Soy  el primer varón que no forma parte de la empresa familiar. Mi madre me dijo que Dios me perdone. Mi padre, más parco aún, me retiró la palabra de por vida. Esta familia mía es la cuarta generación de una estirpe de navieros nacida a comienzos del pasado siglo, cuando antepasados de mi padre, propietarios de un astillero donde se construían pequeños barcos de cabotaje, se hicieron con su primer mercante, un carguero a punto de ser desguazado. Su compra supuso acometer una formidable expansión en la empresa y, tras un sinfín de reparaciones, financiaciones y trámites sin mengua, llegarían los primeros fletes. Con su popa presumida y sus coletazos embravecidos, en 1912 el Isla de Izaro zarparía hacia tierras argentinas. Cada travesía dejaba en las arcas familiares cuantiosos beneficios, con los que se amortizarían las primeras inversiones. Los Martinez y Leiza desarrollaron un talento genuino para la náutica, y del seno de la familia surgieron navieros prestigiosos que, además de construir barcos, comprendían los entresijos del negocio marítimo. Cuatro años tardaría en llegar el Delika. Más adelante arribarían buques de gran tonelaje que hicieron de Isla de Izaro, S.A. una de las navieras más relevantes del país.

Mi madre nos ha transmitido a mi hermana Neus y a mí lo que le contaba la suya: que ya podemos estar contentos porque nuestra historia familiar es profunda y con solera, y que eso no lo puede decir todo el mundo, así que nada de privilegiados…que somos unos elegidos, que no es lo mismo. A veces pienso que está convencida de que, llegado el caso, la divinidad nos permitiría caminar sobre las aguas. ¡En la cresta de la ola, hijos míos, siempre en la cresta de la ola! ha sido la muletilla predilecta de mi padre, mil veces repetida. Ambos han preservado contra viento y marea el balanceo de nuestra buena cuna y, con todo, me pregunto si en el fondo pensaron más en ellos que en nosotros. Esta reflexión me asalta con violencia cuando veo a Neus así. Me tiene preocupado, la quiero muchísimo y no está bien, aunque la verdad, hay ocasiones en que no la entiendo. Hoy vuelvo a visitarla y no sé lo que me voy a encontrar.

Para nuestra madre la riqueza es como un barlovento lleno de ceros a prueba de tempestades. Fuimos educados en corto, tras un rompeolas hecho de resabios y rodeados por las paredes de un remolino de plata. Desde el comienzo nos situó bajo el tintineo de su palio, al amparo de ciclones imaginados, en realidad aire fresco que viraba tan pronto sobrevolaba los nubarrones que acechaban nuestra casa de piedra. Recuerdo como Neus era apercibida por las buenas migas que hacía con Estela, una sirvienta de las de antes, con su cofia y sus modales uniformados de azul y blanco, que trataba a mi hermana con los cuidados propios de quien ofrece su amor pidiendo permiso. Neus, debidamente tutelada, aprendió a disciplinar sus afectos y, en lugar de pedirlo, se aplicó en la manera de concederlo. Estela aún continúa en casa. Ahora cuida de nuestra madre y sobre todo de Neus. Los doctores dicen que estemos tranquilos, que tardará un tiempo pero saldrá adelante ¡Dios quiera que tengan razón!

– ¡Déjame ya Estela, por el amor de Dios! – dice mi madre-, tanta pastilla y pastilla.

Estela no responde, deja la medicación sobre la mesa, junto a un vaso de agua, se queda de pie y la mira con firmeza, con los brazos cruzados y una servilleta de papel en la mano. Cuando termina le suelta que así le gusta, y lo hace con esa autoridad invertida que a veces se desprende de las viejas confianzas. Estela se ha convertido en la referencia afectuosa de la familia. Pasa horas al lado de doña Amelia, que así es como llama a nuestra madre, y noches enteras sentada en una silla junto a la cama de Neus. Nuestro padre, al que veíamos más tiempo colgado de un cuadro que de cuerpo presente, falleció hace un año y medio, y todos los meses, siempre que la salud se lo permite, mi madre se desplaza acompañada por Estela al panteón familiar, donde deposita rosas blancas sobre la cresta de la ola que pidió como epitafio. Al rato recorre unos metros que la separan de ella, la toma del brazo y se dirigen con pasos cortos hasta el coche donde espera Rómulo, el chofer y mayordomo de la familia.

Nuestros padres nos educaron en la asunción de la buena fortuna y en la diferencia que nos apartaba del resto. Cada pregunta incómoda era contestada con un golpe de mar que la ahogaba para siempre. A Neus se le toleraban mejor los malos resultados escolares que de vez en cuando se daban, pues era una niña un poco misteriosa, de largas ausencias con tendencia el ensimismamiento. En su caso, las directrices paternas se orientaron al cultivo de las buenas compañías y la captura de un buen muchacho de familia afín. Pretendían consolidar la perpetuación burguesa de una saga cuyos roles contravenían un tiempo en que las mujeres comenzaban a poblar universidades y empresas, aunque eso no afectaba a la soberbia centenaria de mi familia. Cada vez que volvíamos del Liceo donde estudiábamos en francés, o de la celebración de algún cumpleaños de un compañero de fortuna, los interrogatorios de nuestra madre seguían invariablemente la misma derrota: con quiénes habíamos estado, qué nos habían dicho, qué habíamos contestado, y que muy bien, muy bien –respondía- o que no, que eso no era así, y que nada de soltar amarras, y a ver si quedaba claro de una vez y qué de dónde había salido ese … Yo me liberaba fácilmente del escrutinio, pero Neus seguía allí, y afirmaba o negaba con la cabeza, así lo demandaran las desmesuras sobreprotectoras de la señora de Martinez y Leiza. Tan pronto atravesábamos la verja que protegía nuestra casa, conforme nos apeábamos del coche, comenzaban esos juicios sumarísimos. Al poco se desataban los veredictos de nuestra madre y Rómulo, el mayordomo, asentía con la perseverancia de un gato chino mientras sostenía la puerta del Chrysler negro. Yo que soy tres años mayor que Neus, me compadecía de mi pobre hermana, y mientras su expresión de niña sobrepasada me llenaba de dolor, observaba de reojo a Rómulo, e intentaba explicarme qué autoridad recóndita encubría aquella esfínge que había aprendido a conducir. Rómulo, siempre atento, de mirada rapaz y mentón afilado, era un capataz doméstico de largas patillas y bigotes respingones, que parecía guardarse las palabras por si hicieran falta para más adelante. Al igual que un San Bernardo con la vida de vuelta, encajaba circunspecto mis travesuras de niño empoderado, como si formara parte de sus obligaciones, y de lunes a viernes era un lacayo altanero satisfecho de serlo. Por contra, los fines de semana, las malas habladurías le señalaban como un tunante atildado y algo sobón que, mientras pasaba la mano, trataba a la señoritas de usted en la verbenas del pueblo, donde se solía disfrazar de cacique o de aspirante a conde, y sacudía las mangas de su levita, en la certeza de que así propagaba la caspa del poder con el que decía flirtear en sus días de trabajo. Esa feromonas de sangre azulada no daban resultado por el momento, pero si algo sabía hacer bien Rómulo además de asentir, era esperar.

-No serás un golferas Rómulo –le preguntó en una ocasión mi padre sin mirarle- mientras comíamos en el salón, rodeados de retratos de antepasados y serigrafías de buques majestuosos, el Delika, el Galea, el Markina.

-No Señor, no. Relaje, relaje usted don Enrique –le decía-. Lo que sucede u ocurre es que no atino con el encantamiento y no doy con mi Dulcinea.

Rómulo leía cosas y hablaba así, por lo que debería seguir esperando en las verbenas. Y hasta lo de Neus, la vida discurría según la vieja bitácora, al vaivén de alguna galerna menor y al compás de las latitudes que nos marcaban. Los días se sucedían amansados por el amor comedido de Estela, supervisado por la señora Amelia y los prismáticos entrometidos de un mayordomo que se cuadraba ante el retrato de nuestro padre ausente. Y al final era como si el sextante sepia de los ancestros pilotara nuestras vidas empezadas, sujetas por los cabos de un pasado que quizás no debiera parecerse al nuestro.

                                                                             ***

Neus ha estudiado administración de empresas en la Universidad de Liverpool, ciudad que desde los quince años visita todos los veranos para perfeccionar su inglés afrancesado. En una fiesta de fin de carrera alguien se le acerca por la espalda y balancea ante sus ojos un racimo de cerezas. Ya sabe que es Mark. Lo sabe porque siempre hace cosas así. A Mark le tiembla un poco la voz cuando le dice que no le quedan más cerezas pero que igual quiere casarse con él. Aunque Neus tiene la boca llena, la entiende y, sin dejarla terminar, la besa despacio. Luego dirá que es la mejor macedonia que ha probado en su vida. Mark es ingeniero naval y lleva un año con ella, casi desde que comenzó a trabajar para el puerto de Liverpool. Su familia quintuplica, por decir algo, la fortuna de la nuestra y su linaje se pierde en el tiempo. Mi padre fue informado del enlace antes de morir y se excitó como un cateto ante la prebenda. Mi madre no cesaba en sus gratitudes al altísimo por haberla dado la razón. Suelo ir a verles de vez en cuando. Me dicen que se conforman con su apartamento del centro, que ya se mudarán cuando lleguen los hijos. Neus no piensa en otra cosa. Su primer trabajo lo abandona en cuatro meses y el siguiente en dos. Dice que con su título universitario ya supera el rango casposo de nuestra madre, que no acepta un reproche y que nada, que eso de trabajar todos los días no es para ella, que no se ve, y punto… Me pregunto qué ha sido de la rabia que se estrellaba contra los barrotes de la verja. Mark por ahí anda, a la búsqueda de la luchadora que pensaba tener a su lado, hasta que poco a poco descubre a una predadora mentirosa. Es algo insólito que un amante del arte visite una galería con la mirada perdida, pero ese es el estado de Mark la tarde que me lleva a la Waker Art Gallery, donde Neus no quiere acompañarnos. De pronto, se detiene ante una marina y sin más me dice que, con fortuna o sin ella, ha aprendido de las pautas del esfuerzo, y que le entristecen las oportunidades despreciadas, lo mismo que detesta las intrigas, los buenos partidos y toda esa basura. No hace falta más para que pueda entenderle. He dejado de visitarles. La última vez apenas se hablaban. Conseguían que me sintiera como un aguantavelas necesario, si es que algo así puede darse.

– Te diría que casi es la primera decisión que tomo en mí vida

– Eso no es una decisión Neus, y si lo fuera, no parece tuya.

– Mira hermano, no me vengas de sicólogo en rebajas, ya tuve bastantes … y de los caros. No soporto tanto remilgo progre, así que te me vas yendo un poquito a la mierda.

Es la vida me había hablado así. A partir de esos días comienza a adelgazar de una manera alarmante. Pasados dos meses recibo la llamada de Mark pidiéndome ayuda. En el avión que la devuelve a casa Neus susurra que le quiere de verdad y que Dios sabrá perdonarlo

                                                                             ***

– Como la has encontrado – le pregunto a Estela-.

– …

Pobre Estela. No merece este sufrimiento. Mi hermana lleva más de un año abatida. Estela la cuida, la cuida como siempre. Neus se pasa las horas muertas en la habitación o dando vueltas por el jardín. Habla de sí misma sin descanso, de su frustración, sus proyectos hechos trizas, de la pérdida, del abandono… Estela la escucha, primero con atención sincera, luego con una paciencia afectuosa. Da lo mismo, no aprecia la diferencia, no se da cuenta, arrasada como anda por un desamor que se quedó con las cerezas. Estela custodia los silencios que tan lejos se la llevan, y cuando reúne fuerzas le aprieta la mano y le habla con el lenguaje que le han permitido. Seguramente le dice que ella sigue ahí, que sus manos abiertas pueden servir para esperar, pero también para rescatar sus ojos del hielo, fríos como el relente de las noches gélidas, tibias a veces, pero siempre largas y ocupadas por dos almas buenas al fin, naufragadas en las arenas encogidas del invierno. La ternura se le congela a Estela cuando ve cómo los desahogos de su niña ya no le caben en las manos, desbocados como están, empeñados en obviar el umbral que anuncia la línea del miedo, que nos dice que allí están, que allí viven los que casi nunca vuelven, donde no hace frío, tampoco calor, donde no pasa nada, sólo dolor, a veces…

Hace unos días Neus tiene un brote violento. Cuando se cansa de romper objetos comienza golpear las paredes de su cuarto. Estela a sus sesenta y siete años se abalanza sobre ella y si no es por Rómulo no lo cuenta. Mi madre llama a los agentes. Se la han tenido que llevar. La resistencia de Neus ha sido propia de un animal, llena de gritos y gemidos estremecedores. Mi madre se tapa los oídos. Sentada en su butaca balanceaba el cuerpo hacia adelante y haca atrás dominada por un pánico mugriento. Estela ha montado en la ambulancia y se ha marchado con ella. Pendiente de que no se desate, se cubre la cara con las manos y las abre de vez en cuando, la mira mientras puede y la besa en la nuca.

Neus lleva quince días ingresada y Estela hace de su compañía un ritual que no abandona. Sus visitas al sanatorio son periódicas y llenas de amor. Algunas tardes enrosca sus dedos entre rizos los  olvidados de Neus, y persigue las gotas que se deslizan sobre la espalda de una ventana condenada, negra como un espejo enfadado. Otras callan, callan las dos, callan y nada más. De momento no se aprecia mejoría, pero aquí seguimos tú y yo mi buena Estela, en la cafetería de este sanatorio demencial, bajo este noviembre pirata que juguetea con unas luces que no le conciernen. Tú, con tus palabras cadenciosas y tu mirada de frío, hablándome de Neus, una y otra vez más, y otra vez aún, en la frontera de un deshago maldito, pues parece que siempre quedará algo por contar… Yo te escucho y corro los visillos de la ventana, porque está detrás de ti y es como el espejo que antes mostraba sus bucles desordenados y ahora tu espalda cansada. Me recuerdas a ella y me asusto y me aferro a mi taza de té helado, con una de mis manos apretada a cualquiera de las tuyas. Entretanto atiendo tus rumores incompletos y aguardo a que baje mi hermana mientras gime la sirena de un barco.

Rómulo espera en el coche aún con la cara rasgada. De vuelta a casa conduce con cuidado. Estela continúa con su letanía murmurada y ahora es como un trozo de odio encerrado en una caja de sospechas. Mira a Rómulo y no despega la vista de los rasguños que Neus le dejó, menos aún de los guantes blancos que los recorren despacio, como si lamieran el dulce de un recuerdo desquiciado.

                                                                                  ***

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