Me despierto inquieta en medio de la noche. La gente no respetaba la distancia social en mi sueño. Se oye toser. Coloco a mis personajes en su sitio y me duermo otra vez.

Ya son las siete. Empieza un día en blanco. Siento una ilusión repentina. Entonces vuelve a toser la vecina de arriba. Y me fijo en la pantalla que preside una esquina de la habitación. Mi nueva oficina. Entendido. Seguimos en la película de ciencia ficción.

Repaso los mensajes recibidos mientras dormía. Mis padres han sobrevivido a la mañana al otro lado del charco. El papel higiénico y la levadura han vuelto en España. Grandes noticias. Calculo que los tendremos por Nueva York en una semana más o menos. Por fin podré hacer pan casero.

Mi teléfono dice que hoy es sábado. Tomo nota. No hay que conectarse con el trabajo. 

Me meto en la app de citas. Ahí están los amigos por correspondencia versión COVID19: “¿Cómo vas?”; “¿Qué series estás viendo ahora?”. Monótono y aburrido. Luego tenemos a los que niegan la existencia del virus: “Vente a hacer la cuarentena conmigo”; “Sé de un bar que sigue abierto”. Menudos locos. Y, de repente, reaparece el chico de sonrisa encantadora. Quiere que hagamos una vídeo llamada. Es sábado por la noche y tengo una cita.

Tabla de gimnasia hecha. Diez minutos de meditación cumplidos.

Más toses en la lejanía.

El pedido en línea del supermercado sigue sin tener disponibilidad para el envío. No habrá receta especial hoy.

La fruta fresca es necesaria para conservar la salud. Me atreveré a ir a la tienda de la esquina. Me preparo para caminar a lo sociópata. ¿Es ese el vecino nuevo? El perrito que pasea es muy mono, así que decido que él también. Me preocupa lanzarme en sus brazos en cuanto nos lo permitan. ¿Podrá verse cómo me sonrío debajo de la mascarilla? Una pena que no nos dejen compartir ascensor.

Armada con la fruta, dejo zapatos y bolso en la entrada. Mascarilla fuera y frotando las manos veinte segundos bajo el agua. He vuelto a tocar la bolsa. Tengo que volverme a lavar. Y ya van diez veces hoy. Me pongo crema a continuación.

La primera llamada del día es de larga distancia en Skype. Mis padres se mueren por salir de casa. Mi hermana insiste en que se queden dentro para no morir. Ninguna de las dos tendríamos permiso para acudir ni a despedirnos.

La tos se oye menos desde la sala.

La segunda ronda es también transoceánica esta vez por Zoom. “Sí, Nueva York está bastante mal”; repito, “pero yo estoy bien”. Algunos amigos se están volviendo muy creativos. Componen canciones y pequeñas obras de teatro. Entretenimiento virtual.

Otra vez al teléfono por Whatsapp. Sí, Nueva York está muy triste tan vacío. Historias y más historias de lo mismo. Tenemos cada vez más expertos en coronavirus. Ninguno ha estudiado medicina.

Más toses ligeras.

La tercera llamada es local. Las dos estamos cocinando. No ponemos la cámara. Intercambiamos trucos de cocina salpicados de anécdotas de confinamiento.

Salgo a tirar la basura. La señora de al lado me saluda sonriente. Me ha llamado por mi nombre. Siento un impulso de ir a abrazarla. En lugar de eso, me quedo congelada. Estamos a dos metros y no llevo mascarilla. Me está explicando algo del cuarto de lavandería. La escucho fascinada. Estoy conectando con un ser humano en tres dimensiones. El ascensor llega y se rompe la magia.

Me conecto a Teams mientras almuerzo. Mantenemos un arduo debate sobre la vuelta a la normalidad.

Hay silencio en el piso de arriba.

Renuncio a más llamadas. Me siguen llegando mensajitos. Ignoro los enfadados y reenvío algunos de los simpáticos. He cubierto el cupo por hoy.

Toca desconexión frente a la caja tonta. Nada de noticias. Sólo tengo humor para comedias absurdas.

Un grito de euforia desde el exterior me recuerda que son las 7 de la tarde. Abro la ventana y me uno al aplauso comunitario. Veo alguna mano aquí y allá. Ningún rostro. En un árbol cercano hay una ardilla. Nos miramos. Parece tan confundida como yo.

Se acerca la hora de la cita romántica. Habrá que arreglarse un poco. Al menos de cintura para arriba. Pintalabios rojo, un poco de rímel y camisa sexy.

Desde el baño sí puedo oír las toses.

Enciendo el foco pequeño. La pantalla estratégicamente situada con buen ángulo. Bendito modo estilizado. No se ven mis ojeras. Suenan los tonos de llamada. Aparece un hombre en pantalla. ¿Dónde está el chico de la foto? Este está tan serio que no le encuentro la sonrisa. Escucho su monólogo interminable. Le doy media hora para captar mi interés. No lo está logrando. Me fijo en su ropa. Va todavía en pijama. Ni siquiera disimula con una camisa. Me impaciento. Corto la comunicación con una excusa. Prefiero cenar tranquilamente.

Son las diez. No hay motivo para trasnochar.

Mientras me desmaquillo vuelvo a escuchar toser. Quizás debería subir por si necesita algo. Mañana miro qué puerta es. Como será domingo, no tendré que trabajar.

Al acostarme tengo la sensación de estar olvidándome de alguien. Empiezo a dormirme entre las toses. Entonces caigo en la cuenta. Estaré bien. Tan sólo es un día más.

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