Dicen por ahí que no elegimos de quién nos enamoramos. Yo siempre defendí esta forma de ver el amor. Pensaba que era perfecta para lo que yo quería encontrar. Un príncipe azul. Alguien que me hiciera volar. Pero la realidad es que me quedé atascada en tierra mientras tropezaba una y otra vez con la misma piedra. Porque yo, probablemente de forma inconsciente, sí que elegía. Siempre el mismo perfil. Completamente opuesto a mí a la que muchos definían como un libro abierto. Me atraían hombres opacos, difíciles de conocer, fríos, que raras veces hacían demostraciones de afecto en público. Corazones en invierno los llamaba ingenuamente, convencida de que en el interior de ellos se albergaba un fuego que yo tenía la secreta esperanza de hacer despertar. Craso error.

Dicen por ahí que no se puede forzar nada en lo que respecta al amor, que no se puede cambiar a nadie si esa persona no quiere. Y es verdad. Pero yo no me di cuenta. No comprendí lo equivocada que estaba hasta aquel día en el que Ricardo clavó en mí sus habitualmente gélidos ojos, esta vez llenos de lágrimas, para confesarme que se había enamorado como un niño de mi mejor amiga.

Me costó mucho comprender que no había culpables. Que casi con toda seguridad yo era la única equivocada. Que lo que yo había intentado forzar con Ricardo, había surgido espontáneamente al encontrarse con Ana. Probablemente no se habían elegido. Simplemente, se habían enamorado. Y ante algo así, ¿quién es tan estúpido como para no dejarse llevar?

Curiosamente la imagen de aquel amor tan desatado no me sirvió de acicate. Al revés. Pensé que yo nunca llegaría a vivir algo así y claudiqué. ‘A fin de cuentas’, pensé, ‘esas cosas ocurren una vez entre un millón, la mayoría de la gente se conforma’. Me dije a mí misma que debía ser más práctica en lo que respecta a mis elecciones amorosas. Tenía que elegir, esta vez de manera consciente, al perfil supuestamente correcto. Y eso fue lo que me propuse hacer.

Fue entonces cuando apareció Marc en mi oficina. Procedente de Barcelona, un reciente ascenso le obligaba a pasar en Madrid la mitad de la semana. Y el puesto que le asignaron, el único que estaba vacío, coincidió que era el que estaba justo a mi lado.

Marc era el hombre perfecto; perfecto al menos para los estándares que objetivamente yo misma había establecido. No solamente era guapo; era además uno de los cerebros más prometedores de la empresa. En pocos años había llegado a ocupar puestos de responsabilidad muy elevados para la edad que tenía. Poseía, además, un carácter afable, cariñoso, atento y, al menos aparentemente, transparente. Hablaba de su vida con toda naturalidad y su mirada era cálida e inspiraba confianza, no parecía esconder ningún secreto. Pero a mí Marc no me generaba nada. Ningún sentimiento. Ni frío ni calor.

De hecho ninguna de estas cualidades fue la que me llevó a decidirme por él. Le elegí única y exclusivamente por otra cuestión. Y es que Marc tenía un gato. Más concretamente una gata, que respondía al nombre de Greta. Y aquello me intrigó.

Los gatos siempre me han resultado muy atractivos. Son independientes, opacos, no excesivamente cariñosos. Podría decir que son la versión de mi tipo de hombre, en el mundo animal. De hecho, la única razón que me ha impedido tener uno ha sido mi alergia recalcitrante hacia ellos.

El hecho de que alguien tan aparentemente transparente como Marc tuviera uno me descuadró. No encajaba. Si era tan franco, tan honesto, lo lógico era que tuviera un perro, un animal cuyo cariño es siempre sincero y evidente. Pero él había elegido tener una gata. De repente aquel hombre dejó de resultarme indiferente. Marc escondía algo. Y yo quería saber qué era. Una vez más tropezaba con la misma piedra.

Pronto Marc y yo nos hicimos inseparables, pasamos de compartir sándwiches y confidencias laborales a mediodía, a vinos y cañas a la salida del trabajo. De un beso en la mejilla o un roce casual de las manos, pasamos a otros más íntimos. Él parecía encantado y yo me dejaba querer a la espera de conocer a Greta, la verdadera incógnita en la vida de Marc.

Por fin el momento llegó. Se acercaba un puente largo y Marc me invitó a pasarlo con él en su casa en Barcelona. Yo acepté encantada. Se trataba de un paso importante en una relación cada vez más consolidada que ya era vox populi en la oficina.

En la maleta, además de vestidos ligeros y con un punto sexi, adecuados para el verano incipiente que ya se hacía notar, incluí todo tipo de productos, pastillas y cremas, destinados a mitigar mi alergia hacia los gatos. Quería a toda costa caerle bien a Greta. ‘Cualquiera diría que me importa más que su dueño’, llegué a pensar.

Nada más llegar a casa de Marc supe que aquello no iba a ser posible. Reconocí en Greta, una preciosa gata color café con leche, aquella fría mirada que cerraba la puerta a cualquier entendimiento. Otro corazón en invierno. A mi intento de acercamiento para acariciarla, ella respondió con fiereza arañando mi brazo. Su dueño la disculpó rápidamente. ’Es muy celosa y no le gusta que vengan mujeres desconocidas a casa’, señaló.

El resto del día transcurrió con normalidad. Aunque yo ya conocía de sobra la ciudad, Marc se empeñó en descubrirme su Barcelona particular. Fuimos a rincones secretos de los que no había oído hablar en mi vida, paseamos por las ramblas, el barrio gótico… y acabamos cenando en un coqueto restaurante cerca del mar. Todo perfecto, anticipo de una velada que prometía ser muy romántica.

Al llegar a casa de Marc, no perdimos el tiempo y fuimos directamente al dormitorio. Barcelona, el mar, aquella cena… habían despertado en mí una pasión que apenas podía controlar. Pero no era ese tipo de pasión la que me esperaba. Porque al caer en la cama, ya medio desnuda, un chillido agudo me hizo saltar mientras notaba como se clavaba en mi espalda una garra que me arañaba con fuerza. Rápidamente me di la vuelta y vi a Greta, mirándome fijamente con esos ojos color miel en apariencia dulces, pero que a mí me daban escalofríos.

Miré entonces a Marc que acariciaba preocupado a Greta. ‘Entiéndela, ella siempre duerme conmigo. No podemos desplazarla hoy, que acaba de conocerte. Mejor dejamos esto para mañana, ¿vale?’

Incapaz de pronunciar palabra, asentí con la cabeza y me metí en el baño para tranquilizarme. Al salir, Marc dormía profundamente con Greta en los brazos, que seguía despierta mientras me miraba con aire triunfante.

Yo me acosté a su lado e intenté dormir pero me resultó imposible. No transcurrió ni una hora antes de que me diera cuenta de que, por muchas pastillas que tomara y cremas que me pusiera, mi alergia hacia Greta era difícil de contener. Comenzó a picarme todo el cuerpo. Empezó a costarme respirar. Volví al baño y, al mirarme en el espejo, no me reconocí. Mis ojos parecían salirse de las órbitas y tenía la cara y el cuerpo lleno de ronchas rojas que cada vez me picaban más.

No me quedó otro remedio que despertar a Marc, que pegó un brinco al ver mi aspecto y, de mala gana, tuvo que acceder a sacar a Greta de la habitación y cerrar la puerta. Acto seguido se metió en la cama y se quedó dormido inmediatamente. Siempre me ha maravillado la facilidad que tienen muchos hombres para apartar los problemas de su mente. Estoy convencida de que las tasas de insomnio son mucho mayores en mujeres.

Volví a meterme en la cama después de tomarme un antihistamínico y aplicarme crema antialérgica por todo el cuerpo. Empecé a sentirme mejor y, cuando ya estaba algo adormilada, escuché cómo se abría la puerta del dormitorio. Greta, mi pesadilla convertida en gata, había conseguido entrar y, sin dejar de observarme con odio, comenzó a golpearse la cabeza con la pared ante mi atónita mirada. El ruido despertó a Marc que, alarmado, la acarició dulcemente e insinuó que quizá era yo la que tenía que ir a dormir al salón. Aquello colmó mi paciencia. Harta de tanta insensatez, cogí a Greta y la encerré en el baño mientras le decía a Marc que eligiera de una vez: ella o yo.

La risa irónica de Marc me hizo comprender que yo no tenía nada que hacer. La elegida desde siempre, desde mucho antes de que llegara yo a su vida, era sin duda Greta. Me quedé mirándole paralizada mientras él se dirigía a toda prisa hacia el baño con la intención de liberar cuanto antes a su amada gata. Al abrirse la puerta, Greta, fuera de sí, saltó directa hacia mí con las garras abiertas. Todavía me pregunto cómo pude reaccionar, lo único que sé es que fui capaz de moverme lo suficiente como para apartarme de la trayectoria de Greta que salió por la ventana de la habitación que, en el fragor de la noche, no habíamos llegado a cerrar.

’¡Has matado a Greta!’ Nunca olvidaré la expresión de terror de Marc que, antes de precipitarse hacia la puerta, me dijo que no quería verme allí cuando volviera a casa.

Dicen por ahí que uno no elige de quién se enamora. Yo no lo sé, pero la verdad es que ya no me importa. Pienso en ello mientras maquillo mi tez café con leche y me pinto los ojos, unos ojos color miel en otro tiempo dulces y que ahora esconden un corazón en invierno. De repente un sonido me hace parar. En la radio de un vecino suena una canción, ya antigua, que me resulta muy familiar. Cuando la identifico no puedo evitar sonreír. Y mientras termino de ponerme el rímel me pongo a canturrear: ‘Y soñé con sus ojos de gata pero no recordé que de mí algo esperaba‘.

Reyes Pariente

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