La casa heredada

La casa heredada

Yaiza

12/07/2020

Pintura de Vilhelm Hammershøi

Tenía esa atmósfera de las casas cuando el polvo se posa y el recuerdo de sus habitantes se difumina. No era gran cosa pero me permitía independizarme. 

-Mamá, la decoración no me gusta.

-Vale cariño, pero una cosa detrás de otra. 

-No quiero dejarlo todo como está si esta va a ser mi casa. Mira ese cuadro, es horripilante. 

-Bueno hija, la decoración guarda toda cierta armonía. El cuadro queda bien con todo lo demás.

-Mamá, quiero que mi casa parezca mía, tantos trastos no me dejan pensar y los recuerdos me agobian.

-Ay hija, pero si son cuatro fotos y algún jarrón con flores de tela. Es que si los quitas está peor. 

-Todo en esta casa es amarillento: las paredes, las cortinas, las luces; hasta tú y yo cuando venimos nos volvemos amarillentas. 

-Me estoy cansando ya Lucía.

La cara de mi madre dijo el resto. El debate sobre la decoración había terminado por hoy. Encogí la cabeza en signo de capitulación mientras miraba unos candelabros que se retorcían en angelotes sobre un aparador. 

-Mamá, los abuelos hacían una pareja muy rara ¿no?

-No sé hija, puede ser. 

-Yo creo que el yayo siempre fue un poco niño y le gustaba la yaya por lo tiesa que era. 

-Bueno hija, también era otra época. 

-Sí mamá, pero la abuela tenía muy mala hostia. 

-No seas bruta Lucía.

-Ya verás como se me aparece esta noche en cuanto me ponga a cambiar los muebles de sitio. 

-Pues déjalos como están que están muy bien. 

-Mira lo que he encontrado. Al yayo le había dado por escribir a última hora. Decía que se sentía solo, que nada tenía sentido. Fue cuando a la abuela se le fue la cabeza. 

-A mí no me lo había dicho. Yo con cuidarlos ya tenía bastante. Con eso de ser hija única todo iba para mí, los disgustos y las herencias. 

-¿Tú crees que se puso a escribir porque sabía que se iba a morir y entonces le surgieron muchas preguntas?

-Ay hija, contigo todo es muy profundo. 

-El yayo parecía siempre muy alegre, con sus anécdotas de los trenes y el trabajo, pero yo creo que no hablaba de las cosas serias por no herirme, o por si me espantaba o qué sé yo. 

-Cariño, me voy, que hay muchas cosas por hacer y ahora no tengo tiempo para estas reflexiones. 

Me había dejado en la salita, el cuarto más pequeño de la casa, donde hacían vida mis abuelos ajenos al paso de las horas. A mi abuelo le encantaba contarme historias. Yo casi no me acuerdo de los detalles, sólo de la sensación de que me cuenten historias, sentada en las rodillas de aquel hombre menudo y afable. Cuando me aburría de la tele saltaba al sillón donde él se sentaba. 

-Y cuando ibas en las máquinas de vapor, ¿alguna vez tuviste un accidente o te pasó algo? -le dije uno de aquellos días, todos muy parecidos entre ellos. 

-Sí, aunque muy pocas, por fortuna. Una vez íbamos por Zaragoza ¡Qué frío y qué aire tan asqueroso, y la humedad que hacía! No había peor clima en toda nuestra ruta. Iba con mi compañero Agustino. Menos mal que nos manteníamos despiertos el uno al otro. ‘Agustino, hoy se está haciendo largo ¿eh?’, le digo yo. ‘Este tiempo asqueroso, Manolo. Siéntate cerca del fuego que te paso el carbón’, me dice él. Me dejaba ponerme ahí porque sabía que soy friolero. Yo había empezado a trabajar hacía poco. Aún estaba aprendiendo y él tenía mucha experiencia. Me acuerdo muy bien de todo porque aquel día nos llevamos un buen susto, ¿sabes Lucía?

Yo veía de fondo a mi abuela, esbelta y frágil, tumbada en el sofá haciendo como que miraba la tele, pero nos observaba con el rabo del ojo. Parecía una estatua de sal. Notaba sus ojos girar en nuestra dirección a través de esas gafas enormes. Mi abuelo había seguido hablando y yo me había perdido una parte de la historia. 

-‘Odio el turno de noche, no veo bien las vías y me parece que me voy a dormir todo el rato’, algo así me dice Agustino, y sí que veíamos mal las vías, cuando nos quisimos dar cuenta había un furgón parado allí en medio, ¡qué susto! ‘¡Agustino!, le digo yo, ‘¡el freno, echa el freno!’ Tenía el corazón en la boca. Echamos el freno y golpeamos al furgón igualmente. 

-¿Y qué pasó?

-Nos acercamos. Estábamos muy asustados porque podíamos haber matado a alguien. Llegamos al furgón y nos encontramos a un hombre que estaba totalmente blanco; la ropa, la cara, hasta los asientos, y nos miraba fijamente. A mí me flojearon las piernas, no había visto nada igual en mi vida. Agustino fue cara a él. ‘Señor, ¿está usted bien?’, le dice. ‘Sí, estoy bien’, responde. Resulta que transportaba harina y le había fallado el coche allí en medio. 

-¡Qué bueno yayo! Seguro que contasteis esta historia muchas veces. 

-Nos reímos mucho cuando se nos pasó el susto, y sí que la contamos muchas veces. Imagínate, nosotros dos con las caras completamente negras por el hollín y aquel hombre blanco como un fantasma, los tres mirándonos con cara de susto.

Mi abuela nos decía que bajásemos la voz porque no escuchaba la tele. Yo me reía mientras mi abuelo me hacía cosquillas. 

Eran los muebles los que ahora parecían estatuas de sal. Volví al recibidor donde estaba el cuadro horripilante y lo descolgué, dejando una mancha cuadrada en la pared. Mis abuelos se habían muerto cada uno en su lado de la cama en el periodo de un año. Cuando la gente que quieres se muere parece que lo haya hecho hace siglos.  


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