Ayer sobre las 4 de la tarde recibí una llamada:

– Buenas tardes, ¿es usted el Sr. Emilio González Cuesta?

  • – Sí, ¿de parte?
  • -Le llamamos del Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Su hermano Andrés está en la UCI y nos han pedido que le llamáramos para avisarle.
  • – Vaya, ¿es muy grave? ¿cómo han conseguido mi teléfono en Marsella? Hace muchos años que no se nada de él.

– El teléfono nos lo facilitó la familia de su hermano, y en cuanto a su estado me temo que no estoy autorizada a darle esa información sin su consentimiento.

Habían pasado 35 años desde la última vez que había visto a mi hermano. Dicen que los gemelos, aunque estén a mucha distancia, pueden sentir si al otro le ha ocurrido algo. Yo la verdad es que hacía una eternidad que había cerrado mi mente a cualquier cosa que tuviera que ver con Andrés. No había sentido nada. Le culpaba de haberse llevado al cine a mi mujer y a mis dos hijas de 8 y 10 años en aquella tarde lluviosa de febrero. Le culpaba de ir conduciendo por la carretera equivocada y a la hora equivocada. Le culpaba de que aquel camión se hubiera saltado el semáforo y hubiera golpeado violentamente su vehículo. Le culpaba de haber salido del accidente con cuatro huesos rotos mientras que mis hijas habían fallecido en el acto. Le culpaba de que mi mujer hubiera fallecido de camino al hospital. Había despedazado mi vida.

Sin embargo, esa llamada me había revuelto completamente por dentro. Por fin tenía la excusa para ir a verle sin que mi desmedido ego sufriera demasiado. Mi primer impulso fue buscar un vuelo en internet. No me dejaba reservar con menos de un día de antelación. Miré en Google Maps y eran doce horas de viaje. Sin pensarlo más metí cuatro cosas en una maleta de mano y me fui para el coche.

Me subí a mi Renault Clío azul, ajusté el retrovisor y arranqué. Esa llamada había sido como cuando en el colegio te quedabas en Babia y de repente el profesor te tiraba una tiza para que volvieras a atender. Esa llamada había conseguido que olvidara todas mis responsabilidades inmediatas, aunque tenía que informar a mi novia ya que habíamos quedado para comer.

Mientras conducía recordaba nuestra infancia en Alcalá de Henares como una infancia feliz. Nuestra afición principal era jugar al fútbol con los amigos del barrio, aunque también jugábamos mucho a las canicas, al hinque y a las chapas.

Luego estaban los paseos de los domingos con nuestra madre. Tenía la manía de ponernos a los dos la misma ropa, como si no se notase ya lo suficiente que un mismo espermatozoide nos había fecundado. Mirar a Andrés era como mirarse en un espejo. Creo que la Calle Mayor es una de las más hermosas por las que he paseado, con ese baile infinito de soportales. Siempre pasábamos por ella de camino a las Clarisas de San Diego a comprar las almendras garrapiñadas que tanto le gustaban a mi padre Celso.

Primera parada a la altura de Perpiñán. Aproveché para tomarme un café con leche y comprar unos chicles, la noche iba a ser larga.

Andrés dejó los estudios a los diecisiete años para irse de voluntario a la marina en Cádiz, estuvo embarcado en el buque hidrográfico Malaspina. Mientras, yo seguí con mis estudios de Psicología en Madrid, y por las noches trabajaba de guardia de seguridad. Pagaban mal, pero te ponías a estudiar de puro aburrimiento, y eso al final se reflejaba en mis buenas notas.

Había sido un mal padre y un mal marido. A lo largo de los años le había robado cientos de horas a mi familia por estar en el casino jugando al poker o a la ruleta mientras me mostraba ante ellos como un psicólogo que tenía la agenda siempre repleta.

Empezaba a oscurecer. Los chicles de hoy en día pierden su sabor enseguida, como tantas cosas en esta vida.

Tenía muchas preguntas que hacerle. Ni siquiera fui a verle al hospital el día del accidente. Le culpaba. Quizás ese sentimiento en el fondo buscara dejarme ileso.

La partida de póker se alargó. Mi hija mayor me llamó para avisarme de que el tío Andrés ya había llegado para irnos al cine. Le mentí contestándole que aún me quedaba una visita que recibir en el gabinete y que se fueran con él. Bromeé con ella diciéndole que al fin y al cabo su tío y yo éramos iguales, y que para cuando ella llegara a casa, yo estaría ya de vuelta para que me contara la película. Desde entonces siempre he evitado los espejos, me cuesta mirarme y reconocerme.

¿Qué película iban a ver? ¿Estaba Andrés distraído al volante? ¿Qué música iban escuchando en el coche? ¿De qué iban hablando? ¿Vieron mis hijas venir al camión o no se enteraron de nada?

Segunda parada a la altura de Zaragoza. Aproveché para comerme un montado de tortilla francesa con queso y una cerveza sin alcohol. ¿Cómo era posible que mi comportamiento con mi propio hermano hubiera sido tan despreciable? ¿Qué clase de monstruo era?

Me preguntaba si Andrés se seguiría pareciendo a mí, o si con el paso de los años nuestro parecido se habría diluido. A los 6 meses del fallecimiento de mi familia me marché a vivir a Francia, necesitaba cambiar de vida y no volver a ver los lugares que frecuentábamos. Sé que mi hermano intentó contactarme varias veces durante los primeros años. Incluso me dejó alguna carta en la residencia donde estaban nuestros padres, pero nunca las leí, ni las guardé, simplemente las rompí. ¿Cómo pude ser tan mierda?

A las 7 am llegué al hospital. Me dirigí a un pequeño mostrador a la entrada. Me informaron de que la primera visita a la UCI estaba permitida solo de 8 a 9 horas y que tenía que pasar antes por la primera planta para que me autorizaran el acceso.

Las cafeterías de los hospitales parecen cuarteles y huelen mucho a lejía. Desayuné un café con unos churros recalentados.

Me sentía débil y cansado. Al llegar a la zona de UCI me pidieron que me sentara cinco minutos. En ese momento una mujer que estaba a mi espalda se dirigió a mí.

  • ¡Dios mío! ¡Sois iguales! Tienes que ser el hermano de Andrés.
  • Así es señora, ¿sabes cómo está? ¿Quién eres?
  • Soy tu sobrina Emilia

Me derrumbé y empecé a llorar. Me había perdido la existencia de una sobrina. ¿Tendría más sobrinos? A pesar de mi desprecio por Andrés, le había puesto mi nombre a su hija. Me culpaba.

Temía que mi sobrina tuviera una actitud resentida o distante conmigo, pero allí estaba ella, abrazándome como si su tío siempre hubiera estado allí.

  • ¿Cómo está tu padre? Ojalá me dé la oportunidad de poder hablar con él y explicarle tantas cosas…
  • Tu hermano ha sufrido un infarto agudo de miocardio, dicen que se le ha complicado con un edema agudo de pulmón, no puedo decirte mucho más de momento. Solo podemos esperar.
  • ¿Está consciente? ¿Podré verle?
  • Si que podrás verle, aunque me temo que poco más. Andrés tiene Alzheimer desde hace varios años y está en una fase muy avanzada de la enfermedad. Ayer tuvo uno de sus escasos momentos de lucidez, y nos sorprendió que muy compungido nos dijera: -Llamar a mi Emilio por Dios, llamar a mi Emilio-. Nos costó mucho conseguir tu teléfono.
  • De nuevo, no pude contener las lágrimas. ¿Me reconocerá?, pregunté.
  • Lo dudo tío. Ya no se reconoce ni a sí mismo cuando se mira al espejo.

Cuando por fin pude pasar a verle estaba adormilado, acerqué una silla a su cama y me senté sin parar de observarle. Me sentía completamente miserable por haberme perdido tantos años de su vida. Seguía pareciéndose a mí a pesar de la edad. Estaba algo más delgado que yo quizás por la enfermedad. Tras unos 10 minutos y sobresaltado por un ruido procedente del pasillo abrió los ojos. Se quedó mirándome en silencio, no estaba seguro de si me habría reconocido, aunque sus ojos empezaron a humedecerse. Me acerqué a él y puse mis manos en sus mejillas mirándole a los ojos.

Le dije que era su hermano, que me perdonara, que le quería, que había sido muy injusto con él, que le oculté que me había quedado jugando al póker esa noche con unos amigos porque necesitaba culpar a alguien para no volverme loco. Uno no muere cuando el corazón deja de latir, sino cuando sus latidos ya no tienen sentido. Yo estaba muerto desde el día del accidente.

Andrés siguió unos segundos mirándome en silencio, no estaba seguro de si me habría reconocido o de si sabría de qué le estaba hablando. En ese momento, puso sus manos sobre las mías, y sus lágrimas empezaron a humedecer las mías, y lo único que alcanzó a decirme fue -Mi Emilio- y sé que en aquel mismo momento me perdonó, le perdoné y me perdoné.

Al final parece que sí que pueda ser cierto que los hermanos gemelos tengamos de alguna forma una conexión a pesar del tiempo y la distancia. Yo llevaba años evitando espejos porque me costaba reconocerme, me costaba mirarme a la cara donde solo podía encontrar culpa. Y mi hermano Andrés, aunque se topara con esos espejos, tampoco era capaz de reconocerse a sí mismo, aunque se mirara.

FIN

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