Una tarde de verano me quedé sin gasolina. Por suerte, era una de esas tardes perfectas que parecen preparadas para sonreír. Una de esas viejas tardes de verano que no terminan de aplastarte del todo, que te mantienen apenas activo durante toda la jornada hasta que se diluyen en la noche. Además, no me quedé tirado en una autopista o en una circunvalación repleta de vehículos que pueden resultar molestas y hasta peligrosas. Nada de eso. Mi coche, un viejo seat 128, se quedó seco en mitad de una carretera comarcal, junto a un bosque de robles y un regato que adornaba aquella estampa. El discurrir del agua entre las piedras generaba un sonido relajante y evocador. Me acuerdo con total claridad, dejé la radio encendida y salí del coche. Di una vuelta, no pasaba nadie y un viento suave acunaba las árboles. Tras unos segundos de inspección, escuché el riachuelo que discurría a poco más de cincuenta metros. Entonces, apagué la música.

Lo primero que pensé, y juro que sucedió así, fue en una antigua novia. Se llamaba Sandra. La conocí cuando a su marido, un tipo estrecho y terriblemente atractivo, lo metieron en la cárcel. Yo fui su abogado de oficio. El hombre no tenía más dinero que el justo para comer y yo, recién salido de la facultad, me dedicaba a defender criminales de pocos recursos. Si os digo la verdad, creo que nunca fue tan divertida la profesión. La primera vez que la vi lloraba sentada en uno de esos bancos de madera oscuros que llenan las administraciones públicas. Las lágrimas inundaban sus ojos, embalsadas entre los párpados, para luego caer sobre sus pómulos de manera torrencial, igual que un cascada, generando unos visibles surcos en su piel arcillosa. Aquella piel porosa y regada, le aportaba al rostro de Sandra una belleza angelical. ¿Me explico? Esa belleza de estampita o de paso Semana Santa. Me dijo, con la cara iluminada desde dentro, que Marión no había hecho nada, que era inocente. Pero eso siempre lo dicen las mujeres de los asesinos.

Marión Javier Hernández entró en la cárcel ese día y, que yo sepa, todavía sigue allí encerrado. En la primera entrevista que mantuvimos, vete tú a saber por qué, me contó que su hermano Carlos, un par de años más joven que él, estaba recluso en otra cárcel al otro lado del Atlántico. En Salta, al norte de Argentina. Aquella tierra, que nunca antes había escuchado nombrar, se me imaginó lugar de peregrinaje, de vírgenes y mártires, repleto de una mística que ya apenas quedaba en España. Y mientras conversaba con ese hombre de barba rala y apenas bigote, sólo podía pensar en Sandra y toda la santería de su rostro y de aquella tierra que me inventé árida y falta de color.

El hombre hablaba con un acento argentino algo menos pegajoso que el de los porteños que conocería más tarde, con tendencia a dejar la boca abierta al acabar cada frase. Lo primero que me dijo fue que el muerto había acabado con la bala en el pecho por merecimiento. Me expuso la teoría de que, igual que en el boxeo muchas veces los combates se ganan a los puntos, la muerte también llega por ese mismo método. Me dijo que es verdad, que también los hay con mala estrella que mueren de una -y se persignó con delicadeza, moviendo la mano derecha con parsimonia-, sin otra opción que irse del mundo sin poder protestar; pero que otros como el Roni mueren por cansancio. ¿Me entiendes? Y asentí porque Marión, y esa fue la primera vez que me pregunté por aquel nombre de propiedad femenina, se expresaba de una manera casi académica, con una concreción ajena al mundo delictivo que acostumbraba a defender.

Tampoco importa su historia. No pude hacer nada por él y terminó en una celda. Que Roni se mereciese esa bala en el pecho se demostró desde que, con apenas catorce años, participó en su primer homicidio junto con su hermano mayor, un tipo también asesinado tiempo atrás. Dentro de aquella sala estrecha y demasiado iluminada del juzgado de Zaragoza, no quedó ninguna duda al respecto: el mundo era un poco mejor después de que muriese. Pero la ley posee una amoralidad inhumana y el juez sentenció a Marión Javier Hernández a veinte años de cárcel por homicidio. Mi defendido, que sabía el resultado del juicio antes de empezar, miraba siempre por la ventana, imagino que intentando guardar toda esa luz que se colaba desde el patio, para consumirla después dentro de su celda. Sandra me abrazó cuando se llevaron a su marido. Me dijo que no era justo y yo asentí. Pero a Sandra Alvarado la seguí viendo. Habían venido a España diez años atrás huyendo de su padre. Me dijo que ella, su hermana y su madre, escaparon una noche desde aquel norte extraño de su país, como decía ella, repleto de luciérnagas y montes marrones. Aquel norte, como me contaría durante los siguientes años, donde las leyendas se imponían con mucha más fuerza. Como en la selva, me dijo una vez. Sandra había pasado varios meses en Bolivia, cuando todavía no llegaba a los veinte. Se fue al norte del país, a una ciudad llamada Rurrenabaque, siguiendo los pasos de un francés que se llamaba Jules y que había conocido en Sucre, en uno de esos hostales para mochileros que inundaban el continente. Recorrieron el río Beni en barco y Jules conoció a un grupo de compatriotas y a Sandra le encantaba escucharlos conversar de noche, mientras bebían cerveza, aunque no era capaz de entenderlos. Le gustaba como los sonidos en aquel idioma parecían dar más vueltas en el cielo de la boca, como si cada palabra se engalanara antes de ser dicha. Unos días más tarde, después de volver de unos lagos que apenas recuerda, Jules se fue con una de las francesas del grupo con dirección al Perú.

Tan solo habían pasado dos semanas desde el final del juicio cuando la volví a ver. Sandra me llamó y me dijo que quería hablar conmigo. Me citó en una bar cerca de la Seo. Nos sentamos y me dijo que era mi culpa que su marido estuviese preso. Yo no contesté porque ya había aprendido a esas alturas de mi vida que la verdad es sólo un punto de vista. Había pedido una Coca-Cola. Observaba su boca moverse y, cuando terminó de hablar, me preguntó si quería que fuese con ella a su casa. Vivía cerca, en un tercero sin ascensor, y aquella mañana vestía una falda corta y oscura que, al subir las escaleras, me mostraba sus piernas y hasta sus bragas. Hicimos el amor. Ni tan siquiera me mostró su casa al entrar, tan solo tuve tiempo de ver, en un aparador junto a la puerta, una foto de ella y Marión vestidos de gala y sonriendo. Pensé que hacían una pareja perfecta y luego se desnudó y olía a mar, eso fue lo que pensé, a pesar de haber nacido a mil kilómetros de la costa.

Un día, después de casi dos años viéndonos semanalmente y acostándonos con la misma fiereza del primer día, me dijo que se iba a Granada, que se iba a vivir con su hermana y su madre. Yo no le dije nada. Quería a esa mujer. O, más bien, me emocionaba como una obra de arte que se expone en un museo, con esa perfección estética que por las mañanas, justo al despertar, poseía. Os juro que es la única mujer que he conocido que amanecía absolutamente bella. Meses después de nuestro primer encuentro, cuando dejé de disfrutar de su fiereza durante el sexo y hasta de su conversación, decidí no dejar de verla para poder dormir a su lado y disfrutar cada mañana de aquella estampa única. El que haya visto una aurora boreal entenderá de lo que hablo. Yo quería ver ese espectáculo cada mañana, observar su rostro moreno de cejas gruesas y labios estrechos -demasiado europeos para una sudaca, decía Sandra de si misma- que emergía recién barnizado. En ese momento, invariablemente, recordaba nuestro primer encuentro, sus lágrimas y la Semana Santa de mi pueblo. Entonces, el mundo se achicaba hasta solo abarcar su rostro y las sábanas blancas y el pelo lisa cayendo sobre la almohada. Ella no quiso despedirse la última mañana que pasamos juntos, me dijo, vente a verme cuando quieras.

Tardé casi medio año en decidir bajar hasta Granada. No sé por qué. Me acostumbré a vivir sin ella y sin sus amaneceres. Empecé a salir con una antigua compañera de la facultad que le gustaba ir a la montaña los fines de semana y hacerme mamadas. Las grababa con su móvil y luego las subía a una página web. Debía ganar bastante dinero con sus vídeos. Se ponía siempre un antifaz negro con encaje, de esos de carnaval de Venecia, y se pintaba los labios de rojo para que contrastase con el pálido de mi piel. Me gustaba verla arrodillada, pero luego no reconocía mi pene en los vídeos, como si fuese de otro hombre. Era extraño. El caso es que, un par de meses después, empecé a sentir que todos nos miraban cuando entrábamos en un bar. Como si reconociesen su cara sin el antifaz o mi pene debajo de la ropa. Me fui a Granada escapando de aquella persecución. Nunca había estado en la ciudad. Sandra me vino a buscar y me dio un beso. Jamás me echó en cara haber tardado tanto. Me llevó al Albaicín y recuerdo hacer una foto perfecta con ella, la Alhambra y el Veleta nevado. Ella había engordado un par de kilos pero, lejos de afearla, le daba un aspecto más juvenil. Me dijo al día siguiente que estaba embarazada, de un chico de allí, que me presentó y que era realmente agradable. Tenía aspecto felino, de gato montés, no soy capaz de explicarlo, pero era pequeño y con la nariz achatada. Nada más verlo pensé en un lince. La verdad, me alegré por Sandra y la segunda noche, por alguna razón desconocida, le pregunté por Marión. Me dijo que todavía estaba casada con él, pero que ya no lo quería.

Pasaron casi cinco años y no supe nada de Sandra excepto una invitación para el bautizo de su hijo. Lo llamó Matías. También me mandó una foto del recién nacido, aún demasiado abstracto para saber si se parecía a su madre. No le contesté, quizás por despecho, quizás auspiciado por un lejano rencor de no haber sido yo el padre de la criatura, todavía no lo sé, y dejé escurrir el tiempo en Zaragoza. Sin embargo, un día tocaron a la puerta de casa y abrí sin mirar. Allí estaba Sandra con Matías en brazos. La saludé. Ella había llorado como la primera vez que la vi y me dijo que Mauro –se llamaba así aquel hombre de aspecto felino- le pegaba, que no quería que Matías viviese con un maltratador y que le daba miedo que pudiese hacerle daño también a él. Yo le dije que se podía quedar todo el tiempo que quisiese a pesar de que su rostro ya no era igual, quizás demasiado asustado, y cuando el niño se quedó dormido me hizo el amor en la cocina. Yo, en aquel entonces, había dejado la profesión y salía con un chica más joven, todavía universitaria, que pintaba cuadros de hombres y mujeres en traje de baño en las situaciones más extrañas. Para mi último cumpleaños me había regalado una de sus obras donde un niño, gateando en el suelo de un autobús urbano, respiraba a través de unas gafas de buceo. A pesar de que la vida había intentado apagarla una y otra vez, Sandra, cada mañana, seguía emanando la misma luz. Y parecía que Matías había heredado esa misma cualidad. Me gustó tenerlos en casa y descubrir cómo es la vida en familia. La pintora me dejó.

Un día, con esa falta de sospecha con la que llegan casi todos los cambios, vino su hermana y se los llevó nuevamente. Hablaron durante varias horas, las dos, con el niño correteando por la casa. Me tengo que ir, me dijo con una sonrisa forzada. A dónde te vas, le pregunté y todavía llevaba puesta la misma ropa del día anterior. Tengo que volver a Granada. Y yo no le dije nada porque cualquier palabra le hubiese hecho quedarse y, vete tú a saber por qué, en aquel entonces no quería ser responsable de las decisiones de los demás. Vamos, que la dejé ir. Recuerdo que aquella tarde me masturbé pensando en la chica de las mamadas con su antifaz puesto y los labios carmesí pero, por alguna razón, tenía el rostro de Sandra. Desde ese día, ese sueño, mezcla de erotismo y beatitud, me persigue y se repite, sobre todo en invierno.

Yo me fui de Zaragoza poco después, para empezar a trabajar en Valladolid. Allí, un amigo de la infancia se había instalado con su mujer y tenía dos hijas. Carmen y Laura. Me quedé en su casa una sola noche y luego alquilé un apartamento junto a la iglesia de San Benito. Me gustaba dar vueltas por la Plaza Mayor y por los márgenes del río Pisuerga. Conocí a Clara en un curso de escritura. Me recomendaron que me apuntase a ese tipo de actividades para conocer gente. Clara era, con mucha diferencia, la que mejor escribía de todos los alumnos. Le gustaba Lorca y me hizo un poema que todavía guardo. Era alta, espigada, quizás no muy guapa, pero sí atractiva. Sin embargo, no me interesaba la escritura y mucho menos sus amigos y sus conversaciones. Poco después fuimos a vivir juntos a mi piso. Debo decir que ella se esforzó todo lo que pudo pero, una tarde, agotada de mi indolencia, me dijo que no aguantaba más y se fue. Le di una brazo y le pedí perdón. Clara olía a limpiador, a fragancia de dispensador automático. Me acostumbré a ir hasta la montaña, a refugiarme en un viejo bosque de tejos. Me apoyaba en sus troncos centenarios y me quedaba dormido. Soñaba con Salta, con sus montañas que no conocía, y con extrañas historias de vaqueros.

Un año después me fui a vivir a Brasil. Fue de repente y por pura casualidad. Unos días antes de coger el avión, me pareció ver a Sandra en la calle. Ella andaba nerviosa y no pudo reconocerme. Iba sola, sin Matías, y por alguna razón imaginé que el niño había muerto y que por eso Sandra no me había visto. Supuse que una madre que pierde a su hijo no puede ver nada más, como si la tragedia afectase al sentido de la vista y bloquease la visión. ¿Me explico? Si en verdad era ella, esa fue la última vez que la vi.

No duré mucho en Brasil. Primero en Río de Janeiro y luego en Belo Horizonte. Trabajé para una ONG, de nuevo retomando mi carrera de abogado. Mi trabajo consistía en defender a nuestro personal en el país. O buscaba firmas locales que lo hiciesen. Es increíble la cantidad de denuncias que soportan las ONG. Después, cuando descubrí que Brasil no era tan distinto del resto del mundo, me fui hasta Argentina sin ningún oficio, tan solo con bastante dinero ahorrado y ningún plan. Disfruté el país y lo recorrí con parsimonia. Tras casi seis meses de viaje, conseguí llegar a Salta. Le puse un mensaje a Sandra pero nunca me contestó. Le mandé una foto desde el cerro de San Fernando, con el sol poniéndose y la ciudad en llamas. Después, tras recorrer todo aquel norte pedregoso, entré en Bolivia. Por alguna razón, lo recorrí todo lo rápido que pude, sin apenas detenerme en nada, sin parar si quiera en Potosí o en La Paz. Cuando llegué hasta el río Beni y observé aquel discurrir calmado del agua, supe que debía volver a casa.

Poco después de llegar a España me compré una piso pequeño, en un barrio humilde, y empecé a correr.

Una mañana de verano, meses después de volver, desperté con una erección provocada por el sueño erótico de siempre. Era la misma mañana que me quedé sin gasolina. Mientras desayunaba escuché en un programa de la radio local la voz de una mujer colombiana o venezolana, no lo supe en el momento, que contaba que la habían desahuciado, que no tenía donde quedarse y que tenía un niño pequeño. Llamé a la emisora y les pedí que le dieran mi contacto. Se llamaba Paola y su hijo Sandro. Quedé con ella poco antes del mediodía y tomamos una cerveza en un bar al lado de la catedral. Ella me miraba con desconfianza, cómo no hacerlo, y yo le dije que tan solo les quería ayudar. Con suavidad le tendí las llaves. Te puedes quedar todo el tiempo que quieras. Ella las cogió con reticencias, sabiendo que en la vida nadie te regala nada. Después de pagar le avisé de que ese fin de semana lo pasaría fuera, que así se adaptaban mejor a la casa. Sandro me sonrió y le toqué la cabeza con delicadeza. Era mulato, de ojos vidriosos, y Paola no supo decirme nada antes de que me fuese.

-Cuidado con el horno- le avisé ya de pie-, saltan los plomos si lo enciendes a la par que la vitrocerámica.

Esa tarde quise ir nuevamente hasta el bosque de tejos para refugiarme bajo su sombra. Conduje con la mente en blanco y ni tan siquiera me di cuenta de que se había encendido el piloto de la gasolina. Me quedé tirado en una de esa carreteras secundarias del norte de Palencia repleta de curvas y árboles. El lugar era de una belleza conmovedora y el arroyo que discurría más abajo, el que descubrí junto al coche y los robles, no sé por qué, lo pensé lágrimas de Sandra.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS