JUAN GIMENO LLUIS

EL BARRIO

Fue a inicios del verano del 70 cuando lo vi en persona por primera vez. Había visto fotos por casa y oído hablar de él. Cuando era más pequeño me habían dicho que mi tío estaba trabajando en el extranjero, pero mi olfato de detective me decía que ocultaban algo.

Aquel viernes, como muchas noches cuando llegaba el buen tiempo, cogimos las sillas y salimos a tomar la fresca. En la calle se formaban corrillos de vecinos, y si había suficiente quórum, estos se organizaban por sexos. Hombres por un lado, con su vino y su coñac, y mujeres por otro, con Coca-cola y Fanta, aunque si la charla se prolongaba, había visto caer una botella de Marie Brizart sin ningún miramiento. Entonces las risas se generalizaban y aumentaban de volumen, y según su propia definición, estaban achispadas. También se ponían cariñosas y besuconas, por lo que no era prudente ir a por bebidas en esos momentos. En aquella época, mi calle, ya de por sí tranquila, era la menos transitada del barrio de Sants. Se estaba construyendo el cinturón de Ronda, y uno de los lados estaba cortado. Aquello era fantástico, te podías echar un partido de fútbol sin que pasase un solo vehículo. También tenía su punto de peligro, te podían acorralar los de la banda de la Riera, nuestros archienemigos, con los que estábamos en guerra permanente, y con un arsenal de lo más variado: piedras, tirachinas, pistolas de pinzas, incluso naranjas bordes que recolectábamos en los naranjos de la vieja fábrica abandonada. La única norma era no tirar a la cabeza, pero no todos tenían buena puntería. Aún conservo dos cicatrices en el cogote de aquella época.

Todos los edificios eran bajos, de una o dos plantas. Nosotros vivíamos en una planta baja, muy grande, con un enorme patio, con “comuna i galliner”, como diría Serrat. Sí, teníamos gallinas y conejos, bueno, los tenía mi abuelo. La casa era suya. La compró con el dinero que ganó en el estraperlo. También compró un local en la misma calle, donde tenía su negocio de “drapaire”. Básicamente negociaba con papel y botellas de cava. Vino de un pueblo de Tarragona a buscarse la vida, a mediados de los 20, pero unos años antes del inicio del conflicto civil, tuvo un fatal accidente que lo dejó manco, algo terrible en aquella época, casi te condenaba a pedir limosna, pero en su caso le avivó el ingenio y, supongo, que el orgullo. Y con los cuatro chavos que tenía ahorrados y unos cuantos contactos, empezó con el estraperlo. La “draperia” acabó siendo para mí un sitio casi mágico, donde conseguía tebeos y me divertía viendo los objetos tan variopintos que tenía colgados por las paredes o esparcidos por el suelo, cachivaches que mi abuelo compraba, pagando siempre de más a la gente que lo necesitaba. –Hay que devolver una parte de lo que te llega- me decía siempre. Enfrente estaba la casa del alcalde de barrio, un tipo que, para ser afecto al Régimen, era bastante buena persona, o por lo menos, eso decía mi familia, y que tenía muy buena relación con mi abuelo. Según supe más tarde había mediado en lo de mi tío. Al lado estaba la Taberneta, un lugar con desgastadas mesas de mármol y añejas barricas donde reposaban unos caldos a granel, que hacían la delicia de los parroquianos, en especial la del vermut, famosa en todo el barrio y que todos los domingos la familia al completo nos acercábamos a degustar, con unas riquísimas anchoas.

Miré de lejos la botella de anís, vi que estaba recién abierta y no había peligro de ser besuqueado, me acerqué a por una Fanta, para huir rápidamente hacia el grupo de los hombres. Siempre hablaban de política o de fútbol, en voz baja o a grito “pelao”, según el tema. Me aburría mucho y no duraba más de cinco minutos. A veces me echaban ellos antes con palabras de cariño. Mocoso, renacuajo o “escanyavicaris” eran las más habituales. La excepción se daba cuando mi padre y Noel, nuestro vecino estaban solos y hablaban de libros. En honor a la verdad, debo decir que me gustaba lo que decian, pero me parecía mucho más interesante cuando las hijas de Noel se sumaban al grupo. Eran las gemelas más bonitas que yo había visto jamás, y como había dos, muy mal se me tenía que dar para que una no acabase siendo mi novia. Aquel día tocaba fútbol y quiniela. Todos parecían entender mucho allí sentados con sus copas y sus puros, pero a mí me daba la impresión de que no entendían tanto como decían, bueno, en aquellas ocasiones gritaban. Me aburría bastante oír hablar de futbol, me gustaba mucho más practicarlo, así que cansado de escucharles decidí ir a jugar con Miguel, que estaba castigado y no podía alejarse de la puerta de su casa. En el camino, una figura alta se plantó delante de mí, me pareció Robert Mitchum en la película de la semana anterior, “Cara de ángel” si no recuerdo mal. Aunque estaba diferente que en las fotos que había en casa, enseguida lo reconocí. Me sonrió, le sonreí, se agachó y me abrazó. Ya de pie me tendió la mano y caminamos juntos hasta donde estaban todos. En aquel momento me sentí único.

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