Marca el número. Antes de oír el primer tono, cuelga. Otra vez la imagen de la tortuga se cuela en los pensamientos de Elvira. Será mejor que se calme, como le aconsejó su hija Marianita, piensa.

Se sienta sobre la cama y aparta el vestido de un manotazo, el collar de aguamarina se estrella contra el parqué. Elvira no se inmuta. Su albornoz está mojado, pero no tiene frío. Marianita encendió la calefacción mientras esperaban, pero el bochorno y los nervios no la dejaron enfriarse. No cree que pueda olvidar con facilidad el incidente.

El reloj de péndulo en el pasillo suena una vez. Tiene que llamar a Carol, avisarle que hoy no podrá asistir. No, no puede, será mejor que llame su hija. Le pedirá que sea discreta, no quiere que su amiga se entere de lo ocurrido. Al menos, hasta que pueda reírse y hablar de ello como una simple anécdota.

Se incorpora, abre el primer cajón de la cómoda, saca un pijama de algodón gris. Lo mejor es que se meta en la cama, no le duele nada, pero no se encuentra bien.

Aquella mañana, al despertar, Elvira creyó que sería un buen día. La alarma no había sonado, era sábado. Abrió las cortinas, para dejar pasar la claridad, y volviéndose a acurrucar en la cama complacida, sacó de la mesilla de noche las gafas. Apiló varios almohadones y se dispuso a leer con calma. Como un fin de semana cualquiera. Así aunque no madrugase, sentía que comenzaba el día haciendo algo de provecho sin despertar a su hija temprano.

Más tarde se apoyaba en la barandilla con las dos manos y bajaba las escaleras atenta a colocar ambos pies en el mismo peldaño, antes de pisar el siguiente. No deseaba tentar a la suerte y acabar con la cadera rota y en una residencia, como su amiga Carol.

Mientras las rodajas de pan integral se tostaban y la cocina se colmaba de aromas, Elvira disfrutaba acariciando el suave pelaje de Matisse, el Pomerania de su hija. Sólo en los pequeños placeres se encuentra el sentido a la existencia, solía repetir ella, cuando se reían de sus hábitos.

De vuelta en el dormitorio, metía la mano en el fondo del joyero, deleitándose con el sonido de los collares serpenteando entre sus dedos, como cuando era una niña y entraba en puntillas en el cuarto de su abuela.

Escogía siempre, el collar que más combinaba con el vestido que luciría ese día. Le gustaba arreglarse para comer los sábados con Carol. Solía ponerse tacones, no los de antaño, sino los que aún podían soportar sus tobillos, por poca altura que tuviesen siempre la estilizaban y le daban un toque chic. Estiraba la colcha floreada hasta dejarla completamente lisa y colocaba todos las piezas del vestuario encima, sonriendo complacida con su elección. Ahora eso ya no importa, ha perdido su valor.

—Mamá, ya se han marchado. ¿Qué haces en la cama?— Mariana, apoyada en el marco de la puerta la mira preocupada.

—Llama a Carol, pero no se lo cuentes… Dile que no me encuentro bien, que hoy no iré— Elvira, acomoda la colcha, sin mirar a su hija.

—¿Te duele algo? ¿Te han hecho daño?—Mariana, se sienta sobre la cama y extiende la mano cerca de la de su madre.

—Estoy bien—

—No sé por qué te pones así… —Dice Mariana corriendo las cortinas, la habitación se queda a oscuras.— ¿Seguro que no te duele nada?—

—¡Qué no! Sólo necesito estar sola, nada más.—

—No deberías ponerte así, son cosas que pasan con la…—

—¡Marianita, por favor!— Elvira se acurruca y se cubre hasta la nariz.— Llámala ahora o se preocupará— se le oye decir, debajo de la colcha.

—¡Ya voy! Qué cabezona eres….— Susurra mientras cierra la puerta de la habitación.

A Elvira le gustaba bañarse los sábados, convertía aquel momento en un delicioso ritual, que empezaba por encender la minicadena de la habitación y dejar que Chopin fuese apoderándose de todos los rincones del cuarto, hasta encontrarla sentada en la orilla de la bañera, con la mano sumergida en el chorro, adecuando la temperatura. Esparcía las sales y la espuma de baño con aceite de Argán, en el charco que comenzaba a formarse en la tina. Sonreía al espejo, retirándose el cabello rizado de su arrugada tez con una diadema. Se desnudaba, al compás de la música y de las burbujas que eclosionaban en el agua. Su baño, era el momento que más añoraba el resto de la semana. Le encantaba decir, que en la bañera conseguía reconciliarse con la vida. Allí su edad y sus problemas no podían flotar. No hay mayor placer que un buen baño querida, le repetía siempre a su hija.

Abre los ojos y enciende la lámpara de la mesilla ¿Acaso ha sido un sueño? No, aunque le cueste creerlo ha ocurrido, le ha pasado a ella.

Marianita era una niña la primera vez que sintió algo parecido, fue una tarde de agosto en que dejó a su hija durmiendo la siesta y salió de la casa de sus padres hacia el café, ése que hacía chaflán, donde su amiga Carol la esperaba. A mitad de calle, dudó si cambiarse o no de acera porque don Esteban estaba allí, sentado a la fresca, en una silla de mimbre despeluchada. No cruzó. El anciano, apoyado en su bastón, la saludó por primera vez sin mirarle las piernas, tampoco la llamó señorita Elvira. Levantó la mano, con los ojos fijos en las baldosas rojas recién regadas, y le soltó un solemne: Adiós, señora Elvira. Había odiado durante años que el vecino la manosease con la mirada al pasar. Oírlo decir señora, fue aún peor. Sintió como si don Esteban le propinase un golpe seco en las costillas con su bastón. Se quedó muda. Intentando recobrar el aliento. Aún le daba escalofríos recordarlo. Hoy, volvía a tener esa misma sensación de shock.

Elvira se incorpora, golpea las manos contra la colcha y suspira, la cabeza no para de darle vueltas, qué será de ella a partir de ahora. Otra vez la tortuga invade su mente.

Oye a Matisse, que rasca la puerta y suelta algún ladridito. El día del supermercado no ladró, se quedó quietito y en silencio. Cuando Marianita volvió del trabajo, alarmada porque Matisse no la esperaba en el recibidor, lo llamó y lo buscó por toda la casa. Fue un simple descuido. En la cola del supermercado le sonó el teléfono, era Carol, desde que estaba en la residencia no paraba de llamarla para entretenerse, no le gustaban los viejos de allí, según decía. Su hija bajó corriendo al súper, se encontró a Matisse rodeado por un grupo de personas. Estaba a punto de llevármelo, le dijo un chico que no pasaba de los veinte años. Lo hemos sacado de paseo y le dimos un poco de pienso, creíamos que lo habían abandonado, dijo el encargado del súper. Mariana, la miraba incrédula todavía, aunque había pasado casi un año. Carol, le solía decir que era afortunada por tener una hija que la cuidase, a pesar de que a veces le tendiese trampas, para comprobar si pierde facultades. Un día, hasta llegó a encontrarse dentro de la nevera el arnés de Matisse. No serás tú Mariana, la que está senil, le había respondido ella. Un descuido lo tiene cualquiera, tenga la edad que tenga, solía contestarle Elvira. En el fondo, sabe que Carol tiene razón, y que su hija se preocupa por ella. Aunque sus métodos le parecen un poco crueles.

Abre la puerta al perro, que entra meneando el rabito satisfecho. Ya te has salido con la tuya sinvergüenza, le dice acariciándole la cabecita, venga acuéstate en el sillón y quédate tranquilo, quiero descansar un rato, no me hagas tener que levantarme y abrirte otra vez la puerta, dice mientras se sienta en la cama y ve al animal acomodarse entre los cojines del sillón.

Elvira entorna los ojos, y su mente la traslada otra vez al cuarto de baño. Se aferra a los bordes de la bañera. Apoya los pies en el fondo, y aprieta los labios, mientras se esfuerza por levantarse. Un leve gemido sale expulsado de su boca, y sus artríticas manos resbalan. El agua se agita y choca contra los azulejos. Su hombro derecho cruje. Desiste. Las nalgas de Elvira, vuelven a caer sobre la superficie acrílica. La bruma, cargada de aceite de Argán, palidece el ambiente.

No puede más, tendrá que tomar algo para dormir, necesita dejar de pensar, sabe que hay un antes y un después de este día, pero ahora necesita descansar.

Se sirve un vaso de agua de la jarra que tiene en la mesilla, y el líquido al caer, le recuerda nuevamente a la bañera, a su cuello bien estirado que no alcanzaba a impulsarse lo suficiente, a sus codos que se negaban a extenderse del todo, a los hombres que vinieron a ayudarla. Recuerda que Chopin dejó de sonar. Se ve sumergida y desnuda en la tina, en ese preciso instante, en el que se dio cuenta que nunca había llegado a escuchar la última pieza del disco. Revive ese escalofrió primitivo que sintió, al comprender que Marianita no tardaría en llamar a la puerta del baño preocupada. Siente la desesperación ardiéndole por dentro. Recuerda que sólo podía pensar, que hubiese preferido ser tragada por el desagüe, como caldo rancio, antes de que Marianita la viese así. Pero no, por más que lo intentó no pudo levantarse. Fue entonces, cuando se imaginó por primera vez, a la tortuga gigante intentando salir de su caparazón panza arriba, con el cuello lleno de arrugas a pesar de tenerlo estirado.

Traga la pastilla al primer intento, apoya la cabeza sobre la almohada y extiende la mano para apagar la luz. Cierra los ojos, se ve en el autobús, no, no, no quiere pensar en eso tampoco. Ni en aquella mujer regordeta tan insolente, ni en el chico de la gorra rapera que viajaba hipnotizado por la pantalla de su móvil. Qué desagradable fue todo, la mujer le ordenó al chico que se levantase y cediese el asiento a la abuela. El joven resopló y sin dejar de mirar el teléfono, se levantó. Se ve a sí misma, con su abrigo nuevo de lana rojo, apartándose y mirando hacia atrás para dejar pasar a la abuelita, y a esa mujer insolente ayudándole a sentarse. Se dio cuenta sólo entonces, que la abuelita a la que se referían era ella. Todavía puede sentir, el dolor que le produjo el nudo oprimiéndole las cuerdas vocales, las ganas de llorar, pero se aguantó, no hizo nada, solamente se quedó sentada, mirando sus taconcitos a juego con el abrigo, esperando a que esa horrible mujer se callara. Pensó, en aquel momento, que nunca podría pasar por una humillación mayor. Estaba completamente equivocada.

Lo más terrible de lo ocurrido hoy, peor que lo de aquellos desconocidos ayudándola a levantarse de la bañera, fue oír a su hija angustiada, llamándola desde el otro lado de la puerta. Verla entrar sobresaltada. Pararse en seco al encontrarla sumergida en la bañera, y escucharle decir, Mamá es que no lo entiendes, ya no estás para estas cosas. Yo sola no puedo contigo. Ella se encogió, cubrió sus partes con los brazos y rodillas. Ya no quedaba espuma en la bañera, y el agua estaba fría. Sólo el silencio, y la bruma pálida, inundaban el último baño de Elvira.

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