CORONAVIRUS Y ALGO MÁS

CORONAVIRUS Y ALGO MÁS

CORONAVIRUS Y ALGO MÁS

15
de marzo

  Esta
noche me he despertado antes del amanecer y no he podido conciliar el
sueño. Mi mente revolotea y revolotea sobre lo mismo. Los
pensamientos, como dardos envenenados, se me clavan en la parte más
sensible de mi ser, en donde más daño me hacen. En algún momento,
algo dentro de mí se rebela contra este castigo, e intenta ponerle
fin, justificando mis acciones pasadas. Pero no sirve de nada, mis
argumentos son hojas caídas que arrastra la tempestad de mi culpa.

Hace
tres días que no sé nada de ella. En teoría, no puedo salir de
casa, pero, aunque pudiera, no me dejarían entrar allí; lo tienen
completamente prohibido. Me han dicho que anteayer detuvieron y
llevaron a la comisaría al hijo de un ingresado, que intentaba
entrar a toda costa para ver a su padre. La situación es caótica.
Y, para colmo, hoy han dicho en el telediario que los operativos
especiales que han ido a desinfectar, se han encontrado cadáveres
que ni siquiera habían trasladado al depósito, en las habitaciones,
junto a los que todavía sobreviven, aunque nadie sabe hasta cuándo.

Tampoco
yo sé hasta cuándo podré resistir esta tremenda angustia que me va
corroyendo, y que solo descargo, aunque sea un poco, en este papel
vacío, como si él fuera la esponja de mis desgracias.

18
de marzo

  Hoy,
por fín, he podido hablar con la directora, y me ha dicho que ayer
le hicieron la prueba del virus, pero que no tendrán el resultado
hasta pasado mañana. Que no llame, porque no pueden atender al
teléfono; se ha dado de baja gran parte del personal, y la
Residencia está colapsada. Que no me preocupe, que ellos me llamarán
cuando sepan el resultado.

“¿Y
de qué sirve el resultado — le he dicho yo, sin saber lo que
decía— si no va a salir viva de allí?”. Hemos discutido, y me
ha colgado. He vuelto a llamar, lleno de ira, pero no lo han cogido.
No me ha quedado más remedio que tragarme mi ira y mi desesperación.

Apenas
como nada. El hijo de la vecina me compra el pan y alguna cosa que le
encargo, y me lo deja en la puerta. El chico llama al timbre y se
aparta tres metros, porque su madre le obliga. También lleva una
mascarilla que apenas le deja ver. Y guantes grandes y transparentes,
de los de la frutería. Así estamos todos.

Es
a la única persona que veo directamente desde que empezó todo esto
y me abandonó Inés, mi cuidadora, hace más de quince días. Bueno,
también veo a la pareja del balcón de enfrente, cuando salgo a
aplaudir por las tardes. Siempre me sonríen y me dicen algo, pero yo
no les oigo. Desde que ella no está, me parece que me estoy quedando
cada vez más sordo.

19
de marzo

  Hoy
tampoco he dormido en toda la noche.

“¿Por
qué la llevaste allí si no quería ir?”, la eterna cuestión.
Unas veces es la conciencia la que me atormenta; otras, escucho la
pregunta en primera persona, y es ella la que me acusa en mis
desvaríos entre el sueño y la vigilia. Otras, son ellos: mis hijos.

Se
lo dije y lo repetí hasta la saciedad: “Vuestra madre ha perdido
la cabeza. Yo no puedo, a mis 85 años, hacerme cargo de ella. Lo
mejor es llevarla a una buena Residencia”. Pero, no. Ellos no
querían que su madre se fuese de su casa. Claro, como no vivían con
ella… ¡Qué egoísmo!

Ahora
veo que hoy es mi santo. No sé ni en el día en que vivo. Nunca
pensé que alguna vez me tocaría vivir mi santo así, en este
purgatorio, y camino del infierno. Sin ella, sin mis hijos, sin mis
nietos, sin nadie…

Me
gustaría leer algo, pero no encuentro las gafas por ninguna parte, y
no veo. La televisión tampoco la pongo; aparte de que me aburre y no
me concentro, tengo que ponerla muy alta, y los de abajo golpean en
el techo. Si puedo seguir escribiendo es porque mi nieto puso las
letras del ordenador muy grandes.

21
de marzo

  Hoy
he estado en la cama casi todo el día. Esta tos puñetera y el dolor
de cabeza no me dejan parar. Y, por si fuera poco, la artrosis de
cadera aprieta. Me he levantado para aplaudir, pero no he visto a la
pareja. Cada vez sale menos gente a los balcones.

La
vecina me ha dicho, a través de la puerta, que mis hijos me han
llamado muchas veces y que no les cojo el teléfono, que están
preocupados por mí, pero que no pueden venir. Le he pedido que les
diga que estoy bien, que no se preocupen.

Apenas
tengo apetito. ¡Con lo comilón que era! Solo me apetece beber leche
bien fría.

Tampoco
he podido hablar con la Residencia. He llamado tres veces, pero no lo
cogen; debe ser que están colapsados. Tengo que esperar a que me
llamen, como me prometió la directora.

25
de marzo

  Estos
días de atrás no he podido escribir. El dolor de la cadera me está
matando, y la fiebre me amodorra de tal forma que paso todo el tiempo
medio dormido. Esta mañana o a mediodía — no sé cuándo— el
chico me ha traído dos cartones de leche y unos plátanos. Con esto
tendré para dos días por lo menos. Este chico es mi ángel de la
guarda.

Ayer
me despertaron llamando al telefonillo. Me dijeron que eran de los
servicios de asistencia social a domicilio y que si necesitaba algún
cuidado especial o quería ir al hospital, que les habían llamado. Y
yo les dije que me encontraba bien. ¿Dónde voy a estar mejor?

Me
voy a la cama.

29 de marzo

  Esto
es otra cosa. Desde que ella ha vuelto conmigo, soy otra persona.
Físicamente me encuentro peor, ¿por qué negarlo? Casi no me
levanto de la cama, y cada vez me cuesta más respirar. Pero me he
traído este cacharro a la mesilla, y escribo desde aquí. Sentirla
aquí a mi lado, hablar con ella, y, sobre todo, saber que me ha
perdonado, me ha devuelto a la vida. Ya no viene nadie a culparme.
Bueno, yo también le he prometido que nunca más la llevaré a
ninguna Residencia, que nos quedaremos aquí, juntos hasta que Dios
quiera.

Tengo
que dejar de escribir, me quiere decir algo. Y lo importante ahora es
ella.

Gregorio
García Arranz

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