Mediodía: bajaban en tropel por aquel camino carretero que llegaba al río Sierpe. Este, seco de aquella, apenas algunas pozas sucias humedecían su cauce. A mitad trayecto, un puentecillo salvaba una acequia madre: el objetivo. Luis y el resto aceleraban el paso por el sendero que discurría paralelo al canal hasta alcanzar el punto idóneo para bañarse. Antes de llegar iban liberándose de la camiseta y, apenas se descalzaban, podían lanzarse al agua, no sin riesgo de golpear sus nalgas contra el fondo.

Durante una hora, muy escasa para su gusto, los niños jugaban allí. Chapoteos, brazadas contra corriente, dejarse arrastrar sobre un flotador, hacer barcos con hojas de caña, bombardearlos con chinas… Alguna vez salieron por pies del regato asustados por la presencia de una culebra, pero todo formaba parte de una intensa diversión veraniega. Sin duda, el día más notable fue el que Luis y otro niño mariscaron mejillones.

La de Benialtar era una acequia primaria; madre según la denominación tradicional. Gracias a un azud, se alimentaba del agua de un pequeño río. Obra hidráulica de color, olor y sabor moriscos. Discurría entre huertas y campos de frutales, escoltada por cañares, chumberas y zarzamoras y sombreada puntualmente por frondosas higueras. Ya solo rodaba la muela de uno de los tres molinos que la jalonaban, y su eje gemía más lánguido que antaño. En su recorrido, esta acequia atravesaba el pueblo del que recibía el nombre. En la parte alta alimentaba un abrevadero, en la baja se ubicaba, ya silencioso, el molino de «en medio». Era la aorta para un montón de hectáreas de regadío repartidas en una franja de varios kilómetros.

Al finalizar el verano la pandilla se despedía con el propósito de verse al año siguiente y cada chiquillo, anegado de añoranza, marchaba con su familia a su respectivo pueblo. Luis lo hacía a Vilamar con su madre, viuda desde hacía años; la abuela quedaba en la casa de campo hasta la matanza.

El comienzo del curso escolar trajo un maestro nuevo para Luis. Este no estaba más preocupado que de costumbre: atender en clase, no olvidar hacer los deberes y memorizar el catecismo. Don Melchor mandó hacer una redacción, el tema era la actividad veraniega. Luis, con dificultad para los números y los problemas, leía muchos cuentos y se manejaba bien con la gramática y la ortografía. Escribió dos páginas que, al recortar lo del hurto y cata de fruta y pasarlas a limpio, quedaron en una y media de letra uniforme y aceptables renglones. El lunes la presentó y el miércoles llegó la tormenta.

—A ver, ¿quién es Sanchís? —preguntó el maestro.

—Servidor —respondió Luis con cierta inseguridad.

El niño se puso de pie e intentó camuflar su turbación fijando la vista en el mapa político de España colgado de la pared del frente: León, las dos Castillas, las Baleares, debajo las Canarias encerradas en un pentágono…

—Bueno, bueno. Aquí tenemos una bonita redacción pero con una invención que lo fastidia todo —dijo, un tanto paternalista, el educador—. Dime, ¿cuál era el tema de la redacción?

—Lo que habíamos hecho durante las vacaciones del verano, Don Melchor —respondió el niño, que no las tenía todas consigo.

—Muy bien. Una redacción, no un cuento. Lo que habíais hecho, no lo que habíais soñado, ¿verdad? —Quiso aclarar el maestro buscando la complacencia del alumnado—. Y Sanchís nos ha escrito un cuento, un cuento fantástico. Has de saber, muchachete, que los mejillones son unos moluscos de agua salada: que se crían en el mar, ¿entiendes? Es imposible que tú encontraras mejillones en una acequia de agua dulce, por muy acequia madre que fuera.

Los cuchicheos, que en un principio salpicaban el aula, iban convirtiéndose en murmullo generalizado.

—Don Melchor —intervino Luis—, eran mejillones, de verdad, se lo prometo. Estaban enterrados en el fondo; yo cogí siete, mi amigo Juan tres, y los llevé a casa: mi madre los cocinó.

—¿Y los comiste? —preguntó el maestro con un descarado tono de burla.

—No pudimos, Don Melchor, porque estaban muy duros. Se los dimos al gato.  —Y la clase estalló en carcajadas.

—¡Silencio! —ordenó el maestro. Y dirigiéndose a Luis—: O sea que mejillones, eh; ¿Y no había algún pulpo por allí?

Nueva explosión de alborozo en el aula. Luis, con los brazos caídos, apretaba con fuerza los puños.

—¡Silencio —repitió el maestro, al tiempo que golpeaba la mesa con el canto de la regla. Y señalando a Luis con un índice amenazador—: Y tú copiarás cien veces lo que explica la enciclopedia sobre los moluscos bivalvos.

—Don Melchor, lo que le digo es la pura verdad; mi madre los limpió y los guisó —suplicó el niño.

—Ya; tu madre. Sanchís, ¿tu madre es maestra?

—Don Melchor, mi madre es… mi madre. —Y Luis, con el rostro rojo y los puños blancos, se sentó. El silencio se adueñó de la clase.

El maestro, que se sentía obligado a decir la última palabra, concluyó con:

—Bueno, aparte de lo que te he mandado, no sé si te caerá algo del catecismo. Hablaré con el Padre Romero por si considera esa mentira como falta grave.

Luis cayó enfermo. Cuando llegó a casa rompió a llorar ahogándose, y con tal desconsuelo que su madre no se atrevió a dejarlo solo, avisó a los sitios donde tenía previsto acudir a trabajar y metió al niño en cama. Al anochecer la calentura invadió el cuerpo del chiquillo y no lo abandonó hasta la mañana del sábado. Aquellos días sufrió continuas pesadillas febriles. En las lagunas el odio emergía a borbotones y, también, la oración: rezaba a su santo favorito: el Capitán Trueno.

No puede decirse que este hecho motivara por sí solo la marcha de Luis y su madre a Francia, pero sí es cierto que vino a saturar la paciencia de ella: Carmen soportaba mal el entorno social de Vilamar: presiones para que abandonara su viudedad, por una parte, y continuos reproches a la memoria de su marido por causa de sus ideas, por otra. Adela, su cuñada, que vivía allá desde hacía años, le repetía que fuera con ella, que disponía de alojamiento y podía proporcionarle trabajo.

Escapar de Vilamar, para Luis, fue un alivio; llegar a Gainneville en Francia, un golpe: territorio extraño, lengua extraña, paisanos extraños… Pero el odio alimentaba la esperanza en aquel chiquillo, que se sentía como Edmond Dantès recién escapado del castillo de If. Adela cogió unos días de vacaciones y, desde el primer momento, se volcó, cargada de cariño, con los dos expatriados.

En el patio de la escuela, Luis empezó a correr y dar patadas a la pelota como los demás. También en el barrio. Siguió con juegos de mayor contacto, como saltacabrilla o churro va, e incluso se mezcló con las niñas jugando a rayuela en el parque próximo —la enseñanza mixta le chocó al principio—. Dentro del aula la cuestión era algo más complicada, pero se fue solucionando gracias a las veladas diarias en la cocina; eran amarillas, ocres, casi rojas y siempre, siempre placenteras. Adela tenía dispuestos un par de lápices afilados junto al bloc y la goma de borrar. Se guiaba con una pequeña gramática de Ediciones Magnard. Luis adoraba a su tía, aquella voz meliflua —répète après moi—, aquella paciencia —et maintenant tu dois écrire ce que tu as dit, ¿compris?—. Mientras, a sus espaldas, Carmen, que preparaba la cena, se giraba de cuando en cuando y los miraba arrobada.

Una tarde Luis encontró junto al bloc un bolígrafo Bic, era su cumpleaños, lo miró y, emocionado, perdió el habla: solo supo abrazar a su tía. Por otra parte, el rencor se diluía poco a poco; no así el recuerdo. Lo que más echaba en falta era el verano, la pandilla, las correrías, los baños… Un día su padre lo pilló dibujando en el bloc de la tarea cotidiana, él, abstraído, siguió con lo suyo; ella salió en silencio de la cocina, hizo ruido con la puerta de la calle y, cuando volvió a entrar, vio a Luis borrando con premura la página. Carmen besó  su hijo en la coronilla y suspiró: la goma iba desvaneciendo los últimos trazos de una gran acequia.

Cursó, no sin dificultad, el bachillerato francés y luego, más adaptado, prosiguió con estudios profesionales de mecánica. La oportunidad de realizar las prácticas en la fábrica Renault de Le Havre, no lejos de casa, fue su fortuna, pues estas se prolongaron en un dilatado contrato. Luis fue rotando puestos en la factoría y logró una más que aceptable experiencia como mecánico. Él estaba contento en Francia pero, igual que Carmen, pensaba que era un destino provisional. Con la muerte del dictador, España había comenzado a cambiar; pero el motivo primordial lo constituía la abuela: llegaba un momento en que ya no podía vivir sola. Adela dijo entenderlo pero no pudo evitar una lágrima cuando les deseo suerte; «y si no os van bien las cosas allá…»

El regreso a Vilamar volvió a ser un cóctel agridulce pero, madre e hijo, mentalizados desde el primer momento, se organizaron y las cosas rodaron sin apenas rechinar. Luis, pronto, empezó a trabajar en el proyecto soñado: montar un taller de automóviles. Encontró un local, consiguió maquinaria y no tuvo problemas con la calificación Renault: antes del año estaba funcionando. Carmen se dedicó prioritariamente a atender a su madre, aunque siempre tenía trabajo en varias casas. La abuela, con especial querencia por su nieto, le preguntó en confianza por su actitud frente a aquel maestro de su niñez. Él le confesó que ya no le deseaba mal alguno, el asunto estaba superado, pero no había olvidado la ofensa.

La actividad cotidiana en España lograba que todos los años pasados en Francia, a pesar de su densidad y significado, fueran integrando un paréntesis en la vida de Luis. Al parecer, disfrutaba de su trabajo y, gracias al comentario de boca a boca, en toda la comarca había comenzado a casarse el nombre del taller con el apellido calidad. Quiso el azar que una tarde después de cerrar, revisando el trabajo pendiente, encontrara un utilitario a nombre de Melchor Cifuentes. Problemas de refrigeración tenía el vehículo; de altanería, casi con certeza, el propietario. Echó un vistazo al coche y, a falta de algún detalle, previó la posible solución. Al día siguiente Luis madrugó mucho y se fue hasta el puerto. Se metió a mariscar entre los escollos del dique del faro y, a su regreso, saludaba jovial a los jubilados que, con la caña al hombro, iban a tomar posiciones frente al mar. Ya en el taller mandó desarmar el radiador del coche de Don Melchor y limpiarlo a conciencia, así como el circuito del agua. Revisó los manguitos, el inferior, confirmado, tenía una fisura en el codo; lo sustituyó. Encargó recoger la suciedad procedente del radiador y circuito, la metió en una bolsita de plástico transparente y etiquetó esta con la matrícula del coche, la fecha y el rótulo «residuos». Agregó al contenido media docena de pequeños mejillones escogidos a primera hora de la mañana.

Cuando el señor Cifuentes, jubilado de la enseñanza, fue a recoger su R5 no reconoció al mecánico que lo atendió.

—Buen día —saludó Luis—. Aquí tiene su coche. Ahora ya sin problemas.

—Buen día. Y… ¿qué es lo que le pasaba?

—Un manguito dañado y bastante suciedad en el radiador y en el circuito de refrigeración —respondió el mecánico—. A propósito, ¿qué agua utiliza para rellenarlos?

—Agua limpia —se apresuró a decir el jubilado.

—¿Agua dulce?, ¿de una acequia, quizás? —cuestionó Luis.

—Sí, sí, agua dulce —afirmó extrañado Melchor Cifuentes.

—Bien, en el futuro debe utilizar agua especial con anticongelante y anticorrosivo. Aquí tiene los residuos que un agua inadecuada puede aportar al circuito o generarlos en él. —Y Luis, mirándole a los ojos, entregó la pertinente bolsita de plástico al ex maestro. Luego esperó.





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