Una silueta marcada con tiza sobre el suelo.

Cuando pude volver a entrar en nuestra casa, cuando ya no se consideraba el escenario de un crimen, comprobé que nadie se había molestado en limpiar la tiza. Hicieron fotos de nuestro piso, del salón, de tus pertenencias, y me pidieron que las mirara una y otra vez por si me llamaba la atención algo extraño. Era como jugar a encontrar las siete diferencias.

Nº 1: Veo a mi marido muerto, tendido en el suelo del salón, con un corte en la garganta.

Nº 2: Hay una gran mancha de sangre sobre el suelo.

–No, quiero decir…aparte de lo evidente, ¿ve algo fuera de lo normal? –dijo el inspector.

Lo evidente.

Así que cuando pude volver a nuestra casa, bastante tiempo después de que te quemaran y toda esa parafernalia morbosa (besos, abrazos, besos, abrazos), la sangre reseca y la silueta de tiza seguían allí. Me tumbé encima. Imité la postura dibujada en el suelo, y me tendí bocarriba procurando que mi cuerpo no se saliera de las marcas que tu cuerpo había dejado la última vez que pensaste en algo, la última vez que los dos pertenecimos a un mismo mundo. Reconozco que me quedé dormida así.

Nº 3: Veo todo desordenado; los documentos de su escritorio. Los cuadros están descolgados. Los cajones, abiertos. Sangre en la pantalla del televisor.

Amaba tu generosidad espontánea. Las flores, los pequeños detalles o las grandes y caras sorpresas que llegaban de la nada y compensaban con creces que siempre te olvidaras de las fechas importantes.

–Y, ¿esta tele?

–Lo mejor para mi nena, ¿has visto lo grande que es la pantalla?

Podría haber llamado a una amiga; sin embargo, al día siguiente de volver a casa telefoneé a tu madre y le pedí que me ayudara a recogerlo todo y a limpiar. Lo consideré su acto de expiación por acaparar demasiada atención durante nuestra boda y durante tu entierro. Ya me conoces.

Me quedé mirándola mientras se afanaba, de rodillas, por limpiar la tiza y toda esa sangre seca, tu sangre, que se había encajado en los intersticios de las tablas del parqué. Iba y venía de la cocina con el barreño a cuestas. Llegaba con agua espumosa que olía a amoniaco y se iba cada tanto con un agua teñida de color rojizo que tiraba sin miramientos por el desagüe. Vieja loca sin corazón.

Pensé que nada nos unía ahora; que no tendría que volver a tomar café con esta familia impuesta. Las llamadas telefónicas cada vez serían más esporádicas. Quién sabe, a lo mejor ellos tampoco querrían verme más.

–Me voy a la calle, ¿te importa? Voy a comprar más lejía, bayetas y esas cosas –le tuve que decir cuando volvió con el undécimo balde de agua limpia.

–Tráeme unos guantes.

No me había dado cuenta: mi suegra había estado trabajando toda la mañana con las manos desnudas. Le dije:

–Hagamos un descanso, Concha. Las dos lo necesitamos.

Fuimos a comer a la tasca de la esquina y se pidió lo mismo que tú:

–Tráeme un pincho de tortilla de patatas, pero la tortilla me la dejas tres minutos en el microondas para que quede bien cuajada.

Un puñetazo en mi estómago que no vi venir, pero de algún sitio tenías que haber sacado tus peculiaridades sobre el punto de cocción de la tortilla, es evidente.

Cuando terminó de comer me pidió un cigarrillo.

–¿Vuelves a fumar?

–Pienso fumar hasta arruinarme.

Le acerqué la cajetilla mientras las dos sonreímos desvaídamente.

–¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a seguir viviendo en esa casa? –dijo mi suegra.

Nº 4: La casa está vacía.

Volví al trabajo. Pensé que estando ocupada mejoraría mi problema de insomnio. No era fácil dormir en una casa donde recientemente se ha cometido un asesinato sin resolver. La noche de autos, me informaron, no se encontraron signos de que la puerta estuviera forzada, pero aun así no me sentía segura y cada noche me despertaba la misma pesadilla en la que a mí también me asesinaban. En mi sueño estábamos los dos en el salón viendo la tele, sonaba el timbre y abrías la puerta a una mujer con aspecto de prostituta eslava. La saludabas amigablemente y después la conducías al dormitorio. Allí os quitabais la ropa, y delante de mí, echabais un polvo rápido y apasionado. Después ella cogía su bolso, se encendía un cigarro que sujetaba entre unos labios de carmín cuarteado y, sin hacer ningún comentario, sacaba una pistola con la que me disparaba justo en el corazón.

Junto al miedo que me producía dormir en nuestra casa, estaba el asunto del más allá. Desde la cama creía oír pasos descalzos por el pasillo algunas noches, pero yo nunca te había visto caminar sin zapatillas por casa. Siempre he sido un poco indecisa sobre si soy o no supersticiosa, y no lograba decidirme si, en caso de ver una aparición con tu aspecto, me sentiría aterrada o reconfortada. Claro que tampoco estaba segura de que existiese algo así como tu fantasma, y de existir, si éste se regiría según las normas y la lógica de los vivos. Las pantuflas son algo muy mundano.

Pero el trabajo solo hizo más evidente la falta de sueño. Y el mal humor.

–¿Cómo estás? ¿Se sabe algo del caso?

O:

–No somos nadie. Dios aprieta, pero no ahoga.

Y la peor:

–Eres joven. Encontrarás a alguien otra vez.

Nº 5: Veo ante mí la nueva normalidad.

En oficinas de todo el país, al margen del puesto que se desempeñe, cada individuo tiene su identidad, algo que le diferencia, y que el resto usa continuamente para sacar conversación. Está la corredora de maratones, el padre de cinco hijos, el que cría perros de raza, la que tiene un barco. Lo mío: la joven viuda cuyo marido fue asesinado. Atrae y repele a partes iguales, como mirar la cara de un difunto en el tanatorio, para luego decir…

–¡Eh! Pareces como dormida.

–Perdona, es que tengo algo de insomnio últimamente –contesté a mi jefa.

–Han venido a verte dos policías. Podéis hablar en la sala de reuniones 07B.

Nº 6: Ahora veo un matrimonio cimentado sobre canicas.

Antes de volver a mi trabajo tuve que solucionar tus asuntos bancarios, anular las cuentas en las que estabas tú solo como titular. Sin estar segura de que era la opción más inteligente, fingí ante los inspectores que conocía la existencia de esas cuentas; sin embargo, cuando acabaron de investigarlas, éstos no me informaron del estado de las mismas, de modo que no lo supe hasta ir al banco. Estaban vacías, aunque desde hace años se podían ver frecuentes movimientos de entrada y salida de grandes sumas de dinero.

Al salir del banco quise buscar una respuesta entre tus cosas, sin acordarme de que la policía se había llevado tu portátil y varias cajas con toda la documentación que guardabas por casa. Evidencias del crimen.

Lo que los inspectores me contaron, semanas después, en la sala de reuniones 07B me hizo vomitar el desayuno sobre los pies de uno de ellos y sobre la moqueta especial no alergénica de mi oficina, a partes iguales. A pesar de casi eviscerarme por completo sobre sus zapatos, el oficial no dejó de darme golpecitos en la espalda estoicamente hasta que hube terminado.

Nº 7: Veo a un hombre muerto, tendido en el suelo del salón, con un corte en la garganta.

Mirar a los ojos a tu asesino. Comprobar que él sabe más de ti que yo, hizo que me quisiera tragar mi alianza solo para poder defecarla luego. En el juicio te trataron con bastante respeto porque eras la víctima del crimen, y porque tus familiares estábamos allí, supongo. Pero no pasaron por alto el hecho de que eras un ludópata, enriquecido y arruinado varias veces, y finalmente asesinado por un prestamista mafioso al que le debías dinero. Hubo cierto debate sobre las circunstancias atenuantes. Por suerte para mí, no se juzgó mi ignorancia, mi estupidez.

Tal vez te sorprenda saber que, tras el juicio, vendí la casa con todos los muebles dentro, con todas las cosas que fueron tuyas, íntimamente tuyas, como tu maquinilla de afeitar. Se la vendí a un matrimonio encantador con dos hijos y les dije que podían usar nuestras sábanas para tapar los muebles cuando fueran a pintar, o como trapos, o como les diera la gana. También les aconsejé acuchillar el parqué a fondo.

Nº 8 y siguientes: Vivo en otra casa, una casa que no tiene recuerdos.

Ahora vivo en pisito de viuda, alegre y soleado, en un barrio tranquilo, lejos del centro de la ciudad. Todo es nuevo. Todos los enseres de la casa son nuevos. La decoración es quizá demasiado femenina, a ti no te hubiera gustado, pero siempre quise tener colchas con flores y paredes empapeladas con motivos refinados y coloridos, como en las fotos de las revistas.

Sin embargo, no lo pude evitar, me quedé secretamente con un juego de llaves de nuestra antigua casa por si los nuevos propietarios, tan cándidos, no cambiaban la cerradura. Y no estoy orgullosa de ello, pero los vigilo de vez en cuando. Por eso algunos fines de semana, cuando se van durante unas horas a donde quiera que vayan, entro de nuevo en nuestra casa. No toco nada. Casi nada. A veces cambio de lugar alguna cosa que yo no hubiera decorado así, o que yo no guardaba en ese lugar, como el aceite, por ejemplo, el aceite no se guarda debajo de la pila, junto a los productos de limpieza; tiene más sentido dejarlo cerca del fuego. Sin embargo, la mayor parte de los días solo voy a tomar fotos. El salón, los baños, nuestra habitación. Fotografío cada rincón con la pericia de la policía científica en las series de misterio, y después, me vuelvo a mi piso de viuda y las observo durante horas, buscando las diferencias que existen entre cada píxel de la pantalla y mis recuerdos.

Buscando, creo, evidencias.

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