El espíritu de la buhardilla

El espíritu de la buhardilla

Yo confiaba que pasados los cincuenta el cupo de personas tóxicas,de las que defenderse, estaba agotado, pero faltaba la prueba más dura, una criatura con nombre propio de “Juego de Tronos”, Emperatriz.

Su llegada a mi vida ocurrió una tarde del pasado septiembre.

Tras mi almuerzo en soledad, sustituí la siesta por la lectura de un artículo sobre la inconsistencia moral. Tras la lectura me pregunté si yo, un hombre de bien, respetado presidente del club de caza, podía transformarse en un asesino según las circunstancias.

En esto estaba cuando sonaron dos prolongados timbrazos. Abri la puerta un tanto molesto y la imagen de una sonriente joven de piel canela me sentó como un bálsamo..

Dijo llamarse Emperatriz y se ofreció como asistenta por horas . Captó mi gesto de extrañeza al oír su nombre porque explicó que estaba contenta de llamarse así, Emperatriz, aseguró que su nombre le daba poderes.

Contraté a Emperatriz y se mostró muy locuaz.. Dijo ser boliviana, amerindia pura y que nació en la selva amazónica. El amerindio, afirmó, es un pueblo generoso con los amigos y muy fiero con los enemigos y esto último lo pronunció fijando sus ojos negro-pantera en los míos, como si fuera una advertencia.

Emperatriz es una chica joven, no ha cumplido los veinticinco y luce una melena muy negra y larga que enmarca un rostro de facciones delicadas. Por contraste, su cuerpo menudo evidencia el castigo de sucesivos embarazos, y ya van cinco, con los mínimos descansos que la fisiología impone.

Ella afirma, sin resquicio de duda, que el primero de sus retoños nació de un encuentro de amor, otros dos lo fueron por purita mala suerte y, lo más insólito, que en la gestación de los dos restantes no tuvo cuerpo de hombre, que la preñaron desde allá arriba, señalando el techo con su índice..

La primera semana, en realidad hasta la maldita llamada de esta misma noche, esta muchacha pintoresca con sus extravagantes historias gozaba de mi simpatía, pero, como en una película de terror con guión inverosímil, Emperatriz se ha convertido, día a día, en un ser dañino que ya ha corroído la relación con mi novia y amenaza incluso mi supervivencia. o peor, mi apellido.

Tras la inicial entrevista y acordar que me atendería tres días por semana, le mostré mi vivienda, que es un chalet de tres plantas en pleno Madrid. En la casa abunda la madera. Gruesas vigas de roble y pino sustentan el edificio, los dormitorios alojan largos armarios de cedro y es, sobre todo, en la buhardilla donde la madera reina por todas partes, en techo, paredes y, como lamas de pino, en el suelo. Sucede que la madera es materia sensible: humedad, calor, frío, viento etc, le afectan y lo manifiesta de manera ostensible: gime, cruje, llora y, a veces, pocas, parece reír. Por ello, en casa es habitual que en los momentos más inoportunos, te sobresaltes al oír algo semejante al restallar de un látigo, o un prolongado crepitar parecido a un gemido.

Mientras informaba de tales fenómenos a Emperatriz, ella asentía con una sonrisita de estas que interpretas como, “no sabéis nada de las cosas”.

Llegados a la buhardilla le conté que allí, en el suelo, es donde se producen los ruidos más extraños. Como secuencias de golpes que imitan, y mucho, a pasos humanos que además simulan desplazarse por trayectos

determinados, unas veces en diagonal, otras veces describiendo círculos como una danza. Le insistí mucho en que no hiciera caso de los ruidos pues eran de lo más normal en las casas de la urbanización por el tipo de construcción.

Terminado el recorrido ella concluyó con rotundidad:

–Mire, señor Rubén, la madera nunca muere del todo, ¿no sabe?, lo mismo que las personas. En mi selva los árboles y los hombres son la misma cosa,.

Con tales convicciones Emperatriz comenzó a trabajar en casa, en apariencia sin sentirse afectada por los conciertos fantasmales.

Llegaba pronto por la mañana, y yo le preparaba el desayuno con un buen vaso de zumo de naranja.

Todo rodaba bien hasta que pasadas unas semanas, al volver de mi negocio, encontraba mi ropa a medio planchar y el parquet precisado de un buen aspirado. Cuando le recriminaba estas deficiencias ella afirmaba con su habitual contundencia que por lo oído últimamente en el techo del cuarto de la plancha, que coincidía con el suelo de la buhardilla, allí arriba, aparte de la madera sufriente, había alguien porque ella entendía de pasos emboscados y que con tanta jarana extraña no había quien trabajara a gusto.

Así las cosas, una noche me telefoneó y, con toda la seguridad del mundo, me soltó:

–¿Lo ve Usted?, ya le advertí, allí arriba hay alguien, y se lo digo así de segura porque hoy lo he visto, sí, sí, bajó a saludarme. Al principio me asusté mucho y casi grito pero después, a lo que le fui viendo mejor, bueno,… ¡que. lindo!, me sonría como un ángel

aunque de carne y hueso seguro que era.

Con Emperatriz yo había renunciado apelar a la razón, así que, escuché en silencio y me limité a expresar mi alegría por su nuevo compañero y le insistí en la necesidad de mejorar su trabajo.

Pues bien, así sucedió. Desde la, digamos, “aparición”, su rendimiento mejoró mucho, como si aquella ”visita“ le hubiera dado ganas de trabajar y trabajar bien, nunca tuve mis camisas de algodón tan bien planchadas y me tenía la casa limpia como una patena. Además, tuve conocimiento de que estaba en casa más horas de las que me cobraba. Yo, agradecido, le preparaba un zumito de naranja para la media mañana.

Pasaron varias semanas a plena satisfacción hasta que hoy , en esta maldita noche, Emperatriz me telefoneó de nuevo. Me comunicó sin más preámbulos que estaba preñada, que el progenitor era el espíritu de mi buhardilla y que daba por descontado que yo le daría, como mínimo, mi apellido al bebé. Como mínimo, insistió,

Por lo de los derechos y los papeles– -me aclaró.

Intentaba digerir lo escuchado cuando Emperatriz, tras un largo silencio, dio un paso más y bosquejó una amenaza: un licenciado, amerindio como ella, le aseguró que en casos como el mio sabía a ciencia cierta que el ADN del espíritu de una casa es idéntico al del dueño de la propiedad, por lo que,

Si quiere me hago las pruebas de paternidad, señor Rubén……

Enojado, colgué el teléfono con la firme decisión de despedir de inmediato a la muchacha y olvidarme de tanta mandanga. Me dejé caer en el sillón del salón bastante alterado, pero luego, tras un trago, pensé en lo divertido que sería contar la delirante historia .a mi novia y a la gente del Club.. Es el tipo de anécdotas extravagantes que animan la sobremesa de una buena cena, me dije.

Pasaron unos minutos y mi novia, Leonor, llegó a casa. Nos sentamos en el sofá, preparé unos gin y tras unos remilgos le conté lo ocurrido. Mientras me escuchaba, ella permanecía seria, con los ojos muy abiertos y negando con la cabeza. Cuando terminé ella se levantó del sofá, se me enfrentó furiosa y espetó:

Esto es asqueroso, Rubén. Además no tolero que me tomes por una imbécil.

Y no terminó lo de “imbécil” cuando percibí la punta de su botín magenta rozando mi pierna izquierda, en un evidente y fallido intento de estrellarlo contra mi espinilla.

Después, sin mirarme, se levantó y se fue de casa con un fuerte portazo.

Permanecí aturdido en el sillón un buen rato, luego, poco a poco, empecé a ver claro : nada más comprensible que la reacción de Leonor, lo mío con Emperatriz tenía un fuerte tufo a lío de alcoba, con agravantes de acoso, abuso de poder e incluso, racismo. Tenía que haberme callado hasta aclararlo todo. Recordé lo de la fiereza de los amerindios con los enemigos y visioné a Emperatriz y sus congéneres con una pancarta, golpeando la puerta entre insultos, exigiendo mi responsabilidad progenitora. Me imaginé denunciado por las feministas, perdiendo mis clientes, expulsado de mi Club.

Allí, acurrucado en el sillón fui presa del miedo. Tenía que sobreponerme. Me levanté, hice unas flexiones y estiramientos. Paseando por el salón me sentí mejor y, con la mejoría, lo vi más claro: yo era un hombre de bien, merecedor de justicia y además tenía un buen abogado, a la vez que buen amigo. Empecé a marcar su número en el móvil , pero antes de presionar la última tecla mi dedo índice se paralizó. Recordé con claridad que mi buen abogado era un fiel lector de los libros de Cohelo. y mi dedo huyó de la tecla.

Tras el fallido intento me encontré muy solo, solo y cansado.

Tenía la garganta seca., apuré mi segundo gin, y el de Leonor, y me desplomé de nuevo en el gran butacón familiar.

Tenía la apremiante necesidad de tomar una decisión. Consideré

mi suicidio, pero por razones estéticas lo deseche., además seria injusto..

Finalmente, tras un par de tragos que me preparé, vi la luz.

Opté por una solución tecnológica y muy fiable.

Me desplacé a la mesa de mi despacho, me senté frente a la pantalla

del ordenador y cursé un pedido a Amazon:

“ un veneno indetectable para mezclar con zumo de naranja

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS