Rojo

Ana cogió el impermeable del armario y lo miró con repugnancia. Quechua 14 años: retorno a segundo de la ESO, al instante, sin necesidad de DeLorean. No había crecido más desde entonces. Uno cincuenta y dos. Cuarenta y un kilos escasos. Cuerpecillo de cría casi pre-púber. Una Lolita escuchimizada si se maquilla. El sueño de cualquier pedófilo.

Estuvo saliendo con un chico. Álvaro. No era muy alto, pero cuando caminaban juntos parecía que estaba paseando a su hermana pequeña. Si se besaban, las señoras los miraban escandalizadas, santiguándose, y algún viejo verde babeaba más de la cuenta. Ella iba en serio. Él se hartó a los tres meses. Eres muy maja, Ana, pero tienes que hacer algo con tu cuerpo. Lleva tacones, ponte tetas, viste de otra manera, que parezca que tienes los veintidós años que pone en tu DNI. ¡Menudo capullo! Tú sí que tienes que hacer algo: madurar.

¿Qué se creían, que era feliz pareciendo una niña? ¿Qué no le hubiera gustado crecer diez centímetros más? ¿Tener cadera, pecho, cintura y no un tronco uniforme que apenas insinuaba una silueta femenina?

Resignada, Ana cerró la cremallera de su impermeable rojo, dispuesta a enfrentarse al aguacero protegida por la capucha y las botas de goma con florecitas.

Trabalenguas

El cielo está enladrillado.

Tres tristes tigres comen trigo en un trigal.

Y el perro de San Roque no tiene rabo porque Pablito le clavó un clavito al pobre perrito calvo.

Palabras, palabras tramposas que enredan la lengua.

Proteínas, proteínas mutantes que enmarañan cerebros porosos.

Huecos, vacío donde debería estar la huella del minuto anterior, de la semana pasada, del mes de enero. O la cara de los hijos, y sus nombres, su existencia misma. Livianos puentes de materia gris conservan, deslavazadas, estrofas de canciones de corro, poesías para el día de la madre, letanías a la virgen, imágenes de otro siglo conservadas con alcanfor.

Cerebros enmarañados. Sin desemarañador que los desenmarañe.

Abuela madre nieta

Mamá está en la cocina, como siempre que Ana va a visitar a su abuela. Ha preparado algo rico, dulcísimo, puro almíbar y miel. Tu abuela es golosa.

Ana suspira. No es golosa, mamá, es diabética. Esto es una bomba para ella.

Tonterías, tonterías. Tú llévaselos, ya verás cómo se los come todos, le encantan estos bollitos. Se los hacía mi tía Chelito cuando íbamos a verla y se volvía loca. ¡Ella, que nunca ha sido tragona! Pero es que el dulce le puede.

El dulce. Y los bollitos rezumando almíbar dentro del táper. Van a durar dos minutos antes de que la enfermera se los lleve y los esconda en la cocina, lejos de la sala de los residentes. En el mejor de los casos, se lo comerán las trabajadoras con el café. En el peor, acabarán en el cubo de la basura.

Pero mamá no entiende la prohibición de llevar comida a los ancianos. No quiere entenderla. Guarda el táper en una bolsa, primorosamente, con unas servilletas de papel. Le falta poner un lacito rosa. Es su forma de pretender que aún se preocupa por la abuela. Que no ha olvidado a su madre. Que hoy no va porque llueve mucho y tiene reúma. Que otros días hace mucho frío, o mucho calor, o tiene mucha plancha.

No saldrá de la cocina. Seguirá parapetada tras la mesa, con la cafetera italiana humeante esperando a que Ana cierre la puerta y haga lo que, en conciencia, debería hacer ella. Ir a ver a su madre. Su madre, que ya no es la señora elegante que olía a rosas y llevaba pendientes de aguamarinas. Su madre, que ya no camina con garbo y luce coqueta sus trajes de cheviot. Que ya no se mira al espejo justo antes de salir, para retocar los labios y atusar el pelo. Su madre que ya no es quien era.

Que sigue siendo su madre.

¡Qué ojos tan grandes tienes!

Ana buscará a su abuela en la sala común. Estará en un sillón, sentadita como siempre. La televisión tronando inútilmente en un rincón. El personal se moverá de un lado para otro con cierta displicencia, comprobando por encima que todo está bajo control.

Ana se acercará al sillón y observará al ser que lo ocupa. ¡Qué guapa, abuela!, dirá mientras la besa. Y se sentará al lado con la mejor de sus sonrisas falsas y le cogerá la mano. La anciana la mirará como tantas veces, sorprendida por la cercanía de otro ser humano. Tal vez balbucee unas palabras. Tal vez sonría por imitación.

Ana no es tonta. Sabe que, frente a ella, no está su abuela sino el lobo: el lobo que se la está comiendo, que la devora a dentelladas cada día. Hasta dejar sólo la carcasa. La abuela/lobo la mirará sin verla, con grandes ojos inconscientes. La dentadura postiza sobresale como un accesorio gigante en un rostro diminuto. Incluso sus orejas parecen haber crecido. O tal vez es la cabeza que se reduce como la de un jíbaro.

El lobo es voraz. Insaciable. Dentro de poco, se la comerá entera.

Cazador

En la cúspide de la pirámide están los grandes depredadores. Los lobos de mil pelajes, que acechan y atacan a ancianas desvalidas, a abuelos frágiles de pasitos cortos. El lobo de la abuela simula que es ella, se disfraza con su piel y su olor mientras la roe por dentro. Pero no engaña a nadie.

Mil veces Ana ha pensado cómo acabar con el lobo. Cómo rescatar a la abuela. Estudiar mucho y aprenderlo todo sobre el predador. Sus hábitos, sus triquiñuelas. Para combatirlo mejor.

En su plan, nunca hubo sitio para un cazador. Pero los cuentos son como son, y uno no puede olvidar a un personaje. El Cazador es importante porque acaba con el Lobo. No es Caperucita, ella no lo logra. A ella también se la zampa. De otra manera, pero la devora.

El Cazador llegó. Estaba escrito. Un depredador más fuerte y más temible que la más feroz de las fieras. Diminuto, coronado, implacable. Segando vidas por millares, sin distinción, lobos y abuelitas dentro de sus casas, de esas casas enormes que acogen a los ancianos con lobo.

El Cazador liberó a la abuela de su lobo, sí, y acabó con él. Pero él era ya ella, una simbiosis. Así que la libró de la única forma posible.

Alguien llamó desde la residencia. Mamá cogió el teléfono y se puso a llorar. Ana tuvo que dar los datos, tomar las decisiones, hacer las llamadas pertinentes. Su madre puso la cafetera italiana al fuego y se parapetó, según su costumbre, tras la mesa de la cocina.

Fin

Un cementerio solitario recibe el coche fúnebre. Ana y su madre esperan juntas a la entrada de las oficinas. No se les permite ir más allá. El capellán dice unas palabras veladas por la mascarilla mientras el conductor abre el portón trasero. Ana lleva su chubasquero rojo, Quechua 14 años. No llueve, pero es lo primero que ha pillado al salir de casa. ¡Tan poco apropiado! La madre lleva una bolsa. Son unos bollitos de miel y almíbar, le dice al empleado del cementerio. ¿Le importaría meterlos con ella en el nicho? Eran sus favoritos.

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