EL POLVO ENTRETENIDO

EL POLVO ENTRETENIDO

Ginebra

13/07/2020

La primera noche que Felipe le oyó, se había levantado para beber un vaso de agua. Se despertó con la boca seca y la lengua pegada al paladar: Demasiada cena, pensó. El despertador marcaba las dos y media de la madrugada. Se levantó con cuidado para no molestar a su mujer. Aunque él, de por sí, era un hombre silencioso. Sin embargo esta cualidad no era comprendida en la empresa, y le había ocasionado alguna que otra desafortunada situación. Como el día que en el cuarto del archivo sorprendió al subdirector encima de Marta con los pantalones bajados. Desde aquel incidente algunos compañeros le hacían el vacío, le miraban con desconfianza, no le pasaban desapercibidas las miradas furtivas, el silencio repentino cuando le veían aparecer. Esto le incomodaba hasta tal punto, que a partir de entonces procuraba hacer ruido a propósito, algún carraspeo, incluso en ocasiones en su recorrido diario simulaba que hablaba con algún cliente por el móvil.

Pero en su casa no, en su casa estaba relajado y silencioso, al fin y al cabo Sandra, su mujer, ya estaba acostumbrada. Se dirigió hacia la cocina sin encender la luz, no era necesario, se orientaba perfectamente en la oscuridad. Esta era otra de sus cualidades. Antes de entrar se paró en seco. Inmóvil, aguzó el oído intentando adivinar de dónde provenía aquel ruido.

—El motor de este frigorífico cada día es más escandaloso, menos mal que está lejos de los dormitorios —dijo, mientras avanzaba unos pasos. De pronto, se sobresaltó al notar un leve roce en la pierna. Encendió el interruptor de la luz y rápidamente miró por todos los rincones, pero no había nada, todo parecía estar en orden. Sólo el frigorífico seguía con su desagradable rumor.

La segunda noche, se despertó con ganas de orinar —¡Que extraño! Si yo suelo dormir de un tirón y aguanto perfectamente hasta la mañana—. Y empezó a preocuparse por su próstata. Aprovechó para ir a la cocina y comprobar si los decibelios del motor de la nevera habían disminuido. Le pareció que ayer se oían menos. De pie y a oscuras, se detuvo en el portal. Su radar silencioso empezó a rastrear buscando aquellas ondas sonoras tan desagradables. El frigorífico estaba al fondo a la izquierda. Detuvo su atención un instante en aquella dirección. Hasta que una nueva señal auditiva le puso en guardia y giró lentamente la cabeza hacia la derecha. Otro ruido diferente hizo que en un rápido ademán encendiera la luz. Miró por todos lados y comprobó que no había nada extraño. A excepción de que Luis, su hijo, había regresado tarde del campamento y, en el colmo del desorden, había dejado tirada su mochila en el suelo. Sobre la mesa, envueltos en papel de aluminio, los restos del bocata. Esa noche durmió mal. 

Durante el día estuvo distraído y casi se olvidó de la reunión con el director. Sus compañeros en una muestra más de mezquindad, no se lo recordaron. Por suerte Elisa, la secretaria, le avisó. Era una buena chica y la única que le entendía. Aunque se encontraba un poco cansado, le había prometido a Sandra que irían a cenar al Deverone, hacía tiempo que los dos necesitaban una salida romántica. Durante la cena apenas hablaron, en realidad nunca hablaban mucho. Sin embargo el lenguaje de la seducción siempre les había funcionado. Era como si el diálogo inexistente de sus vidas, cobrara sentido cuando hacían el amor. Y esa noche Sandra estaba deslumbrante. Ni siquiera fueron a tomar la última copa, querían llegar cuanto antes al piso.

Los preámbulos fueron pocos, porque la excitación iba en aumento. Sandra, en un arrebato, le estiró del cinturón y le condujo hacia la cocina. Felipe fantaseó con la escena de la película “El cartero siempre llama dos veces”. La luz que provenía del pasillo era perfecta para este ambiente. Cámara y ¡acción! No obstante, los jadeos y los gemidos no le impidieron oír de nuevo aquel rumor. De repente, sintió otra vez aquel roce en sus piernas. Enseguida, apretó fuertemente las nalgas e intentó retrasar el momento del clímax mientras se esforzaba en mirar por el rabillo del ojo. Pero su sentido de la vista nunca había sido muy bueno. Los dos cerebros de Felipe no se ponían de acuerdo y, en un último y desesperado esfuerzo, se puso a pensar en los saldos acreedores de la empresa. Aunque fueron inútiles los intentos para detener la manifestación de su naturaleza. Terminó exhausto y sudoroso. Sin embargo toda la tensión acumulada en los últimos días había desaparecido por completo, y le embargaba un estado parecido a la felicidad. Se incorporó despacio para encender la luz, lo que provocó las protestas de su mujer por interrumpir aquella penumbra tan agradable.

—Voy a ducharme —le dijo Sandra besándole fugazmente en los labios —¡No tardes mucho! —le gritó desde el pasillo.

Felipe, completamente relajado, se dejó caer en una silla y encendió un pitillo. Mientras disfrutaba la paz del momento, fijó la vista en el armario de la basura. Se quedó absorto y observando aquella puerta gris y anodina. El cigarrillo se consumía con rapidez y la ceniza cayó sobre su pierna sacándole del estado de inercia. Para un oído normal, se diría que todo estaba en silencio, pero no para el suyo. Entonces, como si el frigorífico conociera sus intenciones, empezó a arrancar otra vez con aquellos ruidos tan molestos. Con sigilo, se aproximó despacio a las puertas del fregadero y observó que no estaban completamente cerradas. Entremedias, asomaba tumbado el mango del desatascador. Otra vez aquel extraño rumor casi imperceptible. Abrió el armario con cuidado, varios artículos de limpieza y el cubo de los residuos flanqueaban la entrada. Se agachó para retirar algunos utensilios y para inspeccionar el interior con más claridad.

Al fondo, descubrió horrorizado unos pequeños y brillantes ojos que le miraban. Agazapada y escondida detrás de unas botellas, se encontraba el motivo de sus sospechas nocturnas. Una rata enorme le observaba amenazante mostrando los colmillos de su mandíbula, dispuesta a proteger a sus crías recién nacidas de cualquier intruso. Empezó a recular hacia atrás para no asustarla y evitar un enfrentamiento. Ella no se movió, ni siquiera gritó, ni siquiera gruñó, solo las crías emitían algún que otro leve gemido. De pronto, a Felipe le invadió una profunda simpatía por aquella madre. Una matriarca que sigilosa como él, se había movido silenciosa por la cocina para no levantar sospechas. Con profunda admiración, alargó la mano y le ofreció un trozo de queso recién sacado del frigorífico.

—Toma es para ti. Espero que sepas apreciarlo, es mi queso favorito.

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