El Síndrome del Marcador de Páginas

El Síndrome del Marcador de Páginas

Jaime Fragoso

13/07/2020

Es Navidad. En la noche las bombillas iluminan la calle, desde hace demasiados días. Tras la cena me tumbo en el sofá para ver televisión. Marina se recuesta junto a mí, con sus piernas ladeadas sobre los cojines. Lo primero que aparece en pantalla es el rostro, con su bigote angosto y las cejas recién recortadas, del doctor Salmerón, que es entrevistado para un programa científico por un profesional que no parece ser muy ducho en este campo del conocimiento. Explica en qué consiste el trastorno, con palabras claras que todo el mundo, incluido el periodista, pueda entender:

—En su cabeza hay momentos de oscuridad, como si hubiesen olvidado lo acontecido en los días previos. No pueden recordar lo que comieron el día anterior o el nombre del ganador de las elecciones recientes.

—Dígame, ¿a qué se debe este comportamiento? —preguntó el entrevistador, que parecía tomar notas en una libreta.

—Estamos haciendo algunos avances, pero por el momento no podemos aventurar nada. Es pronto todavía, el primer caso data del pasado mes. —El psiquiatra respondió mientras se estiraba los dedos como si fuese a sacarse un guante. Y continuó:

—Sabemos, y esto le parecerá increíble, que pueden en ocasiones recordar lo olvidado, hechos siempre pertenecientes a días completos. O recuerdan todo lo acaecido en un día, o no recuerdan nada. Es como si su calendario estuviese desordenado.

—¿Su calendario desordenado? ¿Qué significa eso?

—Imagine usted que está leyendo un libro y olvida un día, al irse a dormir, poner el marcador de páginas. Al retomarlo lo que, en lógica, haría, sería abrirlo por la zona en la que supone había dejado la lectura. ¿Y qué sucede si se pasa? Le respondo: que recordará lo leído tiempo atrás pero no las últimas páginas. Esto, repito, es lo que sucede a estos pacientes. Lo que un lector cualquiera haría es ir a una página anterior, y probar hasta que lo que lea le resulte familiar. Pero ellos no, como si fuesen víctimas de la pereza o les faltase curiosidad, continúan su lectura por el punto en el que abrieron el libro, aunque algún otro día, como si hubiesen recuperado la curiosidad, pueden retomar la lectura por una página atrasada —contestó el Dr. Salmerón.

—Me asalta una duda, y perdone si digo una tontería… Si al retroceder se pasasen de página, ¿podrían entonces cambiar su historia? —preguntó el periodista jugando a la ciencia ficción.

—Esto, por el momento, no ha sucedido, los pacientes no nos han referido nunca que puedan vivir experiencias repetidas.

El entrevistador se volvió hacia la cámara después de estrechar la mano del médico mientras, en segundo plano, este se rascaba una oreja.

Como dice el Dr. Salmerón, mi vida está desordenada como una baraja de naipes y se desplaza de forma caprichosa. Vuelvo a contar como cuando era niño: 1, 2, 3, 4, 5, 9, 14, 8, 6… Las fechas van y vienen, un martes puede suceder a un domingo o un lunes a otro lunes. Hoy estoy viendo un encuentro de fútbol, mañana visitando a mi madre enferma y pasado leo que, a causa de una lesión en el sóleo, Keylor Navas no va a jugar el partido que ya he visto, o ceno con Marina en un restaurante armenio. Cada mañana el azar me regala una nueva sorpresa, y lo primero que hago es mirar, no ya la hora, sino la fecha en mi teléfono. Viajes de ida y vuelta sin destino fijo. Me llama la atención que, aunque puedo recordar hechos del futuro, si deseo hablar de ello o actuar acorde a lo que ya conozco, mi lengua se vuelve desobediente y mis músculos insumisos. ¡Lo que daría por poder rellenar las apuestas deportivas del domingo o comprar algunos décimos del Gordo de Navidad! ¡Dios mío, ¿terminará esta locura en algún momento?! ¡Desconozco tantas cosas! El porqué de todo esto, por qué yo y no otro. Me pregunto qué pasaría si en mis saltos hacia delante me voy más allá de la muerte. ¿Puede ser esto posible? Si no llego a dormirme no despertaré para poder seguir vivo. Es probable que algún día vaya a morir y no sea consciente de ello, en cuyo caso no podré sufrir durante el trance. Quizá sea así mejor, dormir para no regresar.

Visito al Dr. Salmerón cada semana. A lo que yo tengo se le conoce popularmente como el “Síndrome del Marcador de Páginas”, haciendo referencia a las palabras del psiquiatra durante la entrevista en televisión. Mi calvario empezó, como el de los demás pacientes, en el Hospital del Mar, en la misma jornada, tras una cirugía en todos los casos. Poco más se sabe. Marina me acompaña siempre a la consulta; al salir de allí nos acercamos habitualmente a una cafetería antigua de una calle cercana. Me habla de asuntos banales o de sus planes para el hijo que deseamos tener, probablemente para hacerme olvidar que olvido las cosas. ¡Qué guapa está mientras sorbe el chocolate caliente!

Despierta un nuevo día y Marina no está a mi lado. Como siempre, conoceré el motivo más tarde. ¿Habrá salido de viaje por trabajo?, ¿me habrá abandonado? ¡Qué tontería!, descarto esta segunda posibilidad por dolorosa. Mi rutina diaria me lleva hasta el teléfono. Hoy es el día de Reyes, cuya celebración Marina y yo trasladamos hace años a la Nochebuena. Me he perdido el partido del sábado, miraré más tarde el resultado en el periódico. Siento dolor en el pecho, y veo, en el espejo del baño, una marca morada en mi costado izquierdo, como si me hubiese golpeado con algún objeto. Ya en la cocina, me sobresalta la presencia de mi hermano mayor.

—Tienes el desayuno en la mesa. Espera que te hago una tostada… —Su rostro es serio y me preocupa. ¿Le habrá ocurrido algo a nuestra madre?

—¿Qué haces aquí? ¿Mamá?

Mis palabras, que mi hermano esperaba para sacar conclusiones, le hacen saber que, como podía temer, no estoy al corriente de los últimos acontecimientos. Se acerca a mí y me abraza. La espera de noticias sólo ayuda a incrementar mi ansiedad.

—¿Dónde está Marina? —pregunto con la esperanza de que, si ha sucedido alguna desgracia, Marina no está implicada.

—No está. Marina no está. —Mi hermano duda—. Lo siento, ¡no sabes cuánto lo siento!

En este momento parece que algo dentro de mí me es arrancado. No sé si conservo el corazón o si lo sostiene mi hermano dentro de su puño cerrado. Deseo gritar, pero no sale sonido alguno de mi boca; quiero saber y no quiero al mismo tiempo. Pero mi hermano, que se ha separado para apoyarse en la encimera, no pregunta y me relata los hechos:

—Había llovido, regresabais de cenar pasadas las doce. Era vuestro aniversario. Tu coche se salió de la carretera en la curva de la fábrica de muebles. No perdiste el conocimiento, llamaste al 112 y la ambulancia se llevó a Marina, todavía viva y consciente, al hospital. Murió sobre la mesa del quirófano. Lo…

Se queda en silencio, nos miramos. Fuera se escuchan las voces de algunos niños que estrenan sus juguetes. Son felices.

—Anda, vístete, debemos ir al cementerio —me ruega.

—¿Cuándo…?

—Antes de ayer.

Silencio.

—Antes de ayer —repite en voz baja.

Me ducho, el agua barre mis lágrimas y se funde con ellas. Me pondré el traje azul de rayas finas, a Marina le gustaba. Miro sus objetos sobre las repisas, sus cremas, sus pinzas, tijeras, el líquido de las lentillas. El cepillo de dientes. Toco sus cerdas por si están todavía húmedas. En una esquina de la bandeja de los peines veo tres anillos. Después me seco con una toalla que probablemente ella utilizó días atrás.

Suena la alarma del teléfono. Todavía no ha amanecido. Hoy Marina está tumbada junto a mí, me abraza con su brazo derecho. La observo sabiendo que es un regalo con fecha de caducidad. Cuando hago por levantarme me sujeta y me lo impide, y gruñe. «Cinco minutos más», me ruega con voz turbia. «Felicidades». La palabra lucha contra el sueño, y ella me aprieta más fuerte. «Diez años. ¿Sabes?, hoy voy a abandonarte, por si caduca la garantía…». Le sigo la broma. Estiro la mano para alcanzar el teléfono, silencio su sonido irritante y miro la fecha: es sábado.

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