Mateo era huérfano desde los cinco años. Su padre había sufrido una desgraciada caída al día siguiente de una noche en la que la madre tuvo insomnio. Un insomnio durante el que ella estuvo especialmente cariñosa para conseguir que su marido le prometiese arreglar la lámpara del vestíbulo, una enorme araña que colgaba del techo en la zona que tenía dos alturas para que la primera planta pudiera asomarse al recibidor. A partir de entonces, el niño y la madre, Eva Villegas, vivieron solos.

Un accidente inexplicable, dijo Mateo a David, su compañero de trabajo, cuando habían pasado casi veinte años del suceso: a pesar de que mi madre cortó la corriente eléctrica, mi padre cayó fulminado desde una altura de cinco metros.

El orden es consustancial a la familia Villegas, repetía incansable la madre. Y esa pudo ser una de las causas por las que su matrimonio con un López, despistado y olvidadizo, con poco interés por los asuntos domésticos, hubiera sido tan corto y desgraciado.

En cuanto al hijo, la madre decidió siempre, hasta el último día de su existencia, la ropa que debía ponerse; los alimentos y las bebidas que debía tomar; y hasta los programas de televisión que debía ver.

Uno de los primeros conflictos que tuvo Eva con la familia de su marido, surgió por el nombre del niño. Según los López, convocados alrededor de la cuna del recién nacido, se le debería bautizar con el nombre de Tirso, como su padre, como su abuelo y otros muchos Lópeces anteriores. La madre se bastó sola para imponer su voluntad: dijo que en su familia siempre se había optado por nombres bíblicos.

Y el gusto por los nombres bíblicos debió ser la razón por la que David, el compañero de Mateo, le había caído bien a Eva. Pero eso sólo fue en un principio porque, después trató de impedir que su hijo lo llevara a casa: no se limpia los pies en el felpudo y le apesta el aliento, decía.

Un día, Mateo observó que, efectivamente, su compañero no se limpiaba los pies antes de entrar en la casa. Pero también se dio cuenta de que, en realidad, lo que fastidiaba a su madre era que David la mirase fijamente, con gesto estúpido, eso sí, y comentara lo complicado que debía ser limpiar aquella lámpara, aquella araña gigantesca que parecía amenazar con desplomarse.

Aquel día, cuando se marchó David, Eva se puso debajo de la lámpara y la estuvo mirando con preocupación: ¡a saber lo que quiere insinuar este necio!, dijo después.

Pero, a partir de entonces, la madre se obsesionó. Todas las mañanas, nada más levantarse, bajaba al vestíbulo para situarse debajo de la lámpara y observarla con suma atención durante varios minutos.

Mateo sugirió, en varias ocasiones, comprobar el anclaje o quitar definitivamente la lámpara. La araña era culpable, por lo menos testigo, de la mayor desgracia de su vida: aquel fatal accidente que le había dejado huérfano a merced de una madre histérica.

Quitarla, no. Ese es su sitio, dijo Eva. Y, cuando algo tenía un sitio. No había más que hablar.

En situaciones como ésta, se despertaba en Mateo algo que él relacionaba con la genética paterna y se iba a su cuarto mascullando para sí todas las intransigencias de Eva. Comenzaba a odiarla: no había mostrado sensibilidad alguna ante la orfandad de su hijo, ni ante el increíble accidente de su marido.

El día anterior al fallecimiento de Eva, cuando Mateo llegó a casa, encontró a su madre subida en una escalera extensible, con la cabeza torcida y la cara pegada al techo, comprobando la situación del anclaje de la dichosa lámpara.

La asistenta no había querido irse a su hora y permanecía agarrada a la escalera con las manos crispadas. He tratado de impedirlo, le dijo a Mateo.

¿Y quién le ha dado a usted vela en este entierro?, gritó Eva.

La madre, como siempre, no aceptaba recriminación alguna. Voceó a Mateo desde arriba y lo siguió haciendo mientras bajaba acelerada y nervuda: no son horas de llegar a casa; he necesitado tu ayuda; dónde estabas; por qué no cogías el teléfono. Eres un desastre.

A Mateo el contenido de las frases de Eva le llegaba confuso, aunque suponía era desagradable. Se llevó las manos a la cabeza como si quisiera impedir que estallase y, haciendo un gran esfuerzo, con los ojos cerrados, dijo: hemos celebrado el cumpleaños de David; veinticinco; me voy a la cama.

Tenía las palabras enredadas dentro de la boca. Fue hacia la escalera. Tropezó con el primer peldaño y tuvo que agarrarse con fuerza al pasamano para comenzar a subir.

Eres completamente imbécil. Habrás bebido como un cosaco. Esa vida libertina te pasará factura, dijo Eva intentando retenerlo.

Mientras subía, Mateo continuaba recibiendo la agobiante cantinela de la madre, que le llegaba a veces opaca y a veces atronadora. Ya en el rellano de la primera planta, se apoyó en la barandilla intentando demostrar que la escuchaba. En ese momento Eva decía que David era sucio y estúpido. Y que, por su culpa, él iba a tener una resaca memorable.

Después de advertirle que sobre una silla tenía el traje, la camisa, incluso la corbata y los calcetines, que se debía poner al día siguiente, le dio una rotunda orden: Mañana, antes de irte a trabajar, lleva la caja de las herramientas y la escalera a su sitio.

Aunque la claridad de la luna le hizo cerrar los ojos con fuerza, Mateo se derrumbó sobre el edredón sin bajar la persiana. La noche fue memorable. Primero, porque el dolor de cabeza, que parecía desaparecer por segundos, volvía luego con más fuerza para comenzar un nuevo ciclo; luego, porque estuvo vomitando a raudales, como una gárgola en día de tormenta; y después, porque no lograba atrapar el sueño que se desvanecía una y otra vez para terminar en insomnio. Esto también es cuestión genética, pensó. Un insomnio como el que su madre padeció la noche anterior al sospechoso accidente que costó la vida a Tirso López.

Estuvo mucho tiempo sentado en el borde de la cama: su madre decía que, insomne, de madrugada, en competo silencio, ella encontraba soluciones para todos sus problemas.

La luna permitía distinguir todos los objetos y muebles de la habitación. Frente a él, sobre una cómoda, había varias fotos enmarcadas en plata que su madre recolocaba cada día en su neurótico orden.

Se levantó y, con gesto seguro, recuperó una que se encontraba detrás, casi pegada a la pared, en un soporte de madera que Mateo coloreó para un día del padre. Le gustaba recrearse en ella. Tirso López y su hijo sonreían junto a una pequeña bicicleta de cuatro ruedas. Se detuvo en la unión de sus manos: era como si el niño Mateo fuera una continuación del brazo del padre; su manita desaparecía en la de él. Aquella noche creyó sentir calor en el contacto frío del cristal que protegía la foto. Y fue entonces cuando llegó a la conclusión de que, sin lugar a duda, odiaba a su madre.

Después fue hacia la barandilla del rellano. Estuvo observando con atención la lámpara y el vestíbulo. Luego volvió para tumbarse en la cama.

Seguía sin comprender por qué Tirso López accedió a subirse a la escalera para arreglar la lámpara. Ni él, ni su padre, ni su abuelo, Tirsos López todos, hombres de letras, tenían esa habilidad.

Cuando casi era de día, después de una pensativa y larga ducha, se puso la ropa que su madre le dejó preparada. Luego bajó lentamente hasta el vestíbulo para ponerse debajo de la araña y de las ocho patas que rodean su enorme abdomen. Atrajo la imagen del padre llevándolo de la mano: sentirse hijo era lo más emocionante de su vida. Pero también recordó el teatral relato que su madre hacía del accidente, calificándolo de infausto cuando hablaba con la familia López.

Junto a la puerta de salida estaba la caja de herramientas y la escalera, doblada con precisión. La desplegó y subió a lo más alto, hasta acariciar con sus manos el cuello de la lámpara. Después de quitarse la americana y aflojar el nudo de la corbata, bajó y subió, muchas veces, para escoger y utilizar la herramienta adecuada. Pero logró su objetivo.

Después de limpiar, con exagerado esmero, el polvo que había caído en las baldosas, sobre su ropa y en los zapatos, se lavó las manos muy despacio. Tuvo que ajustar el nudo de la corbata, se puso la americana y aceptó su aspecto en el espejo. El estómago rechazaba cualquier alimento. Por último, llevó la escalera y las herramientas a su sitio: al fondo del garaje, junto a la pequeña bicicleta de cuatro ruedas.

Durante el trascurso de la mañana, su compañero David, parapetado en la pantalla del ordenador, le estuvo observando. Cuando salieron a comer, antes de que David dijese algo, Mateo sacó el tema de la dichosa lámpara y el peligro que suponía. Habló de la histeria de su madre y de la desgracia de su padre. Estaba muy alterado.

Vamos, Mateo, dijo David: lo que te ocurre es que no has pegado ojo esta noche: ayer te pasaste con la bebida. Ahora tienes un aspecto deplorable. Nunca te había visto con el nudo de la corbata ladeado. A no ser que lleves una doble vida…

Tú eres gilipollas, dijo Mateo. No te enteras de nada: me preocupa mi madre, eso es todo.

No me extraña que te preocupe. Y a ella le preocuparás tú. Los dos sois preocupantes.

El tono de David era desdeñoso. Mateo le miró con rabia, apretando los dientes:

Y a ti te apesta el aliento, tío.

Volvieron a la oficina sin cruzar palabra. Luego todo se precipitó: una llamada telefónica; un taxi; el sonido lejano de una ambulancia y un coche patrulla en la puerta de su casa. La asistenta lo estaba esperando presa de un ataque de nervios…

¡La lámpara!, dijo Mateo quitando a la mujer de en medio.

¿Es usted el hijo?

Mateo ignoró al policía que estaba en el vestíbulo y se echó las manos a la cabeza ante una lámpara asesina estrellada en el suelo.

¿Es usted Mateo López?, insistió el inspector, que había advertido el matiz teatral de la escena

Pero, ¿cómo está mi madre?

El inspector recorría con un pulgar su labio inferior, mientras miraba fijamente a los ojos de Mateo:

Viva…, de momento.

Pero, la lámpara…

La lámpara, no. Es evidente.

Mateo retó con la mirada al policía: ¿a qué venía aquel cinismo?, pensó.

El inspector le plantó cara. A pesar de que Mateo podía ser su tipo, sospechó enseguida de su actitud.

Pero, cómo ha podido ocurrir…, dijo Mateo, cambiando sus modales, mientras miraba al techo.

El policía guardó también esa imagen.

La asistenta dice que su madre estuvo ayer comprobando el anclaje. Pero, bueno, en realidad, eso es secundario.

¡Cómo secundario!, dijo Mateo.

Desde un principio le había perturbado la mirada de aquel policía y, sobre todo, su tono de voz que quería ser inquisitivo pero resultaba, como mínimo, afectuoso.

Veo que no le han informado bien: su madre se precipitó por la escalera y tuvo muy mala suerte. Lo de la lámpara fue el detonante para que ella saliera despavorida del dormitorio.

Mateo le dejó con la palabra en la boca: el hospital y, enseguida, el tanatorio y el cementerio.

Después, quién lo iba a decir, su vida continuó con el mismo ritmo y orden establecidos por Eva. Hasta que otra noche, a pesar de haberse acostado a la hora de siempre, cenar lo mismo que todos los días y ver el programa de televisión adecuado, incluso recrearse en su figura infantil unida a la mano del padre, Mateo volvió a sufrir insomnio. Y le dio por pensar que, a la mañana siguiente, su compañero le observaría con impertinencia. David llegaba a ser un calco de Eva: no has pegado ojo; qué cenaste anoche; no debes tomar alcohol, tienes que cuidar tu aspecto. Se sentó en el borde de la cama. David le estaba jodiendo: comenzaba a odiarlo.

Se levantó y fue hasta la barandilla del rellano desde donde se podía ver el gancho desnudo donde estuvo colgada la lámpara. Desde ese mismo lugar, el inspector, que le había visitado en varias ocasiones con distintas excusas, dijo que el desprendimiento fue debido a un fallo de la estructura de la lámpara, porque aquel gancho era capaz de soportar el peso de un regimiento.

También dijo que se podría investigar una posible manipulación, pero que no hacía al caso. A veces, añadió, la vida nos hace un regalo y no hay que buscarle pegas: dejemos que nuestra amistad discurra sin obstáculos. Mateo interpretó el comentario como un guiño cómplice e incondicional.

Volvió al dormitorio. Se sentó al borde de la cama. Era de madrugada; estaba insomne y en completo silencio. Seguro que, como su madre, vería soluciones diáfanas para sus problemas. Seguro que encontraría la manera de deshacerse de David.


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