Freddie lo era todo

Freddie lo era todo

Jaime Barroso

15/07/2020

Hasta el verano de las Olimpiadas de Barcelona, en casa de mis padres se comía y se cenaba siempre en el salón. Al fondo del mismo se podía ver la enorme mesa de madera cubierta con el mantel de seda azul y los platos colocados con enfermiza equidistancia. Copas rellenas todas hasta el mismo punto, servilletas con formas complejas y unas cuantas velas que se encendían justo antes de sentarse a comer. Mi madre parecía estar en otro mundo cuando preparaba todo aquello y además no dejaba que nadie la ayudase. No quería delegar. Y no hacía mucho más durante todo el día que preparar y recoger mesas para comer. Era su meditación.

Mi padre es un melómano, siempre lo ha sido. Justo cuando mi madre encendía las velas, él tomaba el relevo y escogía uno de los vinilos de su colección, pasaba el cepillo por su superficie con mucho cuidado y lo introducía en el tocadiscos. Movía la aguja a la parte exterior del disco y se quedaba inmóvil hasta que empezaban a zumbar ligeramente los altavoces. Siempre el mismo ritual. Solía sonar Queen. El A Kind Of Magic.

Cuando Freddie y el resto empezaban a chasquear los dedos, todos cogíamos el cubierto y mi padre y yo nos mirábamos y sonreíamos. Mi hermana era todavía demasiado pequeña para entender la complicidad. Y mi madre normalmente andaba encendiendo alguna vela que se había apagado. Pero a mí me sobraba con mi padre. Él lo era todo.

Desde mi posición en la mesa se veía el melocotonero del jardín a través del ventanal, justo detrás de la peluda cabeza de mi padre. Menudo pelazo tenía. Como a mi madre no le gustaba que se hablase en la mesa, yo me entretenía seleccionando con la mirada la pieza del árbol que tomaría de postre. Y a veces jugaba con las perspectivas y colocaba ese melocotón a modo de pendiente en la oreja derecha de mi padre. Y me reía. Y mi padre se reía solo por el hecho de verme reír.

Mientras mi madre recogía la mesa, mi padre y yo debatíamos sobre casi cualquier tema, principalmente deporte. Podíamos pasar el resto del día así, con mi hermana pululando alrededor y mi madre centrada en su meditación. Me resultaba imposible discutir con él. A veces incluso lo intentaba con muchas ganas, para ver qué pasaba, pero al final él siempre terminaba cediendo cuando la cosa empezaba a ponerse tensa.

Una tarde recuerdo estar esperando la carrera de Fermín Cacho en busca del oro en Barcelona cuando vi a mi madre bajar cargada con maletas del piso de arriba. No dijo nada. Vino a darme un beso en la frente y yo la aparté. Mi padre estaba en el sofá de al lado, y ni la miró cuando ella se dirigía hacia la puerta. Pude ver a través de la ventana su cara enrojecida mientras se acercaba al coche. No volvió a mirar atrás. El otro salió del coche, cogió sus maletas, las metió en el maletero, y le dio un abrazo delante de nuestra casa familiar.

¿Qué vais a querer cenar? –me dijo mi padre sin apartar la vista de la carrera.

No sé, papá, lo que tú veas. Algo rápido. No te compliques

Avisa a tu hermana y preparad la mesa de la cocina.

    Aquella noche Freddie se quedó mudo. Y así siguió unos cuantos veranos más.

    Un tiempo después volví a aquella casa. Yo ya estudiaba en la universidad y vivía lejos, y mis preocupaciones habían cambiado. Al entrar por el jardín de la casa, di una patada a uno de los melocotones podridos que había por el suelo. Se me manchó la zapatilla. Estuve a punto de dar media vuelta, pero en ese momento pude escuchar a través de la puerta de casa entreabierta la música. La abrí del todo y entré.

    ¿Ese es B. B. King, papá?

    ¡Hola, hijo! – me miró sorprendido–. Pasa, pasa,.. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no avisaste? Tu hermana está a punto de llegar, ¿te quedas a cenar con nosotros? –dijo mientras daba un último toque de calor a una tortilla deshecha.

    Sí, por qué no.

      Me senté en una de las sillas de plástico a esperar. Mientras miraba alrededor sin reconocer prácticamente nada de lo que veía pregunté a mi padre por el partido de la noche anterior.

      No lo vi –me dijo.

        Al poco llegó mi hermana y me abrazó con mucha fuerza un buen rato. Nos sentamos a cenar y ella no paró de contarme historias de adolescencia mientras yo intentaba arrancar un trozo del rollo de papel para limpiarme la boca. Era genial escucharla. Al menos infinitamente mejor que escuchar el silencio de mi padre.

        Perdona, hijo, creo que en el último cajón hay algún vaso de plástico me dijo cuando vio que iba a beber a morro de la botella de vino.

        Papá, por favor, ¿puedes quitar esa música? Me deprime.

        Me da igual. Es mi casa, es mi música –dijo sin levantar la vista del plato.

          Vi un par de pelos en la tortilla y la di por terminada. Ayudé a mi hermana a recoger mientras me seguía contando sus cosas. Me seguía por la cocina y no paraba de hablar. Al rato mi padre la mandó a su habitación a estudiar o lo que diablos hiciese allí, según él mismo dijo. Miré la hora y salí de la cocina en dirección al salón. La mesa de madera tenía numerosas cajas y libros apilados encima. Me acerqué al tocadiscos y empecé a ojear la colección de vinilos. Fui pasando uno tras otro con el dedo índice. No reconocía ninguno. Diría que habían cambiado. Solo quedaba blues. Muddy Waters, B. B. King, Robert Johnson. Algo de Clapton. Cada golpeo de un vinilo con el anterior provocaba un leve aire que movía mi flequillo. Cogí el último vinilo y lo aparté. Era el A Kind of Magic. Llevaba tiempo sin abrirse. No creí que mereciese estar ya ahí. Salí de la casa sin despedirme y entré en mi coche. Metí a Freddie y compañía en la guantera y arranqué el coche sin idea de volver por allí en mucho tiempo.

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