Padrastro, en su quinta acepción

Padrastro, en su quinta acepción

lucia rodriguez

14/07/2020

La luna de esta noche me recuerda a la de aquella otra vez. Creciente, pasado ya el cuarto, juega entre un ciprés y un pino, se esconde y reaparece continuamente por la ventana de la copilota, o sea yo. Entrando y saliendo de árboles, montañas, montículos, peñas, fábricas, túneles, todo lo que se deja atrás en la carretera de Madrid a Málaga. Mi hermano conduce, vamos casi siempre en silencio, acabamos de parar en una gasolinera para comprar unos sándwiches de plástico. Tengo la cara azulada por el reflejo de la pantalla del móvil. Estoy contestando algún whatsapp porque cuando lleguemos ya no habrá espacio para eso. Mensajes de gente insomne y muy bien informada que ya se ha enterado de la noticia.

“Lucía, cuanto lo siento. Me ha escrito mi cuñada, la que vive en Suiza. Se ha enterado por twitter de que ha muerto Eduardo.”

“Gracias Josemari” contesto. Y luego pienso que mi respuesta se queda corta y en otro mensaje “Si, pobrecito, vamos Daniel y yo camino de Málaga a estar con mi madre.”

Nada más salir de Madrid me ha venido el recuerdo de la primera vez que hice este mismo trayecto, un verano de principios de los 90. También era de noche, también iba jugando con la luna. Me reaparece aquel primer viaje al ritmo de Mocedades y en cuanto asoma el recuerdo lo cojo fuerte, paso por paso, sensación por sensación. Hacíamos ese viaje entonces porque mi madre se acababa de ennoviar con Eduardo, un malagueño muy simpático que nos llevaba en su Saab blanco a conocer el pueblo donde se había comprado una casa frente al mar. La playa aquella era mala, de piedras grandes e irregulares que hacían un daño terrible en los pies. Y además estaba al lado de una fábrica de cemento. Entre una cosa y otra esa parte de la costa se mantenía en lo que siempre había sido, un lugar humilde y feúcho. Al tiempo que tranquilo, luminoso y cálido.

En aquella ocasión iba yo escéptica en el coche, envuelta en mi personaje de niña pija de Madrid construido en torno a mi colegio del Pilar, mi merienda en el VIPs de Ortega y Gasset los viernes por la tarde, las clases de equitación los fines de semana que me tocaba con mi padre y los paseos por el campo abulense los fines de semana que me tocaba con mi madre. Una niña suspicaz, muy reflexiva para su edad, madurada a base de calendarios hiperestructurados en distintas frecuencias, de lunes a viernes llamadas telefónicas a las 7 de la tarde – “no tardes en cogerlo Lucía, que si no papá se enfada” – fines de semana alternos y vacaciones rotatorias.

Como va a ocurrir hoy, en aquella ocasión llegamos de madrugada y recuerdo que, al aparcar el coche en la puerta, salió Mari Ángeles, la vecina de la casa de al lado. La misma que en estos momentos acompaña a mi madre y le estará seguro preparando algo caliente para ver si vuelve en sí después del shock. Aquella mujer que se había quedado despierta esperando a que llegáramos tenía un acento cerrado, unos ademanes muy enérgicos y mandaba un montón. Sin preguntar cogió algunas de nuestras maletas y nos dijo a mi madre, a mi hermano y a mí donde estaban nuestras habitaciones, los cuartos de baño y todo lo que consideraba que debíamos saber. Igual que nos introducirá hoy a nuestra nueva realidad cuando lleguemos. Ella se encargaba de todo cuando Edu estaba en Madrid y consideraba esa casa más suya que de nadie – la casa por fuera y su contenido entero.

Así eran las mujeres de aquel pueblo, muy dueñas y muy hospitalarias. Decididas, toscas y gritonas. Ser muy educada y respetuosa me convertía en una alienígena en aquel entorno, donde las herramientas con las que yo me solía manejar no iban a llevarme a ningún sitio. Un día de ese verano yo buceaba buscando boquerones cuando una de las vecinas entró a remojarse cerca de la orilla. Se tumbó boca abajo con el cuerpo en el agua y la cabeza fuera y me llamó a gritos,” ¡Niña, niña! Ven aquí a mirarme las tetas con esas gafas de bucear, ya verás, ya verás tú”. Me puse de pie, con el agua a la altura de las rodillas, mirando con cara de panoli hacia la orilla sin soltar el tubo de snorkel de la boca. Y sin saber si acercarme a mirar – pero, pero ¡¿cómo iba a acercarme a mirarle las tetas, que eran ya descomunales sin distorsión acuática de ningún tipo?! – o ignorarla, que tampoco me resultaba una opción aceptable teniendo en cuenta mis buenos modales.

Durante aquel verano de mi preadolescencia merendé muchos días en casas de las vecinas, sus puertas siempre abiertas. Las mismas mujeres que ahora arropan a mi madre mientras llegamos nosotros, nos preparaban entonces un buen bol de cereales con chocolate y leche fría que tomábamos con sus hijas en la salita mientras veíamos bola de dragón. Con las persianas medio echadas para que no entrara la solana de la tarde. Esas mismas hijas de edades próximas a la mía que ahora reponen en el Carrefour en régimen de media jornada.

Mi infancia se inició en aquel primer viaje en coche que ahora voy recordando. Duró cuatro meses de agosto (1991, 1992, 1993 y 1994) en los que surgió en torno a mí un espacio de libertad que otros salvaguardaban para que yo niña pudiera por una vez despreocuparme, ir en bañador de la mañana a la noche, jugar sin parar, comer sándwich de nata a deshoras, pararme en seco porque había olido algo asombroso, embriagante – “¿cómo dices que se llama Edu? ¿Dama de noche? Pues va a ser mi flor preferida”. Aquellos cuatro agostos en que mi madre estaba tan contenta, mi padre tan lejos y yo era todavía tan niña que no tenía que hacerme cargo de nada. Aquellos cuatro agostos en los que todo lo que importaba el resto del año – la responsabilidad, los modales, la corrección – allí descontaba, era superfluo y raro.

Durante aquellos cuatro agostos que se iniciaron en el viaje en coche que precedió a este – Como una promesa, eres tú, eres tú. Como una mañana de verano. Toda mi esperanza eres tú, eres tú — lo único que me daba miedo era que se me gastaran todos los sentidos antes de cumplir los doce. Mi ritmo de vida era tan descomunal comparado con el de septiembre a julio que temía las consecuencias: quedarme ciega, desorientada, sorda. Los ojos deslumbrados por aquella luz restallante a todas horas; la lengua anestesiada de tanta sal, la sal del mar, la sal de las papadeltas, el mineral de la arena; los cornetes nasales inflamados de por vida por el olor a mar, a leña de espetar y a humo del cigarro siempre presente en la playa, en el coche, en la cocina. Los oídos de los que nunca llegaba a salir toda el agua y que nunca descansaban en silencio. Hasta cuando todo acababa – las risas, las tertulias de los mayores en el patio de la casa de Mari Ángeles – seguía sonando el mar fortísimo. La piel morena y cuarteada, cubierta por un polvito blanco de sequedad, porque no había tiempo para cremas, ni de las de antes del sol ni de las de después. El sentido del equilibrio desquiciado, sin rastro de mesura ni balance, solo disfrute, prisas por seguir disfrutando, muchas prisas — “venga mamá, venga, que me están esperando para ir a por un helado”. Todo propulsado por un cuerpo cada vez más poderoso, consciente de las propias capacidades recién adquiridas – nadar más lejos, patinar más rápido, aguantar más segundos haciendo el pino, no parar para comer ni beber, pedalear en bici bajo el sol ardiente y sucumbir a la noche para renacer cada mañana.

Los agostos acababan. El 30 o el 31, de regreso a Madrid, más o menos a la altura de Tembleque en la provincia de Toledo, volvía a exudar mi madurez precoz preparándome para las maletas de fin de semana empacadas con un cuidado extremo “que no se me olvide nada, que no se enfade papá”; para las buenas notas en el colegio y en las clases extraescolares “que no saque ningún notable, que no se enfade papá”; para las llamadas que atender cada tarde “que no suene mucho el teléfono antes de cogerlo, que no se enfade papá”; para la compostura que mantener y las lágrimas que borrar “que no se me note que he llorado, que no se me pongan los ojos rojos, que no se enfade papá”.

Suena de nuevo el timbre ‘cristal’ del teléfono y contesto al último whatsapp que me ha llegado por ahora. Llamo a mi madre pero no me coge.

“Mamá, ya vamos por Bailén, enseguida estamos allí”. Dos ticks desvaídos de mensaje entregado, pero no leído. Pienso “mi madre es viuda” y en ese instante ella envejece veinte años.

Eduardo. Padrastro. Palabra polisémica.

1. “Marido de la madre de una persona nacida de una unión anterior”.

2. “Mal padre”.

3. “Obstáculo, impedimento o inconveniente que estorba o hace daño en una materia.”

4. “Pedazo pequeño de pellejo que se levanta de la carne inmediata a las uñas de las manos, y causa dolor y estorbo.”

Son todas acepciones feas o frías. Yo añado una quinta.

5. Hombre alegre, bueno y generoso que regala agostos de infancia y un amor sólido, reparando de este modo parte del daño hecho por el biopadre”

Mi padrastro (quinta acepción de la palabra) ha muerto hace 6 horas. No han autorizado el levantamiento del cadáver, su cuerpo está aun tendido sobre la calzada, a dos metros de la puerta de Mari Ángeles, al lado de la playa. Es la misma noche, porque es enero y las noches empiezan pronto, la misma noche en que él nos ha mandado fotos de la concentración feminista del centro de Málaga a la que ha ido solo. La misma noche que se ha despedido de mi madre con un beso flojito al que ella ni siquiera ha reaccionado desde el sofá, colocada de lexatines para su herpes. La misma noche que, concluida la concentración y proclamadas las consignas en favor de la igualdad y contra el patriarcado, ha cogido el autobús de vuelta y se ha bajado en la primera parada del pueblo, la del restaurante “Los Marines”. La misma noche que ha venido caminando tranquilamente y por última vez, con un cigarro en la mano, por las calles oscuras y húmedas de su lugar refugio. La noche que ha echado la mano al bolsillo para sacar las llaves porque estaba ya justo al lado de casa y con las llaves en la mano se ha desplomado, la cara por delante, muerto.

La misma noche que en Madrid yo he soltado una bomba de baño de color verde para que mis hijos pequeñísimos accedieran a bañarse sin montar follón. La misma noche que el verde del agua de la bañera contrasta tanto con el rojo del barco de juguete y la cabeza morenita del mayor que he sacado una foto. La misma noche que agotada y nerviosa porque ese mismo mayor no se dormía he mirado el móvil y he visto muchas llamadas perdidas de mi hermano y he pensado “qué raro”. La misma noche que le he devuelto la llamada y le digo “bro, ¿estás bien?” y él primero ha contestado que si y luego ha hecho un silencio corto y me ha dicho cuatro palabras. “Edu se ha muerto.” La misma noche que no he respondido nada y mi hermano me ha dicho por el teléfono “¿estás ahí? Lucía, Lucía ¿me oyes?” y me he asomado a la puerta del cuarto y le he dicho a Jorge, mi marido, las mismas cuatro palabras, bajito para no despertar al pequeño que ya dormía. La misma noche que Jorge se ha llevado las manos a la cabeza y ha venido y me ha abrazado pero yo ya había perdido mis extremidades, mis articulaciones, mis dedos – no se dónde están, no sé qué puedo hacer con ellos porque ya no los controlo – he pensado. La misma noche que he metido cuatro cosas en una bolsa: el cargador, un jersey muy gordo que el duelo y la pena dan muchísimo frio, los tapones y dos bragas. La misma noche que he llamado a mi madre y ella solo me ha dicho “fíjate hija, Edu, Edu”. La misma noche que mi hermano ha venido a recogerme en el coche para irnos a Málaga y nos hemos abrazado muy fuerte en mi portal y yo he hundido el cuello entre los hombros como una tortuga y me he puesto a llorar.

La misma noche que cubren a Edu con una sábana, un policía recoge su cartera, su pitillera, sus llaves, su alianza, su reloj y se las da a un amigo que ha llegado enseguida. La misma noche que mi madre se cuelga la alianza de Eduardo en una cadenita que lleva al cuello y entonces pasa a tener dos anillos iguales solo que de tamaño diferente. La misma noche que en Suiza, la cuñada de Josemari ha entrado en twitter. Como veranea en Marbella sigue la cuenta del Diario Sur y en el timeline que, bah, mira de reojo por tener algo que hacer mientras se toma su copita de vino del Rin — que le relaja antes de dormir – ve la cara sonriente de Eduardo, la cara limpia, plena, maravillosa de mi padrastro (quinta acepción de la palabra). Y lee que ha muerto.

Todo en el mismo intervalo, del mismo día, con la misma luz: ninguna.

De pronto me vuelve a sonar mucho el teléfono, mensajes, llamadas, la gente no duerme, pienso. El mundo adulto es insomne y rellena las noches con twitter y las ediciones digitales de los periódicos.

Ahora que Eduardo ha muerto, todos ven claro que se iba a morir. Aunque no hubiera estado nunca enfermo, aunque tuviera más vitalidad que todo el resto de nosotros, aunque no lo digan con esas palabras exactas. “Claro, fumaba tanto. Es que no se cuidaba. Edu no se cuidaba”. Hasta hacía horas su plenitud y su fortaleza eran rebeldes, desafíos constantes contra los postulados de la vida equilibrada y frugal. Viéndole vivir, reír, comer, beber uno no podía evitar pensar ¿y si no hace falta moderarse? ¿y si se puede ser como él, disfrutar como él, tener su calidad de vida y encima ser muy longevo? ¿Y si el dilema no es tal, y si se puede tener todo? Porque él lo tenía todo, lo tuvo todo, lo disfrutó todo. “La vida es cojonuda Luci”, me decía para convencerme.

Los flacos, los del colesterol bajo y las analíticas impecables, los preocupados por una arritmia ocasional, los abstemios, los que le quitan el gordo a la carne. En sus pésames noto el alivio que les produce la imagen – vivida o imaginada – del cuerpo de Eduardo sobre el asfalto, convertido en bulto cubierto por una sábana que esa sí que late sin parar al ritmo del poniente que no amaina. Su muerte repentina les reafirma en la cautela como columna vertebral del único modo de vivir.

Debajo de la sabana yacen 76 años y otros tantos kilos de peso, un charquito de sangre a la altura del lado derecho de su frente, una prótesis de cadera de titanio, un pantalón de pana, unos zapatos de camper muy cómodos, calcetines de hilo negros, unos calzoncillos de Mickey Mouse que yo le regalé de broma, una camisa con varios botones desabrochados porque le agobiaba el cuello muy cerrado y un plumas finito de color gris. Ya le han quitado la cartera y la pitillera. Y un cuerpo recio, compacto, de pecho canoso y moreno.

Todo lo que dos días después va a flotar en polvito sobre el mar. Con una luz preciosa de atardecer, mecidos en la barca, oyendo el agua y a Camarón, abriré la urna y la volcaré sobre las manos de mi madre que serán la última cuna de mi padrastro (quinta acepción) antes de verterse al mar. En el cuenco de mi mano cogeré un sorbo de agua con alguna ceniza suelta y lo beberé. Sus restos – de cuerpo, de ropa, de calzado, restos en caldo de mar – reposarán en mi estómago, convertido en un mausoleo latente y viviente de mi padrastro, en su quinta acepción. Del hombre que me regaló cuatro agostos de infancia.

Aparcamos, son las dos y media de la madrugada. Es el tanatorio más bonito en el que he estado, una casita blanca con dos salas. Se ve el mar. Mi hermano y yo nos abrazamos antes de entrar, antes de que todo cobre otro color, otra dimensión.

Nos cruzamos con cuatro sombras que caminan hacia el parking, son amigas de mi madre que han venido desde el centro de Málaga y se vuelven ya a sus casas a descansar. Las vecinas del pueblo siguen allí.

Veo a mi madre, mi madre viuda. Le abrazo, solloza y sollozo. Nuestros hombros suben y bajan sincopados. Mi hermano nos envuelve a las dos, la capa más externa del núcleo de siempre.

Y de pronto, mi familia de origen vuelve a ser una silla coja de tres patas, un poco triste, un poco pobre, un poco desolada.

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