedad con sándwiches paridos por una máquina. El pan blanco y el relleno gomoso tenían el sabor nítido de las despedidas. Todo lo que hacía se filtraba a través de una certeza absoluta que transformaba lo banal en único: ese era el último sándwich que comía antes de ser padre.

Cuando volvió a oscurecer —era de noche otra vez, pero era otra noche totalmente diferente a la anterior— Carmen estaba desmoralizada, su ánimo quebrado. Las visitas de la matrona aumentaban de frecuencia al ritmo de las contracciones, pero ante las inquietudes de la parturienta, solo ofrecía pálidas sonrisas y respuestas estériles.

¿Cómo voy? De verdad, no puedo más.

Ya has dilatado nueve centímetros y medio.

¿Pero cuánto más voy a tardar?

Solo te falta medio centímetro más.

Me falta medio centímetro desde hace tres horas.

Ya te queda poco.

¿Está bien mi bebé?

Solo medio centímetro más.

Casi pudieron oír como se resquebraja su sonrisa de cerámica al salir del paritorio. Las puertas batientes de la habitación oscilaron sobre sus goznes durante unos segundos. No sabían si saludaban o se despedían.

Ahora, de pie al lado de la ventana, alternaba su mirada aturdida entre los destellos vítreos del diamante y las luces difusas de la ciudad. Todavía no entendía bien qué había pasado ni de dónde había salido ese ejercito de batas blancas y pijamas azules. Todo empezó cuando entró la nueva matrona. Suponía que habían cambiado de turno, porque era una mujer que no había visto antes. Era una chica joven, fresca por no haber pasado las últimas tres horas intentando dilatar medio centímetro. Con la tranquilidad que otorga la ignorancia le dijo a Carmen que iban a hacerle una prueba muy sencilla para saber si merecía la pena seguir esperando o si, quizás, sería mejor empezar a plantearse una cesárea. No se dirigió a él en ningún momento. Todavía no lo sabía, pero su lenta transformación en maniquí, atrezo en el primer instante realmente transcendental de su vida, casi había terminado.

A los pocos minutos entraron varias mujeres más acompañando a la matrona. La energía había cambiado y se notaba cierta carga eléctrica contenida, como en las nubes de las tormentas de verano. La más joven de las sanitarias tomó una muestra de sangre de la cabeza del nonato con una aguja cruelmente larga y se marcharon arrojándoles palabras tranquilizadoras. De poco sirvieron cuando, tras unos momentos de temerosa calma, ocho o diez médicas y enfermeras irrumpieron tronando en la habitación como un grupo de matones. La que parecía la líder de la banda no se dirigió a nadie en particular cuando gritó: No hay tiempo, no le subáis la epidural. ¡No hay tiempo!

Obligaron a Carmen a quitarse el anillo de platino con el pequeño diamante, la única joya que él le había regalado, la única que siempre llevaba y no se había quitado en dos años. Después, sin más explicación, se la llevaron como a un cacho de carne atravesada por agujas y tubos de plástico transparente. Él no entendía cómo no podía haber tiempo, si era lo único que habían tenido desde que llegaron al hospital. Cómo no podía haber tiempo para contarle qué iban a hacer con su mujer, para explicarle que le pasaba a su hijo. Como no podía haber tiempo para decirle que la quería antes de que la extirpasen de su lado.

Solo le habían dicho que no podía acompañarla, que tenía que esperar allí, en la soledad luminosa del paritorio. El tiempo, que había sido errático desde que habían entrado en el hospital, había decidido ahora cristalizarse para así detenerse del todo. Todo parecía suspendido en el vacío, mientras que el único sonido audible era el que hacían sus dientes rechinando sobre el diamante.

Repentinamente, todo saltó en pedazos cuando el llanto claro y potente de un bebé resonó por los pasillos del hospital. Había sucedido, por fin había sucedido. Salió de su habitación como un autómata, guiándose por los ecos que todavía rebotaban por las paredes. El origen del sonido era otro paritorio del que salió una matrona que no conocía. Sonreía con satisfacción no disimulada. Mientras la puerta batiente oscilaba, pudo ver, como si fuesen fotogramas cortados de una película, a una pareja —ella agotada pero radiante, él brillando de felicidad— sosteniendo a su bebé todavía recubierto de coágulos de sangre y líquido amniótico.

Seguía mirando a la puerta cerrada cuando alguien le cogió con suavidad del brazo para que se diese la vuelta. No entendía los sonidos que le escupía la mujer que tenía en frente, pero supo captar con brutal certeza el significado que goteaba del agujero que se abría y cerraba en su cara. Todo se volvió de un blanco vacuo, carente de propósito y significado. El anillo se deslizó de su mano desvitalizada y rodó sin rumbó por el piso aséptico del hospital.

La matrona tuvo que pedir ayuda para levantar al hombre, inerte y lívido como un maniquí de plástico, del suelo del pasillo. Tenía que ir a despedirse de su familia.

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