Dormir estaba siendo cada vez más difícil. Odio no poder dormir. Lo he probado todo, hasta esos ejercicios de respiración que me enseñó el loquero que vino de la península. Por supuesto, no hablemos de las drogas. Antica siempre ha sido una isla perdida de la mano de Dios, pero es fácil encontrar opio a un precio razonable. El problema es que me embota, y se supone que una detective debe estar en sus cabales durante sus horas laborables. La sensación es placentera, eso se lo reconozco. Baja las revoluciones.

A veces pienso en lo insoportable que es vivir dentro de mí.

En las últimas semanas había hecho del despacho mi hogar. Hogar es donde te sientes segura, a donde vuelves. En mi caso, no funcionaba del todo así. Para volver hay que salir. Yo no salía. Mi único contacto con el mundo exterior era el periódico, una edición del El Continental cada mañana. Me la traía Jon, que a sus diecisiete años bien podría ser la persona más joven del islote. No es que tuviera demasiado interés en informarme de las desgracias, que al parecer son lo único que llega a ser noticia. Supongo que era una forma de mantenerme atada al exterior, o una especie de ritual, no lo sé. La llegada del periódico —su edición especial de la semana— y la anodina conversación con Jon consiguieron despejarme, al menos. Creo que, en realidad, es por eso por lo que seguía suscrita: tener una excusa para levantarme.

“¿Cómo está hoy, señorita Mia?” Me sigue llamando «señorita», como si no le sacara más del doble de su edad. He oído que a los chavales de esos años a veces les van las mujeres mayores. No se qué de teorías jungianas, me cuenta el loquero. Al parecer es lo último en su profesión. “¿Se ha enterado de lo de la mansión Costa?” Se refería a la noticia de portada que, por supuesto, no podía haber visto hasta ese momento. Me imaginé que sería una excusa para sacar un tema de conversación. Los Costa eran una familia rica del sur de la península, instalados en la industrializada Novibriga. Burgueses del nuevo mundo, o de la nueva realidad del viejo mundo, más bien. Habían conseguido una fortuna gracias a la exportación de algodón, creo. Una familia más que acomodada, feliz en apariencia, con todo a su alcance y que había sido encontrada muerta al completo en su propia casa. Crimen pasional
rezaba el titular, y no me costó averiguar por qué. Una escopeta. Tres heridas de bala. Ella y sus dos hijas. Una cuerda. Muerte por asfixia. La de él. No sé qué pasión podía haber en todo eso.

Dejé el periódico encima del mueble bar y volví al sofá. Era uno de esos días. Perdidos. Como de costumbre, mis vecinos estaban discutiendo. “No puedo más, estoy harta de que te pases el día fuera y ni me dirijas la palabra cuando vuelves.” Si aparentemente no se le podía exigir felicidad a los acaudalados Costa, mucho menos podría echárseles en cara su desdicha a los humildes hermanos Barreira. “¿Para qué? ¿Para acabar discutiendo como siempre? Vuelvo para dormir en mi casa, no para verte”. Conciliar el sueño ya con la luz del día era poco más que una quimera, pero al menos esperaba poder no pensar demasiado. “¿Ah, sí? Pues por mí te puedes buscar otra casa.” Imposible poder acercarse a nada parecido a la paz, o a una tregua, o a un armisticio.

Abrí entonces la persiana, buscando despejarme por fin. La única ventana del despacho daba a una privilegiada vista de la avenida Mayor, cuyo apelativo, sin duda, le quedaba grande. Miré a la rúa semiasfaltada, más vacía de lo habitual, para apenas recordar la conversación que oí de pasada el otro día, en una de mis pocas salidas. “¿Qué tal está su hijo, sigue por aquí?” En los últimos tiempos, pocos eran los jóvenes que se dejaban ver por Antica cumplidos los dieciocho. Emigrar a la península, la gran puerta al continente, era una opción mucho más atractiva. No les culpo. “Se fue el mes pasado a Novibriga, a la fábrica de su tío. Si le digo la verdad, ha sido casi un alivio.” Hijos que no quieren estar. Madres que no quieren que se queden. Me obligaba a recordar estas cosas cuando me sentía culpable y extraña. Como comprenderán, una mujer soltera y sin lazos, ya entrada en años, copaba las conversaciones de más de un asiduo a la taberna. Quizá también por eso me llegaba tan poco trabajo. Ni siquiera la treta del cambio de nombre parecía haber surtido efecto.

El exterior era poco menos que deprimente. Lo único que salvaba aquella vista era un grupo de tortugas marinas anidadas en el peñasco que presidía la bahía, a unas leguas de la costa. Leí no hace mucho que hay algunas especies que hibernan. Las envidio. Volví a bajar la persiana, dejando apenas las rendijas, para así saber con un vistazo si seguía siendo de día o de noche. Como si importara. Es en los momentos más desesperados cuando la cabeza se agarra a estas tonterías. Por suerte, sabía cómo acallarla. Cargué generosamente mi pipa de opio y la disfruté por unos minutos antes de volverme al sofá. Los Barreira se habían calmado. Por fin, reinaba el silencio. Si entonces no conseguía dormir es que no había remedio para mí.

Me encontraba en esa extraña frontera entre el sueño y la vigilia, consciente de que estaba cayendo rendida, pero no lo suficiente para que el sonido del timbre no me sobresaltara.

Pensé que seguramente fuera Jon, con alguna otra excusa barata para seguir hablando conmigo. Ni por asomo podría haberme imaginado a la esbelta mujer que apareció bajo el marco, una vez abrí. De mi misma altura, morena, con el pelo corto y los ojos verdes. Iba vestida de etiqueta, casi toda de negro, a la moda del continente, supuse. “¿Detective?” Se limitó a decir, con una voz que me resultó perturbadoramente conocida. ¿Una clienta? Apenas le di el beneficio de la duda, invitándola a entrar al momento. Buscaba a una chica. Maya. Maya Márquez. Un nombre inusual para un apellido tan familiar. No había nadie en la isla que no conociera la casa de la familia Márquez, imponente y abandonada en una de las praderas interiores, lugar de rumores más o menos infundados. Casualmente, era donde parecía que me guiaba el destino. “Allí es donde la vi por última vez.” Extraño, desde luego. Creía recordar que aquella mansión estaba tapiada y en ruinas, aunque en realidad no había ido desde hacía… ¿Había llegado a ir? Los efectos de fumar en horas de trabajo; era difícil concentrarse y mi cabeza me jugaba malas pasadas, hasta tal punto que no pude recordar el momento exacto en que se fue mi clienta. Simplemente me volví a despertar en el sofá, desorientada, aunque consciente del encuentro. Se hacía llamar Amelia, un nombre que me sonó antiguo, en desuso, probablemente falso. Pero lo que de verdad me interesaba era su oferta, demasiado generosa como para rechazar el caso.

Las desapariciones son lo peor. Lo normal en un caso así sería empezar por unas preguntas de rigor a los lugareños, pero esta vez tenía un lugar al que ir y, desde luego, no me venía mal tomar el aire. Busqué una camisa limpia o, al menos, que no estuviera sudada y, sin ánimo de cambiar nada más de mi atuendo, salí al calurosísimo exterior. En ese momento, dudé de si había sido buena idea ir directamente a la casa, pero sabía que el camino, una vez atravesada la ciudad, estaba escoltado por una hilera de alcornoques generosamente altos y que proporcionaban sombra suficiente para llegar sin derretirme. Recuerdos de niñez. Si había recorrido aquel camino era siendo niña, cuando todavía no había desarrollado esta compulsión por los espacios cerrados. La senda estaba desierta, como la mayor parte del peñasco, así que podría decirse que el paseo fue hasta agradable. Terminaba en una amplia explanada, azotada por la estación y que había cambiado su tono verdoso por otro más amarillento. En su extremo más septentrional, reinaba aquella casa que era poco más que un recuerdo, más cercana en parentesco a los antiguos castillos medievales que a cualquier edificio contemporáneo. Conforme me acercaba, comencé a sentir un desasosiego al que no le encontraba explicación, como si de repente me invadiera una tristeza ininteligible. El calor iba más y se estaba haciendo angustiante, claustrofóbico. Lo que hubiese ido a hacer allí, tenía que terminarlo rápido.

Eché un vistazo a los exteriores de la mansión, no sin preguntarme qué diablos estaba haciendo allí. ¿Quién en su sano juicio se acercaría a aquel fósil arquitectónico? El último lugar donde la vio, supuestamente. Nada de ello tenía sentido, pero no podía dejar que mi viaje fuera en vano. Subí las escaleras del porche e intenté abrir la puerta principal. Inútil. La situación era cada vez más surrealista, pero, si había alguna pista del paradero de la chica, estaba allí dentro, y no es como si los inútiles de la guardia local fueran a preocuparse por el allanamiento de una casa abandonada. Apenas un par de empujones fueron necesarios para forzar la cerradura. La puerta se abrió con violencia hacia dentro y una corriente de aire salió despedida. Aquello fue el principio. La extraña aflicción que había sentido al llegar se había convertido ahora en pura y desgarradora melancolía. Pero, ¿de qué? Quizá lo mejor habría sido preguntar a los vecinos y no haber tenido que pisar nunca esa casa en cuyo interior reinaba la penumbra, solo derrocada por las rendijas de luz que se colaban por las ventanas tapiadas. Era lo más parecido a profanar una tumba que había hecho nunca. Pero había más. Nostalgia, amargura, dolor. No era una tumba cualquiera.

Era la mía.

Tomé la bifurcación de la derecha en el momento en el que la escalera se dividía. Todo había dejado de importar y, a la vez, cobró un sentido capital. Dejé a mi yo
detective en la puerta, allí dentro no serviría. Recorría la estancia guiada por el instinto, sin un objetivo fijo, pero sabiendo que tenía que llegar a algún sitio. Ver algo. Esa casa tenía una realidad que mostrarme, una verdad tan encerrada en mí como lo estaban aquellos muebles y cuadros desgastados allí dentro. El hall superior estaba plagado de más y más puertas, un auténtico laberinto para todo el que se atreviera a entrar sin haber estado antes, sin saber a dónde iba. Quizá es por eso que el hecho de abrir sin atisbo de duda la entrada más próxima a mí, la que llevaba al pasillo de las habitaciones, lo sintiera como una maldición. Me cuesta imaginar la cantidad de almas que esa mansión pudo acoger cuando aún era un hogar, puede que a la isla entera. Daba igual, pues nunca lo hizo. Entre esas muchas más de cuatro paredes apenas habían vivido un puñado de personas. Yo entre ellas.

Avancé por el pasillo, sabiendo que tenía que llegar hasta su final para alcanzar mi objetivo. La última puerta a la izquierda. Aquella fatídica habitación. El corredor estaba en completa oscuridad, y tuve que acercarme a una de las paredes para, al menos, poder guiarme por el tacto. Sentía como si algún tipo de monstruo o engendro fuera a emboscarme, quizá para desgarrarme y morir desangrada minutos después entre el más absoluto terror. Habría sido una suerte preferible.

Por fin llegué mi aciago destino. Cuando fui a agarrar el pomo, noté que mi mano estaba temblando. Tenía miedo, aun sabiendo lo que me iba a encontrar: una habitación vacía. No había muebles, camas, alfombras o decoración alguna en aquel cuarto, pero sí un aura mística. La nada más absoluta giraba entorno al único objeto que la dominaba, porque hasta lo más despreciable cobra significado en la total ausencia. Una cuerda, todavía colgante del techo y ataviada en su extremo inferior con un nudo corredizo habitaba silenciosa la estancia, última y actual dueña de esa casa. Ahora pienso que aquel monstruo sí me atrapó, en forma del recuerdo que tanto me había costado ocultar. Allí, en esa habitación, sola y aterrada, Maya se quitó la vida.

Todo el mundo muere solo. No recuerdo dónde leí o escuché esa frase, pero no me la podía quitar de la cabeza en el camino al despacho. Seguía haciendo el mismo calor sofocante. La última de mis preocupaciones. Encaré de vuelta el pasaje de los alcornoques, con la cabeza a punto de explotar. Demasiados pensamientos a la vez. Demasiadas emociones juntas. Maya y yo habíamos tenido una historia, que ahora volvía a mí como un torrente. Mi familia tuvo la suerte de copar el poco mercado agrícola que podía ofrecer Antica, generaciones atrás. Madre murió antes de que pudiera conocerla y, a día de hoy, sigo dudando de que padre quisiera conocerme a mí. Él, simplemente, se fue. Creo que era junio cuando me levanté sola, por primera vez, en aquella casa, y no habría pasado mucho más tiempo allí de no haber sido por ella. Maya llegó como turista en uno de los pocos barcos que arribaban al puerto. Bromeaban con ella sobre cómo era la primera y última visitante que había conocido la isla. Una broma que no lo era tanto, pues desde que la conocí no he sabido de ninguna otra persona que llegara a Antica, más que por necesidad o desesperación. Cuando llegaban, claro.

Maya era periodista, al parecer bastante reputada en el sur del continente. Contaba que se estaba documentando para su primera novela. Yo siempre pensé que había algo más, que estaba huyendo de algo. Nunca me lo contó. Tampoco nadie se lo preguntó. Me gusta creer que fue el destino el que obró para que se encontrara aquella tarde de octubre en la taberna, tomando notas y acosada por un buen puñado de marineros borrachos. Supongo que fue mi necesidad la que le invitó a una copa, y su curiosidad la que la aceptó. Le decía que lo nuestro era como la espuma de la marejada, la misma que rompe con violencia contra las rocas y se lleva lo que encuentra. Pasamos meses juntas, y difícilmente no podría haberme hecho ilusiones cuando se empeñó en tomar mi apellido. Parecía que podíamos construir algo, hacer de nosotras un todo. Pero éramos así, como la espuma de la marejada, que pierde su forma. Demasiado rotas. No merece la pena, ni ella, ni nadie. Un pensamiento cruel, como lo son los animales cuando matan para sobrevivir. Yo la tuve que matar infinidad de veces para seguir viviendo.

Para cuando llegué al despacho estaba calada del sudor, algo que no pasó desapercibido para Claudio, el portero interno del bloque.

—¡Señorita Márquez, está empapada! Deje que vaya a buscarle una toalla.

—No, Claudio, por favor —me apresuré a decir antes de que pudiera dar un paso—. Solo una pregunta, ¿ha pasado por aquí esta mañana una mujer de pelo corto, con sombrero, bien vestida…?

El bedel quedó aturdido durante un instante hasta que, finalmente, dijo las palabras que tanto temía escuchar.

—No, señorita Amelia, hoy es domingo. El bloque ha estado muy tranquilo —dijo, pensativo. Creo que es la única persona en toda la isla que me sigue llamando por mi nombre de pila—. Aparte de usted y el señor Barreira, no he reparado en nadie más.

Claro.

—Gracias, Claudio.

Sin apenas mirarle a la cara y rechazando por segunda vez su ayuda subí tambaleante las escaleras hasta el segundo piso. «Mia Márquez» rezaba el cartel de la segunda puerta, una que, aparentemente, solo abría yo.

Los mejores años de mi vida. El tiempo con ella fue mágico, tanto que no me sorprende haberlo tenido que olvidar para seguir existiendo. Ya es demasiado tarde para mí, al menos en este mundo. Si alguien logra leer esto, algún desconocido curioso, agente de policía o periodista, quiero que sepas que estoy tranquila, en paz, mucho más de lo que lo he estado nunca. Como imaginarás, la misma cuerda que llevaba años en aquella habitación maldita es la que ahora cuelga, o colgaba, del techo de mi despacho, como única testigo de las líneas que estoy escribiendo.

Ahora te escribo a ti, mi amor. Nunca he creído en un después, pero, si lo hay, aguanta.

Aguanta, Maya.

Ya voy.

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