Las olas rompen desiguales, cubriendo sus tobillos de arena mezclada con diminutas gotas de agua espumosa y fría. El sol joven de finales de invierno escapa por la línea del horizonte y ella se estremece dentro de una manta gruesa de cuadros descoloridos rojos y negros.

Ninguno de los dos está dispuesto a ceder, ni la mujer ni el sol.

            Todos huimos

Se gira para esquivar la última ola y regresa a casa dando grandes zancadas, evitando mirar lo que deja a su espalda. A una prudente distancia, un par de gaviotas la siguen dando pequeños saltos.

Al entrar, el aire húmedo y pesado impregna los muebles de la cocina. Se sacude con cuidado los pies y se calza un par de zapatillas con la suela de esparto. Atraviesa un pasillo sorteando una bicicleta vieja y entra en el salón. Se deja caer en una butaca de cojines abultados, tapizados en tela tosca color beige. Hoy, exactamente hoy, hace un mes que decidió dejar de verlo y marcharse a su casa de la playa. Cierra los ojos y permite que unas lágrimas gruesas y perezosas recorran su mejilla.

Un año atrás, Adela entraba en un restaurante sutilmente maquillada y estrenando unos zapatos a juego con un pequeño bolso rojo. Rebuscó con la mirada entre las mesas hasta que descubrió al hombre que le había presentado un amigo común en una exposición.

            Este es Miguel, estudiamos juntos

Adela extendió la mano y Miguel, mientras la estrechaba, la besó en ambas mejillas. El óvalo pálido de líneas finas de ella, custodiado por media melena profundamente negra y lisa, contrastaba con el rostro algo aniñado de él.

La cena transcurrió lentamente. Adela no apartaba la mirada de las manos de Miguel. Grandes, nudosas, viriles. No reía demasiado y su cabello se movía al ritmo de sus frases cortas y enérgicas. Miguel, sin embargo, ocupaba el espacio con rotundidad, con una voz que envolvía a ambos como si se tratara de un manto. Ella se dejaba abrazar por aquella voz, sacando de cuando en cuando la cabeza para dar un sorbo de vino y lanzar una mirada esquiva hacia la puerta del restaurante.

Ambos necesitaban el sexo y no se lo negaron. Al principio, diez años de diferencia de edad y un matrimonio fallido de Adela les colocó en dos planos, como si hicieran el amor en camas separadas. Pero, una vez Miguel estuvo dentro de ella, la poseyó sin complejos, utilizando su juventud como un ariete para derribar todas las barreras. Ella dejó de resistirse y entablaron una pelea de besos y mordiscos a la que ambos sobrevivieron extenuados y sorprendidos.

Comenzó una relación de cenas breves y sexo intenso. Sus cuerpos tomaron el control sin permitir ninguna concesión, haciendo de sus conversaciones prólogos ansiosos o epílogos perezosos de sus intercambios de sudor y saliva. Pero pasados unos meses, Miguel comenzó a alargar las treguas después de cada encuentro. Colocaba algunas palabras para tratar de reducir la distancia que les separaba mientras permanecían abrazados y desnudos. Sus primeros pasos fueron indecisos. Exponía con humildad complejos y miedos heredados de su vida con otras mujeres antes de ella, como quien extiende las manos con la palma hacia arriba. Adela escuchaba sin mirarlo, recorriendo de cuando en cuando con sus dedos largos y finos su pecho. Tan solo en un par de ocasiones — y hablando desde un muy lugar distante—, ella le entregó un par de recuerdos imprecisos y superficiales de su matrimonio. No pasó demasiado tiempo hasta que Miguel consideró que aquello no era un intercambio justo. Una noche, después de tumbarse boca arriba junto a ella y recuperar el aliento, decidió estrechar un poco el círculo. Comenzó a envolver sus frases, tiernas pero firmes, en un tono solemne. Tras un breve rodeo, sumergió las manos de lleno en sus pensamientos y comenzó a extraer reflexiones a puñados, sin orden, como un avaro extendiendo monedas encima de la cama. Todo se mezclaba. Complicidad, amor, libertad, compromiso, sexo, futuro, pasado. No podía contenerse. Pasados unos minutos, ella se incorporó despacio de la cama y se encendió un cigarrillo. El humo diluía las palabras de Miguel, que continuaron sucediéndose cómo un eco lejano.

La sombra siempre aparecía en el asiento trasero del coche de Adela durante en el trayecto de vuelta de hacia su apartamento. Ella la miraba de reojo por el retrovisor, ignorándola con suficiencia, saboreando el gusto salado que había dejado la piel del hombre en sus labios. Una sonrisa coqueta destensaba su rostro. Se sentía fuerte, victoriosa. La sombra, paciente, soportaba estos desprecios de Adela y aprovechaba su descuido para hacerse poco más fuerte cada día. La noche en que Miguel trató de obtener de Adela algo más que el sudor de su cuerpo, la sombra supo que había llegado su momento. Permaneció en silencio todo el trayecto, observando la larga y delgada nuca de Adela. La siguió hasta su dormitorio y esperó a que comenzara a desnudarse.

           Se está cansando de ti

Adela dejó caer la falda y la blusa color marfil cubrió con pudor la diminuta lencería de encaje negro que apenas abarcaba su pubis cuidadosamente rasurado. Elevó su mirada despacio hasta descubrir, aterrada, la forma grisácea que se retorcía a su espaldas en el fondo del espejo.

         Te ha soltado todo eso de la complicidad y la libertad porque le das lástima y no se atreve a dejarte sin más. Es un cobarde y un pusilánime, pero no es tuyo ni lo va a ser nunca

Adela trató de recomponerse pero tan solo fue capaz de articular unas pocas palabras.

             No es cierto, Miguel es distinto

La forma grisácea se hinchó hasta alcanzar el techo con sus brazos largos y gruesos, atronando hasta doblegar a Adela y obligarla a recogerse en un ovillo en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos.

           ¿Distinto? ¿No te has dado cuenta de cómo le mira los muslos a las camareras?, ¿cómo prefiere hablar contigo a follar contigo? Ya no eres ninguna jovencita. No te equivoques, al final, una noche durante la cena te dirá que siente por ti algo distinto, muy bonito, muy tierno, pero que prefiere que no vayáis a su apartamento, que tiene dudas y que no quiere hacerte daño. Que por encima de todo, te tiene un gran respeto y no te mereces que te mienta

La última noche que vio a Miguel, ni tan siquiera le permitió entrar en el restaurante.

            No lo soporto más. No quiero seguir sufriendo

Ella dejaba escapar cada sílaba entre sus labios finos y elegantes, una detrás de otra, ordenadas, precisas, sin hacer ningún esfuerzo por detenerlas. Él trató de rebatirlas con un gesto trágico que no consiguió armar.

            No sé de qué me hablas, Adela. No he hecho nada más que tratarte con respeto

Los brazos de Miguel trataban de proteger sus palabras mientras hablaba.

           Tú sabes que sí lo has hecho. Al menos trata de disimular. Ten algo de decencia

De repente, los brazos del hombre se detuvieron en el aire y, un instante después, se derrumbaron a ambos lados de su cuerpo. Con el rostro crispado, pudo ver cómo una gran forma grisácea, abrazaba a la mujer, tapándole los ojos, la boca y el vientre. En un último gesto desesperado, Miguel trató de ayudarla a escapar, intentando atravesar aquella sombra con su mirada azul profundo y alcanzar el fondo de los ojos de la mujer, que le parecieron más grandes y oscuros que nunca. Fue inútil. Toda ella, excepto su pecho, permanecía inmóvil mientras que la sombra parecía dispuesta a resistir décadas en esa posición.

Adela se levanta y camina hacia la cocina. Abre la ventana y el olor a sal y a jazmín se cuela hasta el fondo de la casa. Las olas murmuran con discreción, ajenas a las sombras que hace rato que se esparcen entre los muebles. Comienza a preparar un te. Espera a que el agua rompa a hervir y coloca algunas rodajas de limón y las bolsitas dentro de la tetera. Al entrar en el salón, una de las dos tazas se desliza de la bandeja y cae al suelo, pero no se rompe.

           Siempre tan torpe

           Tendrás que conformarte. No tengo nada más que ofrecerte


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