Clara se preparaba apurada para su sesión semanal. Había seguido al pie de la letra las instrucciones establecidas por las autoridades, no quería ser descalificada por cualquier minúsculo detalle. Ya se habían dado casos de «Aversión», como se denominaron oficialmente. Su propio hermano había sido sometido a una escrupulosa investigación por no desinfectarse correctamente las líneas de las manos. Antes de salir de casa, se había lavado el potente cabello negro aplicando en cada una de las zonas craneales el número de rotaciones hacia delante y hacia atrás establecido por ley, seguido de un aclarado con agua destilada y un secado a propulsión. El pelo era la parte sencilla. El resto del cuerpo sí que suponía una verdadera complicación multiplicada por cada uno de sus pliegues, cavidades o arrugas. Terminada la limpieza, se había enfundado el mono homologado que había recibido en casa el día anterior. En esta segunda ocasión, las cremalleras en forma de rectángulo quedaban dispuestas de la siguiente manera: una en el antebrazo derecho, otra en la palma izquierda y una última en el hombro izquierdo. Tocaba tren superior. Clara había albergado la esperanza de que fuera el turno de la cabeza. Quizás la próxima semana.

 El transporte individualizado y programado por el ministerio atendía firme la indecisión de Clara mientras acumulaba avisos de retraso en su expediente. La separación entre el portal del sector y el punto de recogida era de los pocos trayectos a pie que realizaba desde la aprobación de la normativa antirrodeos y la soltura en su marcha había desaparecido de la lista de marcación rápida de su cerebro. Ninguno de sus pies, encalados en las forzudas botas, tomaba la iniciativa: permanecían paralelos haciéndose compañía, como dos comadres en el banco de un parque, sin hablar pero comprendiéndose. Todas las prisas que habían acelerado los preparativos para la salida parecían haberse compinchado para formar un gran complot a favor de la parálisis en el espacio abierto. Solo la señal acústica de un nuevo aviso de retraso pudo sacarla del enroque. Cruzó la calle sin mirar, subió al paciente transportador y cerró los ojos. En unos segundos, las cristaleras se tornarían opacas y reproducirían noticias encadenadas. Mejor dormir, recopilar horas de sueño. Tampoco quería pasarse el viaje imaginando los lugares que podía estar atravesando. Ayudada por el movimiento maquinal y por las cifras de detenciones del día, llegó inconsciente a su destino.

 Con el cuello estirado, la cabeza (la cabeza…) firme y los ojos fijos en otros ojos de plástico, superó el reconocimiento facial y entró algo nerviosa en las instalaciones. Guiada por una voz que rellenaba el edificio, recorrió el pasillo hasta detenerse frente a la cabina T7. La puerta se abrió instantáneamente. De pie, con los brazos y las piernas extendidas, como si se hubiese quedado a mitad de una clase de aeróbic, un nuevo escáner recorrió todo su cuerpo. Comprobado que el cierre hermético del mono había funcionado de manera automática y que las aberturas rectangulares aparecían en las posiciones esperadas, Clara se acomodó en la butaca esponjosa. Al igual que en la sesión anterior, una pequeña persiana se elevó para dejar paso a un fino y largo brazo mecánico encargado de abrir la primera cremallera. Para tratarse de la tecnología más innovadora del planeta, el bracito se tomaban su tiempo. Cada diente que separaba dejando a la vista su piel producía en Clara un enorme sobresalto, una anticipación que parecía no terminar. Al fin, el trozo de tejido doblado sobre sí, el trozo de piel expuesto. Retracción del bracito y cierre de persiana. En la pared, un círculo se hundió para dejar paso a una mano. Una mano sin cables, sin tornillos, sin bisagras. Una mano con pulso. Avanzó hasta colocarse a la altura de su antebrazo. Bajó, rozó el vello más alto. Bajó un poco más. Comenzaban tres minutos de caricias, tres minutos por rectángulo. Así lo estipulaba la normativa.

 Pasado el primer rectángulo de contacto, la mano institucional empezó a ejecutar un recorrido reconocible para Clara. Usando solamente el dedo meñique, empezó a trazar una u mayúscula, con principio en la punta del dedo gordo y final en la cúspide del meñique. A esta le siguieron una serie de úes enlazadas, siempre con origen y destino en la parte alta de sus dedos: del meñique al índice, del índice al anular y del anular al corazón. Ya no estaba sentada en esa butaca desconocida. De golpe, apareció tumbada junto a la muralla de chayotes que abrazaba la piscina de la casa de bajareque en la que solían pasar la mitad del año. Brazos y piernas estiradas, pero sin tensión a la vista. La misma coreografía sobre las palmas. ¿Recordaría los pasos respuesta? ¿Captarían las cámaras su diminuta reacción? ¿Era una mano real? ¿Sería la mano que antes apretaba cada vez que entregaba un artículo, veía una polilla o llegaban tarde al teatro? No podía entretenerse en las dudas, la sesión se consumía. Esperó hasta la que para ellas hubiera sido la última u, giró la mano y comenzó a apretar con seguridad las yemas de los dedos trabajadores, como colocando una especie de diéresis sobre cada una. Justo antes de ser expulsada, escupida fuera de la cabina, sintió de nuevo ese apretón.
Otra falta más en su expediente.

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