La ciudad de Órbil

La ciudad de Órbil

Paloma Q

13/07/2020


Aquella ciudad remota se encontraba fuera de cualquier mapa. Ni siquiera aparecía en el Atlas Misterioso de Lugares Perdidos. Pero ahí estaba, levantada como por arte de magia sobre una inmensa ladera a la que se accedía mediante un pasadizo rocoso iluminado por luciérnagas. Una ciudad cuyos habitantes tenían la suerte de vivir la vida con la opción de poder colarse en los libros que quisieran. Y es que la ciudad de Órbil tenía una biblioteca encantada. Quienes vivían allí podían pasar los días visitando sus páginas, adentrarse en un mundo de aventuras y viajar a lugares que los escritores habían plasmado en sus obras. La variedad era tan extensa como temas ofrece la literatura. Cuando alguien quería irse muy lejos, abandonar la Tierra, le bastaba con coger del estante las Crónicas marcianas. O si tenía ganas de adentrarse en una realidad compleja que lo inundara de emociones, podría ir a Persépolis. Y si le apetecía que la música lo transportara a otra época, elevar la consciencia con las pupilas dilatadas, bailar durante horas, podía zambullirse en las páginas de Woodstock. Ir a un sitio u otro dependía del estado de ánimo, la curiosidad o las ganas de aprender. Y en verdad, así sucedía. Bastaba con poner las manos sobre las tapas del libro deseado en caso de querer pasear por todos sus pasajes; si el deseo era visitar algún capítulo en particular, poner las manos sobre la página donde comenzaba. Antes de entrar en una historia se podía escoger entre distintos grados de inmersión. Uno podía ser lector-espectador o un personaje del libro. Los menos atrevidos solían decantarse por la primera opción: asistir al libro como quien asiste a una obra de teatro. Pero la mayoría se inclinaba por sentir la magia de la historia como un elixir que fluyera en su interior. En ambos casos la lectura se convertía en un sueño lúcido. Para regresar sólo había que decir: salida y dirigirse a un luminoso verde que se activaba durante un minuto a escasos metros. Era divertido entrar en la biblioteca y ver cómo quienes estaban sentados frente a un libro desaparecían sin más y al cabo de un rato volvían a aparecer.

Era sabido por todos que adentrarse en las páginas no tenía ningún peligro y eso era precisamente una de sus ventajas. No había miedo a quedarse atrapado en el hotel de El resplandor o a ser devorado por una horda de zombis en The Walking Dead. Aunque, por lo visto, una epidemióloga se adentró una vez en La gripe española y regresó con fiebre. Le dijeron que no le diera importancia, que sería algo que habría estado incubando antes de entrar en el libro y el tema quedó zanjado.

Sólo había una norma para mantener el funcionamiento de la biblioteca y que todos los habitantes de Órbil pudieran seguir disfrutando del paraíso de los libros. Y esa norma era que, bajo ningún concepto podían compartirse las lecturas. Parece que había familias que soñaban con la posibilidad de llevar a sus hijos a los mundos de El principito, adolescentes locos de ganas por perderse con sus amigos en Los juegos del hambre o recién casados que querían visitar la famosa habitación de hotel descrita por Hemingway y buscar juntos al misterioso gato.

Pero los habitantes de Órbil cumplían con la norma a raja tabla, pues con que una sola vez dos personas se metieran en la misma historia al mismo tiempo, la biblioteca estaría abocada a su desaparición. Nadie conocía el motivo, pero así rezaba en el Gran Libro de la Biblioteca que presidía la sala central: en cuestión de segundos se borrarían todos los pasajes de cada libro, cada página quedaría en blanco y jamás se podría volver a leer. Ni siquiera de la forma tradicional y carente de dimensiones que había en otros lugares. Sería un mundo sin literatura.

Sin embargo, hace muchos años ocurrió algo en esta enigmática biblioteca. Una joven llamada Lena había desaparecido y su hermano Piandel salió a buscarla. La noche embriagante desprendía aromas de libro viejo. Piandel iba caminando por un parque cuando al fondo vio la biblioteca y pensó que quizás Lena se habría entretenido más de la cuenta con algún libro. A pesar de que ya eran más de las doce de la noche y la biblioteca estaba cerrada, se dirigió a ella y subió la escalinata que llevaba al paraíso literario. Intentó empujar la puerta para abrirla, pero era imposible mover ese gigante de madera maciza y hierro. Rodeó el edificio buscando otra alternativa. Se acercó al almacén subterráneo cuya entrada estaba a ras del suelo y descubrió que tras la maraña que presentaba la cadena, no había ningún candado. Así que, la deshizo, tiró de ella y con mucho sigilo abrió la puerta para colarse en el interior. Una vez dentro anduvo entre los cimientos de la biblioteca. Piandel, que jamás había estado allí, avanzaba perplejo rodeado de pilares sobre los que descansaban una plétora de libros. Al fondo había una puerta entreabierta por la que accedió a las escaleras que subían a la planta principal. Una vez arriba, tuvo que caminar agazapado entre los estantes para sortear a los guardianes de las letras que día y noche custodiaban los libros. El silencio era absoluto, pero cuando entró en la última estancia escuchó el murmullo que indicaba que un libro estaba siendo leído. Era el sonido tan característico como inefable que emitían las letras al juntarse y formar palabras. En la mesa del fondo vio una luz parpadeando. Se acercó y vio que las cosas de su hermana estaban sobre la mesa: la libreta que solía llevar para anotar las impresiones de la lectura y el bolígrafo de tinta inagotable que ganó en la Feria de Las Palabras. Piandel sonrió al imaginar que su hermana se habría entretenido con Holden, se habría puesto su gorra roja y estarían esperando que el lago se helara para averiguar a dónde van los patos. O si no, sabiendo lo que a ella le gustaba la fantasía, pensó que podría estar descubriendo el archipiélago de Terramar. Estaba convencido de que Lena no se había metido en ningún lío, que no tendría ningún problema, que en cualquier momento pronunciaría la palabra mágica, se dirigiría al luminoso verde y aparecería sentada sobre la silla. Que dentro de nada le estaría enseñando a ella el inmenso almacén de libros que había descubierto y por cuya puerta saldrían para volver a casa. Piandel se acercó al libro que estaba sobre la mesa, las palabras del título se encendían y apagaban como si fueran líneas de fuego. Cuando lo tuvo delante leyó: Ensayo sobre la ceguera. El terror lo invadió. Piandel, acostumbrado a adentrarse en obras literarias con títulos sosegados y placenteros, jamás habría optado por esa novela. Y ese terror se debía a la espeluznante experiencia que vivió a los diez años cuando buceó por las páginas de La máscara maldita. En aquella ocasión había escogido ser el protagonista y regresó a la biblioteca muy angustiado porque durante la incursión la máscara se le había adherido a la piel. El miedo lo llevó a arrancársela y tuvo que tirar de ella con mucha fuerza, sintiendo dolores y pinchazos. La angustia de sentirse un monstruo estaba siendo sofocante. La respiración entrecortada hacía que subieran los niveles de ansiedad. A los pocos días de haber estado en aquel libro aún podía sentir un hormigueo en la cara. Por eso, ahora, paralizado ante el título que tenía delante, no podía dejar de pensar en la posibilidad de que su hermana estuviera perdida, atrapada, dando vueltas por un mundo del que no era capaz de volver. Piandel no pudo esperar. Conocía a la perfección las leyes que imperaban en la biblioteca, pero no le importaba la repercusión que pudieran tener sus actos, tan solo quería ayudar a su hermana. Piandel abrió el libro por la página que más brillaba, puso las manos sobre ella y se despidió de su mundo.

Cuentan que nunca más se supo de los hermanos. En la ciudad de Órbil ya nadie recuerda qué es una biblioteca. Ni siquiera nadie tiene idea de qué es un libro.

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